Fuimos al día siguiente. Era un curso de agua en mitad de la cuenca que dividía nuestro collado de un altiplano accidentado. Se descendía a través de viñedos, entre campos de maíz, hasta una grieta escabrosa llena de acacias. Allá, un hilo de agua formaba varios estanques sucesivos, uno de los cuales se hallaba al fondo del manantial. Desde aquel lugar lo único que se veía era el cielo y un ribazo de matas. En las horas de calor el sol caía perpendicular.
—¡Qué pueblo! —dijo Pieretto—. Para quedarse en cueros hay que meterse bajo tierra.
Aquél era su juego. Salían de casa hacia mediodía y estaban en aquel lugar una o dos horas, desnudos como culebras, bañándose y revolcándose en el sol dentro de la tierra agrietada. El objeto era atezarse las ingles, las nalgas, cancelar la infamia, ennegrecerlo todo. Luego subían a comer. Cuando yo llegué venían precisamente de allá.
Ahora comprendía aquel hablar y agitarse de las mujeres. No se sabía nada de la idea de Pieretto, pero sea entre hombres, sea en calzoncillos, un baño entre los maizales desarrollaba la fantasía.
Aquella tarde descubrí otras cosas. El primer día que se llega a un sitio es difícil dormir, aunque todos vayan a echar la siesta. Mientras la casa se adormilaba y en todas las habitaciones zumbaban las moscas, bajé la escalera de piedra y fui a la cocina, desde donde salía un rumor sordo, como de cuna, y parloteo. Encontré a una hermanita y a la mamá de Oreste que, con las mangas remangadas, amasaba con vigor sobre la mesa. Una vieja, en una tinaja, fregaba los platos. Me sonrieron diciéndome que estaban preparando la cena.
—¿Tan pronto? —exclamé.
La vieja de la tinaja se volvió con una sonrisa desdentada:
—Comer se hace de prisa —gruñó.
—En esta casa estamos demasiadas mujeres —dijo la mamá de Oreste enjugándose la frente—. Dos hombres o cuatro no aumentan el trabajo.
La niña de las trenzas rubias que echaba agua sobre la harina se encantó mirándome.
—¡Muévete! —dijo la madre—. ¿Eres tonta? —Y continuó amasando.
Me quedé a mirarlas. Les dije que no tenía sueño. Fui al cubo colgado de la pared y estaba a punto de beber en el cazo chorreante cuando la madre gritó:
—¡Dina, dale un vaso!
—No lo necesito —dije—; cuando era chico en mi pueblo también bebía así.
Me puse a hablar con ellas de mis establos, de mis huertos regados, de los prados.
—Menos mal que ya conoce el campo —comentó la madre—. Así ya sabe lo que es.
Se habló entonces de Pieretto, que estaba acostumbrado a otra vida y había vivido siempre en la ciudad.
—No se preocupe de él, señora —le dije riendo—. Nunca ha estado tan bien como ahora. —Le hablé entonces de aquel padre loco que tenía y que los había llevado de aquí para allá viviendo en conventos, villas y hasta buhardillas—. A Pieretto le gusta hacer diabluras y bromear, pero no pasa de ahí, es todo alegría. Cuando se le conoce bien, gana el ciento por ciento.
—Aquí ha de contentarse con Oreste —dijo la madre, que seguía amasando—. Nosotras somos mujeres ignorantes.
La ignorancia era el mal menor. Claro que eso no se lo dije, pero me alegraba que en aquella casa no hubiera más que mujeres maduras y niñas. Figurémonos una chica de nuestra edad, hermana de Oreste, y nosotros alrededor de ella. O una amiga, una Carlota cualquiera. En cambio, la niña mayor era Dina que tenía once años; aquella que en la mesa se había llevado las manos a la boca para reírse.
Cuando pregunté por un estanco, la madre ordenó a Dina que me acompañase. Salimos juntos a la plaza y volvimos a recorrer la calle de aquella mañana. El viento había cedido y, a la sombra de las casas, mujeres y viejos tomaban el fresco. Volvimos a pasar por el jardín de las dalias y noté que entre una casa y otra se abría el vacío del valle, apareciendo a nuestra misma altura colinas como islas en el aire. La gente nos miraba, con recelo; la pequeña Dina caminaba a mi lado arregladita y limpia y hablaba de ella. Le pregunté dónde estaban las viñas de su padre.
—En San Grato. —Y me indicó la espalda amarilla de nuestra colina que se vislumbraba sobre las casas al otro lado de la plaza—. Allí está la que hace la uva blanca. Luego está el Rasotto con el molino. —E indicó en el valle un declive de pradería y arbolado—. Allá celebran la fiesta detrás de la estación. Ya ha sido este año; hubo fuegos artificiales. Los vimos desde la terraza con mamá.
Le pregunté quién trabajaba la tierra.
—¿Quién? —me miró estúpidamente—. Los jornaleros.
