Todos los días íbamos al pantano. Sobre todo por la mañana, a la ida, se discutía y se reía. Era maravilloso encontrar prados todavía empapados de agua. A veces, en nuestro agujero, ya ardiente por el sol, bajo mi espalda y piernas, la tierra olía aún a mojado y a nocturno. Ahora conocíamos todos los rincones del bosque, cada luz, cada ruido o rumor de la mañana. Había un momento durante el bochorno en que pasaba como una nube blanca y el agua, entonces, parecía opaca y las imágenes de las paredes parecían estar al revés, y las flores, el cielo, parecían más intensos destacando en la sombra.
Aquel baño para nosotros era casi un vicio, aunque ya estábamos completamente negros. El primer domingo que, en vez de ir allí, paseamos al mediodía por delante de la iglesia entre la gente festiva, oyendo la misa desde el umbral, entre el ir y venir de los muchachos y el órgano y las campanas, encontré a faltar hallarme desnudo y aplastado por el sol, sintiendo la tierra debajo de mí. Pensé en cosas que luego no dije a ninguno.
A Pieretto, que miraba irónico la nuca de Oreste, le murmuré:
—¿Te imaginas a esta gente, desnuda al sol como nosotros?
Como no respondió me enfrasqué de nuevo en mis pensamientos. Tuve una discusión en la viña con Oreste (pasábamos las tardes en San Grato, y Pieretto, aquel día, nos había dejado solos). ¿Existe en el campo un rincón, un ribazo, un lugar inculto en donde nadie haya puesto el pie, en donde desde el principio de los tiempos la lluvia, el sol y las estaciones se suceden sin que lo sepa el hombre? Oreste decía que no, que no hay quebrada ni fondo de bosque que la mano o el ojo del hombre no hayan molestado, por lo menos cazadores, y en otro tiempo los bandidos, que estaban en todas partes.
—Campesinos —decía yo—, labradores. Los cazadores no cuentan. El cazador se comporta como el animal que persigue. Yo quería saber si el campesino como tal había llegado a todos los rincones y si esos mismos rincones habían sido tocados con la mano, si aquella tierra había sido violada.
—¡Quién sabe! —dijo Oreste, pero no me entendió. Sacudió la cabeza y me lanzó una ojeada maliciosa que me recordó a su madre.
Estábamos sentados en una terraplén de la viña y al levantar los ojos veíamos oscilar los pámpanos. Mirando desde abajo una viña que asciende hacia el cielo, le parece a uno estar fuera del mundo. A los pies los terrones calcinados, los tallos retorcidos y, en los ojos, la fuga de festones verdes, las cañas iguales tocando el cielo. Se huele y se escucha.
—El carretero que encontré en la estación —dije al cabo de un rato— decía que las viñas siempre han estado ahí.
—Puede ser —contestó Oreste—, cuando las ataban con salchichas y por debajo corría leche.
—Y, sin embargo —proseguí—, las ciudades también han existido siempre. A lo mejor sucias, barracas de paja, grutas o cavernas, pero el hombre significa ciudad. Hay que reconocer que Pieretto tiene razón.
Se encogió de hombros. Era su modo de discutir, tan bueno como otro.
—A Pieretto debe saberle mal cuando mamá cierra la puerta de casa a medianoche. A él que en Turín decía que las noches eran suyas.
—Una noche de estas —dije— hacemos una salida. Me gustaría ver cómo son las colinas a la luz de la luna. Ayer ya tenía una raja.
—Nos bañamos con la luna en el mar —dijo—. Parece que bebes leche fría.
No me lo habían dicho nunca y me sentí triste, abandonado, celoso.
—El tiempo pasa —dije— y la uva no madura, ¿cuándo nos volvemos a Turín?
Pero Oreste no quería ni oír hablar de ello, me preguntó qué más quería: comía, bebía buen vino, no hacía nada en todo el día…
—Precisamente por eso. Tu mamá trabaja, todos trabajan para nosotros.
—¿Te aburres? —preguntó—. ¿Crees que molestas? Tía Justina te aprecia. (Era yo quien había querido ir a misa por miramiento a la familia, no por otra cosa).
—¿No vamos hoy al Molino?
Todos los días bajábamos de la colina a la cuenca en donde estaba la otra finca. Dábamos vueltas por detrás de la alquería, el padre salía al porche y nos daba de beber. Pero lo más bonito del Rosotto era la siega del heno, los profundos prados de trébol, los tropeles de ocas. Por la tarde jugábamos a los bolos con los criados Pale y Quinto, mientras Oreste iba a despachar algunos asuntos a la estación.
—A mí me parece —dijo Pieretto— que esto huele mal. Cuando estábamos en Génova todos los días iba a correos.
