Hablamos de ello en seguida oyendo el canto de los grillos.
—El Greppo está allá arriba —decía Oreste—, donde aquel montón de estrellas. Aflora apenas a la orilla del altiplano. Con los primeros rayos del sol se ven las puntas de los pinos.
—Vamos, adelante —dijo Pieretto.
—Pero de noche —dijo Oreste— no vale la pena, y además, estoy seguro de que Poli sigue todavía en la Riviera.
—Si no se queda para siempre —dijo Pieretto.
—Estaba bien. A esta hora se habrá curado del todo.
—Le disparará cualquier otra chica.
—¿Le ha de tocar siempre a él?
—¿Cómo? —gritó Pieretto al viento—. ¿No sabes que lo que te toca una vez se repite de nuevo? ¿Que como has reaccionado una vez reaccionarás siempre? No es la casualidad la que te proporciona los problemas. Volvemos a caer. Eso se llama destino.
Hablamos de Poli en la mesa al día siguiente al subir del pantano.
—¿Sabéis a quién he visto este año? —dijo Oreste al círculo de caras.
Cuando contó la historia de los disparos, de las heridas, de Rosalba, del coche verde, de las carreras nocturnas, ante un barullo ansioso de ávidas preguntas y exclamaciones, la madre, en una pausa, dijo incrédula:
—¡Un niño tan guapo! Me acuerdo cuando pasaban en el coche con las sombrillas abiertas. Lo llevaba la nodriza vestida de puntillas, con los agujones… Era el año en que yo esperaba a Oreste.
—¿Estás seguro que hablas de Poli, el del Greppo? —preguntó bruscamente el padre.
Oreste empezó de nuevo con la noche de la colina.
—¿Y quién es esa mujer? —preguntó la madre.
Las niñas escuchaban con la boca abierta.
—Lo siento por el padre —dijo el de Oreste—. Un hombre que era el dueño de todo Milán. Así termina a veces el dinero.
—Sí, sí, terminar —dijo Pieretto—. Gracias al dinero el padre ha arreglado todo en el mejor de los modos. Eso son cosas que suceden en las mejores familias.
—En la nuestra, no —dijo Oreste.
Intervino Justina, la vieja. Había escuchado todo hasta entonces y ahora se hallaba dispuesta a saltar como un halcón mirando del uno al otro.
—Tiene razón el señor —dijo refiriéndose a Pieretto—, son pecados que se cometen en todos los sitios. Si en vez de dejarlos en libertad como sí fueran perros, padre y madre mandaran en los hijos, les pidieran cuentas…
Continuó así durante un buen rato. La tomó otra vez con el baile, con los baños de mar. Alguna palabra de la hermana, ojeadas de las niñas, nada de ello fue suficiente para detenerla. Lo consiguió, al fin, la vieja Sabina, no sé si criada, abuela o tía, que desde el fondo de la mesa preguntó, parpadeando, de quién se hablaba.
Le gritaron. Ella entonces, resentida, dijo, con aquella voz aguda y estridente, que la casa del Greppo estaba abierta, que el marido de la modista de la estación había visto pasar los baúles, que no sabía nada del muchacho, pero que allá arriba seguro que había mujeres.
Aquella tarde subimos a San Grato, situado al dorso de la colina detrás del pueblo, en donde el padre, allí desde la hora de la siesta, nos recibió con afecto. Los jornaleros regaban de sulfato las hileras, se movían curvados bajo la canícula, con blusas y calzones endurecidos y salpicados de azulete, bombeando desde el morral de hierro el agua coloreada. Los pámpanos goteaban, las bombas chirriaban. Nos detuvimos ante la gran tina llena de agua inocente, profunda y opaca, como un ojo celeste, como un cielo al revés. Le dije al padre de Oreste lo extraño que me parecía tener que regar los racimos de uva con aquella rociada venenosa; los grandes sombreros de los trabajadores estaban manchados de lo mismo.
—Antes —dije—, la uva crecía sin tantos baños.