—Creí que tú con tus hermanas y tu padre.
—¡Oh! No tenemos tiempo —Dina me miró extrañada—. Ya hay bastante con vigilar si se han hecho los trabajos. Papá los manda y luego vende la cosecha.
—¿Te gustaría trabajar la tierra? —pregunté.
—Se vuelve una morena y, además, es trabajo de hombres.
Cuando salí de la tienda, un sótano oscuro que olía a azufre y a algarrobas, Dina me esperaba muy seria.
—Muchas mujeres toman el sol en el mar —dije—. Está de moda volverse morenas. ¿Has visto el mar?
Me habló de todas estas cosas durante el camino. Dijo que al mar iría cuando se casara, no antes. El mar es un sitio adonde no se debe ir sola, ¿quién podía llevarla ahora? Oreste no, era demasiado joven.
—Tu mamá.
Mamá, dijo Dina, era una mujer demasiado a la antigua. Decía que para hacer algo importante antes había que casarse.
—¿Vamos a ver la iglesia?
La iglesia estaba en la plaza; era grande, de piedra blanca, con ángeles y santos en las hornacinas. Abrí la puerta y Dina miró al interior. Entramos y ella se arrodilló y santiguó. Contemplé la iglesia un momento en la sombra fresca y colorada. Al fondo blanqueaba el altar como un pedazo de turrón, muchas flores y una lucecita.
—¿Quién trae las flores a la Virgen? —pregunté.
—Las niñas.
—¿Y recoger las flores en el campo no os vuelve morenas? —le hice la pregunta en voz baja.
Al salir tropezamos en la puerta con una vieja: Justina. Se apartó muy dignamente; me reconoció, reconoció también a la niña y apretó los labios en forzada sonrisa. Me aproveché de su estupor para bajar los escalones, pero la vieja no pudo aguantarse, se volvió y exclamó:
—Eso está muy bien hecho; ante todo, Dios. ¿Ha conocido ya al párroco?
Balbucí que había pasado por allí casualmente, sin intención alguna, movido por la curiosidad.
—No hay por qué avergonzarse —dijo—; ha hecho algo bien hecho. Nada de respetos humanos. Me ha consolado verlo.
La dejamos allí y atravesamos la plaza. Dina me dijo que la vieja estaba a todas horas en la casa parroquial y que plantaba todos los trabajos de casa, el lavado de la, ropa, el fregote, la costura, lo que fuera con tal de no perder una sola función.
—Si todos hicieran como tú —decía la mamá—, ¿adónde iría la casa?
—Al paraíso —contestaba Justina.
Otras cosas sucedieron aquel día, otros encuentros. Por la noche comimos y bebimos, dimos vueltas por el pueblo bajo las estrellas.
Pensaba en ello al día siguiente, tendido junto al manantial, bajo el sol feroz, mientras Oreste y Pieretto se remojaban como chiquillos. Desde mi sitio veía el cielo descolorido por el reverbero solar y sentía bajo mí temblar y zumbar a la tierra. Pensaba en aquella idea de Pieretto que decía que el campo calcinado bajo el sol de agosto hace pensar en la muerte. No iba equivocado. El estremecimiento de hallarnos allí desnudos y de saberlo, de escondernos a todas las miradas y bañarnos ennegrecidos como troncos de árboles, era algo siniestro, más bestial que humano. Adivinaba en la alta pared de la hoya, matorrales, raíces y filamentos como negros tentáculos: la vida interna y secreta de la tierra. Oreste y Pieretto, más acostumbrados que yo, charlaban, saltaban, se revolcaban y se burlaban de mis caderas pálidas e infamantes.
Nadie podía sorprendernos allá porque si se movían las cañas producían un ruido más que rumoroso. Estábamos bien seguros. Oreste, dentro del agua, decía:
—¡Tomad el sol por todos lados hasta volveros como toros!
Era extraño pensar desde allá abajo en el mundo de arriba, en la gente, en la vida. La noche antes habíamos dado vueltas y más vueltas por el pueblo, por la plaza, animados por el vino y por el fresco; saludábamos y reíamos con la gente; habíamos oído cantar. Había un grupo de jóvenes que gritaba y llamaban a Oreste; el párroco, que paseaba a la sombra de las casas, y no nos perdía de vista. Palabras y bromas cambiadas bajo las estrellas, sin ver bien las caras, con una mujer, con un viejo, con alguno de nosotros, y que me produjeron una extraña alegría, un sentido festivo e irresponsable que los asaltos del viento tibio, el parpadeo de las estrellas y las luces lejanas prolongaban hasta el porvenir, a la vida entera. Los niños en la plaza se perseguían ensordecedores. Habíamos hecho proyectos, nombrado los pueblos diseminados por los alrededores, hablado de los vinos que había que beber, de los placeres que nos esperaban, de la vendimia.
—En septiembre —dijo Oreste—, iremos a cazar.
Y entonces me acordé de Poli.