XIV

Salimos con la luna y el aire fresco del atardecer. Sabía mal dejar aquella isla, aquella inmensa campiña roja, con las vides flacas y negras bajo las encinas.

—Vamos, que anochece —dijo Pieretto.

El caballito partió como un perro de caza. Mientras pasaba bajo un manzano, Pieretto levantó la mano y nos cayó una granizada.

—¡Hola! —gritábamos chasqueando la lengua.

—¿Has bebido en tu vida tanto vino y lo has aguantado así? —preguntó Pieretto.

—Cuando se bebe al aire libre —dijo Oreste— no hay peligro de borrachera.

Luego me guiñaron el ojo y me dijeron:

—Tú que dices que en el campo ni se bebe ni se hace el amor, ¿qué dices ahora?

Desvié la cuestión como si apartara una mosca.

—Me gustan esos dos —dije en el viento de la carrera.

Hablamos de David y de Cinto, de los vinos, de la uva en el cubo, de lo hermosa que es la vida genuina.

—Lo más grande de todo —dijo Pieretto— es cómo tienen a sus mujeres. Nosotros afuera, bebiendo y charlando, y ellas y sus retoños en la cocina para no molestar.

El sol rasando las viñas daba un color rojizo, una sombra rica en cada terrón, en cada tronco de árbol.

—Pero trabajan —dije—; ellas son las que hacen esta tierra.

—Tú, Oreste, eres un estúpido —decía Pieretto—. ¡Qué Turín! ¡Qué Sala de Anatomía! Lo que debes hacer es cavar y trabajar tus tierras en paz.

Oreste, con los ojos fijos en la nuca del caballo, siguiendo con la barbilla la curva de la carretera, dijo con calma:

—¿Y quién te dice que no es eso lo que quiero hacer? Dame tiempo.

—Hay que ver cómo sois —observé—. Tenéis unos padres que os quieren; al uno fraile, al otro agrónomo. No queréis saber nada de eso y los hacéis sufrir. Tú, Pieretto, acabarás ateo, pero fraile; tú, Oreste, médico de pueblo.

—Hay que ayudar al padre, hay que enseñarle que la vida es difícil —sonrió Pieretto complacido—. Si luego, como es justo, llegas adonde él quería, se le convence de que está equivocado y de que lo que has hecho ha sido por su bien.

—¿De veras —pregunté a Oreste— te casarás con aquella chica?

—No habla, no habla —dijo Pieretto—; tiene la excusa de que hoy estamos borrachos.

Era hermosa la luna, entre blanca y amarilla, en el crepúsculo, y empecé a pensar en su rayo nocturno sobre el inmenso lugar, sobre la tierra, sobre los prados. Recordé la vertiente del Greppo, pero la vi desaparecer a nuestras espaldas en el aire puro. «¿Eran aquellas…?», estuve a punto de decir, pero en aquel momento habló Oreste.

—Se llama Giacinta —dijo sin mirarnos y luego gritó blandiendo el látigo—: ¡Dios bendito, este año enloquezco!

La noche antes, como ni él ni Pieretto podían dormir, habían recordado la vida hecha en la playa. Oreste decía que las colinas bajas, entre las cuales ahora corríamos, le habían parecido, ya desde pequeño, un horizonte marino. Un misterioso mar de islas y lejanías donde, desde lo alto del mirador, se perdía en la fantasía. «Tantos deseos como tenía entonces de ir, de tomar el tren, de ver y hacer. Ahora, en cambio, estoy bien aquí, ni siquiera sé si el mar me gusta».

—Pero estabas como un grillo —dijo Pieretto.

Llegamos cantando, el último trozo a pie, con la sana intención de volver a beber. Son cosas que las mujeres comprenden, así que nos pusieron en el mirador una mesita y una botella.

—Eso es —dijo la madre—; haced la cura de la luna. La luna las oye de todos los colores.

No hacía viento y el pueblo dormía. Sólo los perros ladraban quién sabe dónde. Fue la noche de Oreste. Nos contó todo acerca de Giacinta. Cuando la luna tramontó y cantó el gallo, Pieretto dijo:

—¡Maldita sea! ¡Me has hecho venir las ganas!