—¡Vete a saber! —dijo, y gritó algo a un muchacho que dejaba una botella sobre la hierba—. Vete a saber cómo lo hacían antes. Ahora todo son enfermedades. —Miró al cielo dubitativo—. Con tal que no nos caiga un temporal —refunfuñó—. Los temporales lavan la viña y se llevan el sulfato.
Oreste y Pieretto me llamaron desde lo alto. Estaban bajo un árbol dando saltos.
—Vaya, vaya con ellos a comer ciruelas —dijo—, eso si es que han dejado alguna los pájaros.
Atravesé el rastrojo seco y los alcancé en el calabazar. Me parecía estar en el cielo. A nuestros pies, empequeñecida, se veía la plaza del pueblo y una jungla de techos, de escaleras, de gallineros. Le entraban a uno ganas de saltar de colina en colina, de abrazar todo con la mirada. Dirigí la vista adonde terminaba el altiplano, busqué las puntas de los pinos. La gran luz se engolfaba allá abajo, en el vacío de las vertientes. El horizonte temblaba. Entrecerré los ojos y distinguí únicamente polvillo.
El padre nos alcanzó, saltando sobre los terrones.
—Es un pueblo magnífico —dijo Pieretto con la boca llena—. Tú, Oreste, eres un loco si no vives aquí.
—Mi idea —dijo el padre, mirando a Oreste— era que este jovencito frecuentase la Escuela Agraria. Cada vez se hace más difícil aprovechar la tierra.
—En mi pueblo se dice que un agricultor sabe mucho más que un perito agrónomo.
—Y es cierto —dijo el padre—; ante todo, la práctica. Pero ahora se hace todo a base de química y abonos y, para estudiar medicina, que es algo que sirve a los demás, más valía aprender a disfrutar de los bienes propios.
—La medicina es también agraria —dijo Oreste con alegría—. El cuerpo sano es como un árbol que da frutos. Pero si no eres listo no te los dará a ti.
—¿Tiene muchas enfermedades la vid? —dijo Pieretto.
El padre dirigió la mirada hacia la viña de abajo, sobre cuyas hileras se levantaban nubecillas inocentes:
—Sí, muchas. La tierra degenera; será verdad, como dice su amigo, que antes el campo era más sano. El caso es que ahora, apenas uno vuelve la espalda, al día siguiente es ya un mal año.
Sin verlo, oí reír a Pieretto.
—… La tierra es como la mujer —continuaba el padre—. Sois aún jóvenes, pero lo sabréis a su tiempo. No hay un solo día en que no tenga algo la mujer: dolor de cabeza, de espalda, lunática… Debe ser el efecto del mes, la luna que sube y baja. —Nos guiñó el ojo melancólico.
Pieretto rió de nuevo.
—Tú —me asaltó bruscamente—, no sé por qué dices que el campo ha cambiado. El campo lo hacen los hombres, los arados, los sulfatos, el petróleo…
—Se comprende —dijo Oreste.
El padre aprobó.
No hay nada de misterioso en el campo —siguió Pieretto—. Hasta la azada es un instrumento científico.
—No he dicho nunca que la tierra haya cambiado.
—Buen Dios —añadió el padre—, se ve el valor de la azada cuando un campo se abandona. No se reconoce. Parece un desierto.
Miré a Pieretto. Callé, pero me eché a reír. Habló él:
—El pantano es otra cosa.
—¿Qué cosa?
—Distinto de estas viñas, por ejemplo. Aquí reina el hombre, en el pantano los sapos.
—Sapos y culebras están en todo el campo —dije—. Y también los grillos y los topos. Y los árboles y las plantas son iguales en todos los sitios. De día y de noche. Un campo sin cultivar tiene las mismas raíces que éste.
El padre escuchaba pensativo. Se volvió y dijo:
—Si queréis ver un campo inculto ahí están las tierras del Greppo. ¡Dios mío! Todo el día estoy pensando en ese chico y en su padre. Hay cosas que sólo ahora se comprenden. Cuando el abuelo vivía en esa finca sólo se compraba aceite y sal. Mala cosa es poseer tierra y no estar en ella.