Si se lo decíamos a Oreste sacudía la cabeza y se echaba a reír. La misma sonrisa nos hizo cuando pasamos por una casa llena de geranios a la orilla de la vía. Gritó un saludo y una voz fresca y femenina le respondió. Él dijo que tenía algo que hacer y nos dejó.
—Entonces —dijo Pieretto, cuando Oreste apareció de nuevo—, ¿es la hija del jefe de estación?
Él se echo a reír pero no dijo nada. En el valle del Molino había algo así como un cielo propicio. Incluso en el paso a nivel donde esperaban los carros y las bestias se impacientaban, se respiraba un aire distinto. Las casitas y el jardín de la estación recordaban los alrededores de una pequeña ciudad en las noches de mayo al fondo de los paseos, cuando las chicas pasean y ondadas de olor de heno invaden la ciudad. Hasta los criados del Rosotto, que iban despechugados y descalzos, sentían el efecto de los trenes y charlaban de cerveza y carreras ciclistas.
Pero no cerveza, sino vino bebimos la tarde de la siega del heno. El padre de Oreste nos había dicho; «Venid antes de que llegue la noche», y con la chaqueta por encima de los hombros se había alejado cuesta arriba. Había cierto movimiento de fiesta en la estación, y Oreste tenía que hacerse perdonar por nosotros una ausencia más larga que las otras. De las bodegas del Rosotto salía una botella y luego otra. Era un vino que dejaba la boca cada vez más seca. Bebimos los tres bajo el pórtico que daba a los prados. No acababa de entender si tanta dulzura pasaba del vino al aire o viceversa. Me parecía beber el mismo perfume del heno.
—Es vino de fresa —dijo Oreste—. De mis primos de Mombello.
—Somos unos estúpidos —dijo Pieretto—, buscamos día y noche el secreto del campo y lo tenemos aquí dentro.
Luego nos preguntarnos por qué, mientras en Turín nos gustaban las tabernas, desde que estábamos en el campo no habíamos cogido una borrachera.
—Hay que salir de noche —dije—. No podemos emborracharnos en tu casa.
—Bebe —apremió Oreste—, ahora estamos en mi casa.
Del vino se pasó a los caballos. En el Rosotto había un birlocho de tres plazas. Oreste dijo que bastaba enganchar el caballo y salir.
—Vamos a Mombello, a casa de mis primos. Tengo ganas de verlos. Son estupendos. Podernos salir por la mañana y volver por la noche.
—Y así nos perdemos el baño —refunfuñé—. Esta mañana lo eché de menos.
—¿Y a quién le importa? —mugió Pieretto—. ¡Estoy harto de verte desnudo!
—¡Tú te lo pierdes! —contesté.
—No seas bruto —gritó—. Sólo toleraría verte otra vez en cueros si llegara a emborracharme.
Oreste nos llenó los vasos.
—Esto es algo que no se puede hacer —dije al cabo de un rato—: estar desnudo en el bosque y pillar una borrachera.
—¿Por qué no? —preguntó Oreste.
—Ni tampoco se puede hacer el amor en un bosque. Me refiero a un bosque verdadero. Amor y bebida son cosas de personas civilizadas. Cuando iba en la barca…
—No has entendido nada interrumpió Pieretto.
—Cuando ibas en la barca… —dijo Oreste.
—Había conmigo una chica que se prestaba; pues bien, no pude. No pude yo. Me parecía ofender algo o alguno.
—No tienes idea de lo que es una mujer —dijo Pieretto—. Pero en el pantano bien estás desnudo.
Confesé que sí, pero que siempre sentía algo de angustia.
—Me parece estar cometiendo un pecado —admití—; quizás es hermoso por eso.
Oreste asintió sonriendo; me di cuenta que estábamos borrachos.
—La prueba —añadí— es que estas cosas se hacen a escondidas.
Pieretto dijo que había muchas cosas que se hacen a escondidas y no son pecado. Todo es cuestión de usos y buenas maneras. Pecado es solamente no comprender lo que se hace.
—Ahí tienes a Oreste —continuó—. Todos los días va a ver a escondidas a su chica. Está aquí, a dos pasos, no hacen nada obsceno, hablan en el jardín, se cogen de la mano. Ella dice que cuando acabe la carrera será todo suyo, él responde que es cuestión de otro año, luego viene el servicio militar, más tarde deberá encontrar la iguala, en fin, tres años, ¿va bien así?, Oreste menea la cola y le besa las trenzas.
Oreste, rojo como un pimiento, sacudió la cabeza y le amenazó con la botella.
—… ¿Y tú dices que eso es pecado? —continuó Pieretto, esquivando el golpe—. Esta escenita, este juego de sociedad, ¿es pecado? Él podía confiar un poco en nosotros y contarnos algo, ¿no? Oreste no es un buen amigo. Anda, Oreste, dinos algo, al menos el nombre, al menos el nombre.
Oreste, colorado como un tomate, seguía sonriendo.
—Otro día —dijo—. Esta noche bebamos.