Al día siguiente era domingo. ¡Cómo pasan las semanas! Dimos unas vueltas por la plaza, entre hombres y muchachas veladas que hacían pensar en el gran sol y en el pantano. Estuvimos en la misa así, mirando al sol. Me preguntaba yo si en Mombello los primos taciturnos eran gente de hacer fiesta, si interrumpían alguna vez su modo de vivir —la era, la tierra, la gruta del vino—, para mezclarse con la gente. Su fiesta era la caza, la espera paciente, la soledad de los crepúsculos. Cuando la iglesia se fue vaciando, miré los rostros uno a uno, buscando una mirada, un ceño burlón, calmo y salvaje a la vez como los primos de Oreste. Salieron nuestras mujeres. Justina nos escrutó ávidamente empujando a las niñas y empezó la discusión.

Quería saber por qué íbamos a misa, si después la perdíamos estando fuera del recinto sagrado.

—¿Qué es eso del recinto sagrado? —preguntó Oreste.

Pieretto soltó una más gorda. Explicó que todo el mundo es la iglesia de Dios y que hasta san Francisco se arrodillaba en el bosque.

—San Francisco era santo —gruñó la vieja—. Y creía en Dios.

—A la iglesia sólo van los que no creen en Él —añadió Pieretto—. No me dirá que el arcipreste cree en Dios con aquella cara.

A nuestro alrededor se hablaba de fiestas y ferias inminentes porque finales de agosto es tiempo vacío en el cual el campo está entre grano y vendimia y ello da respiro a los labradores para que se muevan, contraten y discutan. Por todas partes había fiestas y se hablaba de acudir a ellas.

—¡El culto —decía Justina—, el culto! Si no se respetan los ministros del culto, es que no es ni cristiano ni italiano.

—Religión —intervino el padre de Oreste— no es sólo ir a la iglesia. Religión es algo más difícil. Se trata de educar a los hijos, mantener una familia, vivir de acuerdo con todos.

—Dígame —chilló Justina a Pieretto—, ¿qué es la religión según usted?

—La religión —dijo Pieretto deteniéndose— es comprender cómo van las cosas. No sirve el agua bendita. Hay que hablar con la gente, hay que comprenderles, saber lo que quieren cada uno de ellos. Todos desean algo en la vida, hacer algo que ellos mismos no saben bien qué es. Pues bien; para cada uno de estos seres, para cada deseo de ellos, existe Dios. Basta comprender y ayudar a comprender.

—Y cuando estás muerto —dijo Oreste—, ¿qué has comprendido?

—¡Maldito enterrador! —saltó Pieretto—. Cuando uno está muerto ya no hay deseos.

Continuamos en la mesa. Pieretto dijo que admitía los santos, es más, en realidad no había más que santos porque cada uno, con su deseo, no es otra cosa que un santo y si lo dejaran hacer daría sus frutos. Los curas, en cambio, se agarran a los santos más famosos y dicen «Llagamos como él. Él nos salvará», y no tienen en cuenta que en el mundo no hay dos gotas de agua iguales y que todos somos distintos.

Justina callaba, lanzándole ojeadas asesinas. A las cuatro estábamos sentados en el mirador tomando café, y del mar ardiente de la campiña subían voces sumisas, rumores y ráfagas de viento. Desde la sombra donde estábamos se veían las vertientes de los valles, grandes laderas como vacas acurrucadas. Cada una de aquellas colinas era un mundo hecho de lugares sucesivos, inclinados y llanos, sembrados de viñedos, de campos, de bosques. Había casas, árboles, horizontes. Y después de tanto mirar siempre se descubría algo: un árbol insólito, una curva del sendero, una era, un color no visto aún. El sol, desde poniente, hacía resaltar cada menudencia y hasta el extraño pasillo marino, la nube vaga del Greppo, era más tentadora que de costumbre. Iríamos al día siguiente sobre el birlocho. Con tal de trasnochar cualquier conversación era buena.