IX

La casa de Oreste era como una terraza rosácea y áspera y dominaba, en la gran luz, un mar de valles y barrancos que hacía daño a los ojos. Había corrido durante toda la mañana por la llanura, una llanura que conocía, y, desde la ventanilla, había visto las herrumbrosas arboledas de mi infancia, espejos de agua, ocas, prados. Pensaba en ello todavía cuando ya el tren corría ligero entre escarpados abruptos donde había que mirar hacia el alto para ver el cielo. Entre bochorno y polvo me encontré en la placita de la estación, los ojos llenos de lomas calcinadas. Un grueso carretero me mostró el camino. Debía subir, subir, porque el pueblo estaba arriba. Arrojé la maleta al carro y, al paso lento de los bueyes, subimos a la misma marcha.

Llegamos arriba por entre viñedos y rastrojos secos. A medida que las vertientes se ensanchaban a mis pies, distinguía nuevos pueblos, nuevas viñas, nuevas cuestas. Pregunté al carretero quién había plantado tantas vides y si bastaban los brazos para trabajarlas. Él me miró con curiosidad; hablaba intentando saber quién era yo. Dijo:

—Las viñas han estado siempre, eso no es como hacer una casa.

Bajo el murallón que sostenía el pueblo estuve a punto de decirle qué idea habían tenido de plantar las casas allá arriba, pero aquellos ojos guiñando en el rostro oscuro me hicieron callar. Respiraba ahora un olor de aire y de higos y me pareció sentir la brisa marina. Respiré con fuerza y dije:

—¡Qué aire más rico!

El pueblo era una calle llena de piedras a cuyos lados se abrían patios y alguna villa con balcones. Vi un jardín lleno de dalias, clavelillos y geranios —dominaban los colores escarlata y amarillo— y flores de judías y calabazas. Entre las casas se veían ángulos frescos, escaleras, gallineros, viejas campesinas sentadas. La casa de Oreste estaba en un rincón de la plaza, sobre el mirador de las murallas, y tenía un rosáceo color jaspeado; era una verdadera villita descolorida por las hiedras y el viento. Porque allá arriba tiraba el viento incluso a aquella hora; me di cuenta apenas desemboqué en la plaza y el carretero me indicó la casa. Estaba sudando y fui derecho hacia los tres escalones de la puerta. Llamé con la aldaba de bronce.

Mientras esperaba miraba a mi alrededor: el revoque, áspero en aquella luz; un manojo de hierba sobre la terraza contra el cielo; el gran silencio meridiano. En el estrépito del carro que se alejaba pensé que aquéllos, para Oreste, eran lugares familiares, que había nacido y crecido allí, que debían decirle quién sabe el qué. Pensé en los lugares que hay en el mundo y que pertenecen a alguien, que ese alguien lo lleva en la sangre y ningún otro lo sabe. Volví a llamar con la mano.

Me respondió una mujer a través de las persianas. Exclamó, se informó, refunfuñó. Ni Oreste ni su amigo estaban en casa. Me dijo que esperara; pedí excusas por haber llegado a aquella hora; finalmente abrieron.

Por todos los sitios aparecían mujeres; viejas, criadas, niñas. La madre de Oreste, una mujerona con el delantal de cocina, me acogió agitada, se informó de mi viaje, me hizo entrar en una estancia a la sombra (cuando abrió las ventanas me di cuenta de que era un salón con porcelanas y cuadros, fundas en los muebles, un biombo de bambú, jarrones de flores), me preguntó si quería café. Se olía a pan y a fruta. Se sentó ella también y me entretuvo con la sonrisa de superioridad de Oreste entre los labios. Me dijo que Oreste regresaría en seguida, que los hombres volverían pronto, que se comía dentro de una hora y que todos los amigos de Oreste eran buenos: ¿no iban juntos a estudiar? Luego se levantó y dijo:

—Hace viento. —Y cerró las persianas—. Usted perdonará, tendrán que dormir juntos. ¿Quiere refrescarse un poco?

Cuando llegaron ellos yo conocía ya toda la casa. Nuestra habitación daba al vacío, sobre las colinas lejanas; nos lavábamos en un barreño, salpicando los ladrillos rojos.

—No haga caso si se moja el suelo, eso espanta a las moscas.

Había ya salido al mirador, bajado a la cocina; las mujeres trabajaban en el hogar sobre el fuego crepitante; había deshojado un almanaque y viejos libros de escuela en el despacho del padre, adonde éste entró luego vociferando, pero yo lo conocía por las fotografías del salón. Llevaba bigotes y me encendió el cigarrillo y me habló de muchas cosas. Quería saber si yo también venía de la playa, si mi padre poseía tierras, si había estudiado para cura como mi amigo. Procedí con cautela y le dejé hablar; después de todo era posible eso también.

—¿Se lo ha dicho Oreste?

—Ya sabe lo que ocurre —dijo—, se habla; las mujeres creen estas cosas, quieren creer. Pieretto sabe mucho de curas, ha estudiado, habla del seminario y de las reglas. Mi cuñada quiere hablar con el párroco.

—Eso se dice por decir, ¿aún no lo han conocido?

—Para mí… —dijo el hombre de los bigotes— son todo historias para pasar el rato. Pero las mujeres pierden la cabeza.

—Lo mismo dice su padre. —Le conté entonces cómo había estado Pieretto en el convento, que a causa de ello había llegado a comprender a los curas, que los había visto trabajar y eso que ni él ni su padre eran creyentes—. Se divierte, eso es todo.

—Me gusta, me gusta mucho —dijo—. Pero, por favor, no hable de ello. ¡Dentro de un convento! ¡Hay que ver!

