XV

Pero también la colina del Greppo era todo un mundo. Se llegaba por las Costas, por entre lomas y pendientes solitarias, más allá de la tierra de las encinas. Cuando llegamos bajo aquella vertiente vimos los árboles en la carena, negros y luminosos recortados contra el sol. Desde una curva, a mitad de la altura, Oreste nos mostró, en el campo que habíamos recorrido, hasta dónde llegaban las tierras de Poli.

Habíamos bajado del birlocho, que nos seguía a paso de hombre, y caminábamos por una carretera más ancha que el caminillo de antes. Esta carretera —a trozos asfaltada— cortaba vertientes salvajes, densas en zarzales y arbolado, toda barrancos y abismos. Pero lo que más asombraba era la confusión, el abandono. Tras algún viñedo desierto, medio comido por la hierba, en la selva cabalgaban algunos frutales, higos y cerezos cubiertos de trepadoras, sauces, mimosas, plátanos y saúcos. Al principio de la subida vimos un bosque de grandes adelfas y álamos tenebrosos, casi fríos; luego, a medida que subíamos hacia el sol, la vegetación se aligeraba; pero a las formas familiares se mezclaban plantas insólitas como oleandros, magnolias, algún ciprés y árboles extraños que jamás había visto yo, en tal desorden, que daba al descampado un aire de exótica soledad.

—¿Es esto lo que tu padre decía? —pregunté a Oreste.

Me respondió que el verdadero campo inculto ya lo habíamos pasado, un llano boscoso y arable en donde todos hacían y cortaban leña a su placer.

—La idea era hacer un coto. Ya veis qué carretera habían abierto. En tiempos del abuelo de Poli venían aquí muchos señores. Entonces el llano era laborable y el viejo iba por ahí con el fusil y la fusta día y noche. Papá lo conoció. Era de allá abajo.

Me hirió el olor del aire, una mezcla de fermentos vegetales quemados, tierra y sol con el hálito ardiente del asfalto. Olor que sabía a automóvil, a fuga, a carreteras costeras y a jardines sobre el mar. De un ribazo en el camino colgaban calabazas pálidas, que me parecieron palas de higos de India. Desembocamos en la cima entre matorrales, y aquí la mancha de árboles se hacía verdadero parque; un pinar cerraba la villa. Ahora, bajo nuestros pies, crujía la gravilla y, a través de los árboles, se veía el cielo.

—Parece una isla —dijo Pieretto.

—Un rascacielos natural —añadí.

—Pero así como está —dijo Oreste— no le sirve a nadie. Se podía hacer una clínica, una clínica moderna con todas sus instalaciones. A dos pasos de casa, ¿no te parece?

—Ya huele a muerte —fue la salida de tono de Pieretto.

El tufo venía de un estanque a flor de tierra. Tenía unos diez metros de ancho y de largo, con alguna piedra en el centro y el agua verde cubierta de florecillas blancas.

—Tienes hasta una piscina —le dije a Oreste—; arrojas ahí a los muertos y te resucitan.

Entre los pinos se veía ya el blanco de la casa.

—Nos detendremos aquí —dijo Oreste—. Voy a explorar.

Nos quedamos solos con el caballo y yo miraba, en silencio, el extraño cielo entre los árboles. Mi esperanza era que Poli no estuviera y así, después de haber dado una vuelta por el parque, nos volveríamos a casa. El olor del estanque me había recordado el pantano y se inundó mi corazón con la nostalgia del lugar conocido. Si acaso, al bajar, echaría una ojeada al bosque que tenía aquel hermoso y salvaje abandono.

—¿A quién buscan? —dijo una voz clara.

Se había acercado furtiva por entre los árboles. Llevaba blusa y pantaloncitos blancos. Era una muchacha rubia, de ojos duros.

Nos miramos. Era evidente que su voz revelaba a la señora, y en aquel momento caballo y birlocho nos parecieron ridículos.

—Buscamos a Poli —dijo Pieretto con una sonrisa—, somos…

—¿Poli? —interrumpió. Alzó las cejas casi ofendida. Para no mirarle las piernas tuve que mirar a otra parte, pero de todos modos me sentía como un patán.

—Somos amigos de Poli —continuó Pieretto—, lo conocimos en Turín. ¿Cómo está?

Tampoco gustó a la mujer aquella aclaración. Cambió la mueca por una sonrisa molesta y nos miró con impaciencia. En aquel momento apareció Oreste agitado.

—Está Poli y está su mujer. ¿Quién iba a imaginarse que tenía una mujer…?

Se detuvo al ver a la muchacha.

—¿Le has visto? —preguntó Pieretto con calma.

Oreste, encarnado hasta la nariz, balbució que el jardinero había ido a buscarlo. Nos miraba a nosotros y a la mujer. Dudaba.

—Hablábamos por hablar —dijo Pieretto.

De pronto la rubia se calmó. Nos miró con sonrisa maliciosa y nos tendió la mano. Dejó su aire de defensa.

—Los amigos de mi marido son mis amigos —dijo riendo—. Ahí llega Poli.

He recordado muchas veces aquel encuentro, el rubor de Oreste, los días que siguieron allá arriba. Me acordé de pronto de Giacinta, no sé por qué, porque Giacinta era morena. Hasta la idea de que Poli estuviera casado me molestó. Todo nuestro pasado con él resultaba prohibido, un obstáculo. ¿De qué hubiéramos hablado? Ni siquiera podía preguntarle cómo estaba su padre.

Pero Poli nos acogió con aquel calor exagerado, un poco absurdo, ya costumbre en él. No parecía haber cambiado mucho; algo más grueso, de mirada dulce, infantil. Llevaba una camisa corta fuera de los pantalones y al cuello una cadenita. Nos dijo al instante que debíamos quedarnos con él día y noche y que le haríamos un gran bien con nuestras largas charlas.

—Pero ¿no estás en plena luna de miel? —preguntó Pieretto.

Los dos esposos se miraron, luego nos miraron a nosotros. Poli sonrió divertido.

—La miel le produce urticaria —dijo la mujer compungida—. Eso es ya agua pasada. Estamos aquí única y exclusivamente para aburrirnos. Yo le hago compañía y le sirvo de enfermera.

—La herida estará ya cerrada —dijo Oreste, Pieretto sonrió.

Oreste comprendió su metedura de pata, se mordió el labio y balbució:

—Tu padre es un hombre de una pieza. Pero tiene los cabellos blancos por culpa tuya.

—Tendrán sed —dijo la mujer—. Acompáñalos, Poli. Yo iré después.

Así, en la estancia toda llena de cristales, de cortinas y butacas, Poli continuó festejándonos y suspirando a gusto. Contestando a la pregunta de Pieretto de si su mujer estaba enterada de todo, dijo simplemente:

—Sí. Hubo un tiempo que con Gabriella nos decíamos todo. Me ha ayudado mucho, pobre chica. Hemos hecho el loco juntos por el mundo. Luego la vida nos separó. Pero esta vez nos pusimos de acuerdo para pasar el verano como los chicos que un tiempo fuimos. Tenemos muchos recuerdos comunes.

Pieretto le escuchaba con evidente cortesía. Quien no se pudo contener fue Oreste, que estalló:

—Pero ¿qué hacías entonces en Turín, si ya estabas casado?

Poli lo miró con disgusto, casi con miedo. Dijo únicamente:

—No siempre se hace lo que los otros quisieran.

Entró Gabriella y abrió el armario de los licores. Era un armario forrado de cristal que se iluminaba al abrirse. Hablamos del Greppo. Yo le dije que era hermoso allá arriba, que comprendía el pasar la vida entre bosques.

—Sí, puede llegar a gustar —dijo ella.

—¿Qué es lo que hacéis —quiso saber Pieretto— de la mañana a la noche?

Gabriella se estiró en la butaca, tal como estaba, con las piernas desnudas.

—Tomamos el sol, dormimos, hacemos ejercicio… No vemos a nadie.

No podía acostumbrarme a aquel rostro impasible, negro de sol y malicioso. Era muy joven, debía ser más joven que Poli, pero a ratos tenía inflexiones roncas en la voz que me sorprendían. «¿Será la bebida? —pensaba—, ¿o será el resto?».

—Nosotros tomamos una comida fría —dijo riendo—. Mermelada, galletas. La comida seria será esta noche.

Protestamos que nos esperaban en casa, que el caballo esperaba, que teníamos que llegar antes de la noche.

Poli se quedó pensativo, contrariado. Dijo á Pieretto que se había hecho la ilusión de que nos quedáramos con él, que tenía tantas cosas que decirnos. Le dijo a su mujer que diera orden de prepararnos habitaciones, las de arriba.

Discutimos y resistimos medio en broma y medio en serio. La insistencia me fastidiaba y pensaba, mientras miraba a Oreste, en el camino de vuelta, en la ventana que le esperaba en la estación, en el crepúsculo.

—Pero ¿qué puede importaros la casa donde os alojéis? —dijo Poli—. ¿Por qué me tratáis así?

Gabriella levantó con gracia el vaso y lo miró consternada:

—¿Tanto os interesan los pollos y los bailes públicos?

Hasta Poli rió. Acordamos volver al día siguiente para quedarnos allí unos días.