—Llegaron Oreste y Pieretto, despechugados. Me dieron palmadas en la espalda. Estaban negros y famélicos y fuimos a la mesa en seguida. A la cabecera se colocó el padre; las mujeres iban y venían, viejas tías, hermanitas. Conocí a la víctima de Pieretto, la cuñada Luisa, una vieja rubicunda sentada al otro lado de la mesa. Las niñas bromeaban, se burlaban de ella y hablaban de ciertas flores para el altar que el sacristán había puesto en el agua bendita. Se aludió a la Virgen de agosto. Yo observaba a todos. Parecía que Pieretto estaba advertido: comía y callaba.

No sucedió nada. Hablamos de los baños de Oreste. Yo dije que había ido al Po a tomar el sol y que el río estaba lleno de bañistas. Las niñas escuchaban con atención. El padre dejó que terminara y luego dijo que sol había en abundancia en todos los lados, pero que a la Riviera, en su tiempo, no iban más que los enfermos.

—No se va por el sol —dijo Pieretto—, ni siquiera por el agua.

—¿Por qué se va? —preguntó Oreste.

—Para ver a tu prójimo desnudo como tú mismo.

—¿También en el Po —preguntó solícita la madre— hay establecimientos balnearios?

—¡Ya lo creo! —dijo Oreste—. Y se canta y se baila.

—Desnudos —sentenció Pieretto.

La vieja Justina gruñó al fondo.

—Comprendo los hombres —dijo con desprecio—, pero que vayan muchachas es una vergüenza. Tendrían que dejarlos solos.

—No querrá que bailen entre hombres —dijo Pieretto—. Sería una indecencia.

—Más indecencia es una chica que se desnuda al aire libre —gritó la vieja.

Continuamos comiendo con apetito y la conversación siguió. A veces eran cosas de ellos, murmuraciones del pueblo, cuestiones de trabajo, de tierras, pero apenas Pieretto abría la boca, la atmósfera se caldeaba. De no haber sido porque íbamos juntos y su conducta se convertía en la mía, hubiera podido divertirme. En cambio, Oreste me miraba contento, le reían los ojos, era feliz viéndome en su casa. Le amenacé con la mano y luego, con los dedos, le hice seña del que camina. No entendió y lanzó a su alrededor una ojeada cómica. Creía que ya estaba aburrido de estar en la mesa.

—Bonita broma —les dije—. ¿No teníamos que venir a pie?

Oreste se encogió de hombros.

—Ya te hartarás de ir por campos y viñedos —me dijo—; hemos venido aquí para eso.

El padre no había comprendido. Le explicamos el proyecto que teníamos de ir a pie desde Turín. Una hermanita de Oreste puso un gesto de estupor y se llevó las manos a la boca.

—No tiene sentido; para eso hay un tren —dijo el padre.

—Pero es bonito ir a pie cuando todos van en tren —saltó Pieretto—. Es una moda como la de los baños de mar; ahora que todo el mundo tiene baño en casa, es bonito dárselo fuera.

—Habla por ti, que has estado —dije yo.

—Hay que ver cómo es la gente —dijo el padre—. En mis tiempos, la moda sólo era para las novias.

Nos levantamos de la mesa entorpecidos y adormilados. Las mujeres no me dejaron un momento el plato vacío y el padre, a mi lado, no cesaba de llenarme el vaso.

—Vaya a dormir, que hace calor me dijeron.

Subimos, los tres a la tórrida habitación. Para reanimarme me lavé la cara en el blanco barreño y le dije a Oreste:

—¿Hasta cuándo dura la fiesta?

—¿Qué fiesta?

—La del engorde. Aquí se come una viña por vez.

—Si llegas a venir a pie… —dijo Pieretto.

Oreste se reía en la luz rasgada de las persianas cerradas. Se había quitado la camisa y me enseñó los músculos negros y rotundos.

—Se está bien —dijo, y se tumbó en la cama.

—Oreste ha tomado gusto a tocar y a bailar —dijo Pieretto—. Cuando está en el baile cree hallarse en el mar. Aún lo huele cuando ve una chica.

—Estos campos sí que huelen bien de verdad —dije, apartando un poco la persiana—. Mira allá abajo, eso sí que parece un mar.

—Se te permite porque es el primer día —dijo Pieretto—. Contempla hoy el panorama, mañana será distinto.

Los dejé hablar y reír a su modo.

—Estáis contentos —dije—. ¿Qué pasa?

—Has comido, has bebido, ¿qué más quieres? —dijo Pieretto.

—¿Quieres fumar una pipa? —me ofreció Oreste. Aquel tono de conjura en la habitación oscura me fastidió un poco. Dije a Pieretto:

—Has escandalizado a las mujeres de esta casa. Siempre serás el mismo. Terminarán por arrojarte de aquí.

Oreste se sentó en la cama:

—Basta de bromas. Os quedaréis hasta la vendimia.

—¿Y qué haremos durante todo el agosto? —refunfuñé. Me quité la camiseta por encima de la cabeza. Cuando lo conseguí, oí a Pieretto:

—Está negro como un cangrejo.

—También en el Po brilla el sol tanto o más que en la Riviera.

Ellos seguían riendo.

—¿Qué os pasa? ¿Estáis borrachos?

—Enséñanos el ombligo —dijo Oreste. Aparté un poco el cinturón de los pantalones y mostré una faja de vientre pálido. Ellos gritaron:

—¡Infame! ¡Él también! ¡Comprendido!

—Estás señalado —dijo Pieretto con aquel modo suyo tan abominable—. Vendrás al pantano con nosotros. No hay que tener miramiento alguno; al sol no se le puede esconder nada.