VIII

No volví a verla porque me fastidiaba la historia del aceite, de la piscina, del pacto implícito en el juego. En realidad estaba mucho mejor solo y tampoco era la primera chica que me desilusionaba. Quiero decir, que en vez de presumir con Pieretto de una gran aventura, le diría que no hay mujer que valga una mañana de agua y de sol. Sabía de antemano la respuesta:

—Una mañana, no, pero una noche, sí.

A Oreste, en el mar con Pieretto, no me lo imaginaba. El año anterior había ido yo con Pieretto y su hermana, pero no Oreste. Él había escapado a su pueblo, arriba, en lo alto de las colinas. «No sé qué encuentra —decía Pieretto—; tendremos que ir nosotros». Así había nacido el proyecto de ir a pie, pero durante el invierno Oreste nos disuadió de ello porque decía que era mejor pasar un mes entre las viñas que en la carretera. No se equivocaba, pero Pieretto rebatía que no. Él no era un tipo calmo y ya el año anterior, cada mañana, buscaba una playa nueva, metía las narices en todos los sitios y hacía amistades de una punta a otra de la costa. Figones o grandes hoteles, para él era lo mismo; no tenía preferencias. No sabiendo un dialecto, hablaba todos. Decía: «Esta noche al casino a jugar». Y ya se tratase del bañero, del dueño, o de una vieja que alquilaba habitaciones, encontraba siempre el punto de menor resistencia y pasaba la noche jugando en el casino. Daba risa verlo, pero con las mujeres no tenía suerte; su manera de ser con ellas era del todo inútil. Las atontaba a palabrería, las ahogaba prácticamente; luego perdía la paciencia, se volvía insolente, fracasaba. No estaba muy seguro de lo que buscaba en ellas. «Para gustar a las mujeres —le consolaba yo— hay que pasar por estúpido». «No es cierto, no es suficiente —decía—; es necesario ser estúpido». Era bajo de estatura, con el pelo ensortijado y de piel oscura, mejillas secas. Parecía nacido para arrancar la chica a cualquiera, tanto si reía como si le guiñaba el ojo. Frente a Oreste, grueso y huesudo, y a mí, no había duda que él era el más atrayente. Y, sin embargo, ni siquiera en la playa conquistaba una chica. «Te agitas demasiado —le decía—; no das tiempo a que te conozcan. Una chica, ante todo, quiere saber con quién se juega el tipo».

Íbamos por la carretera de la costa, a pie, sobre el mar, buscando cierta playita.

—Aquí tienes las mujeres y aquí tienes el baño —me dijo.

Allá abajo, empequeñecidas por la distancia, se desnudaban Linda y Carlota, la hermana y una amiga, una muchacha bien hecha, más adulta que nosotros. De encontrarla en el paseo nos hubiéramos vuelto a mirarla.

—Nos esperan —dijo él.

—La ha traído Linda para ti.

Pieretto levantó una mano hacia el sol y lanzó un gran grito. Pero el susurro del mar, que arriba apenas llegaba, debió de cubrir la voz. Entonces arrojamos piedras. Las chicas alzaron la cabeza y se movieron. Debían de gritar algo que nosotros no oímos.

—Bajemos —dije.

Para llegar hasta ellas tuvimos que nadar. Jugamos con las chicas sobre los escollos y entre las salpicaduras del agua; luego me tendí bajo el peso del sol a quemarme, mirando la espuma que corría por la arena. Pieretto entretenía a la hermana y a la amiga. Recuerdo que comimos melocotones.

Hablaban de los huesos, de los trozos de periódico que se encuentran en las playas desiertas. Él decía que en el mundo no hay un solo rincón virgen; decía que hay demasiada gente que cree que las nubes y el horizonte marino son puros y salvajes. Decía que la vieja pretensión del hombre de encontrar una mujer intacta era un residuo del mismo gusto. «La estúpida manía de llegar el primero». Carlota, con el pelo sobre los ojos, le hacía frente. No comprendía la broma y reía resentida.

Precisamente a ella con este discurso. Carlota era una chica que decía sencillamente: «Madre mía, qué preciosidad». Y lo decía del mar, de un niño, de un gato. Tenía, eso sí, varios amigos para la playa y para el baile, pero sostenía que podía sufrir el frecuentar en la ciudad a quien la había visto desnuda en la playa. Con Linda paseaban de bracete.

Pieretto no hacía caso de esas cosas. Linda, desde la roca donde estaba, le dijo que callase. Él, entonces, se puso a hablar de la sangre, dijo que el gusto de lo intacto y de lo salvaje es esparcir la sangre.

—Se hace el amor para herir, para esparcir sangre —explicó—. El burgués que se casa y pretende una virgen, quiere sentir esa satisfacción.

—¡Cállate! —gritó Carlota.

—¿Por qué? —preguntó él—. Todos esperamos que nos toque al menos una vez.

Linda se levantó, se estiró al sol y propuso una nadada.

—Y se va al monte a cazar por el mismo motivo. La soledad en el campo da sed de sangre.

Desde aquel día no se vio más a la bella Carlota en los lugares intactos.

—Estáis frescos —comentó Linda.

Era así como Pieretto se jugaba las chicas, sosteniendo, además, haber maniobrado en ventaja suya. Luego descubría lugares nuevos, gente nueva y todo cambiaba. Terminada la temporada de baños, las únicas amistades que había hecho eran el dueño de cualquier garito y algún viejo jubilado.

De aquella playita escondida me acordé durante mucho tiempo. En el fondo, el mar, grande e inaferrable, no me decía gran cosa. Me gustaban los lugares que tenían forma, sentido —ensenadas, caminitos, terrazas, olivares—. A veces, de bruces sobre una roca, contemplaba una piedra grande como el puño que, contra el cielo, parecía una enorme montaña. Estas son las cosas que me gustan.

Ahora pensaba en Oreste y en que era el primer año que él veía el mar. Estaba seguro de que Pieretto no lo dejaría dormir y los sabía capaces de todo, desde bañarse desnudos. Luego estaban Linda y sus amigas, y el padre, persona imprevista y violenta. Añoraba ciertas madrugadas antelucanas y el paseo furtivo a lo largo del mar bajo la tibieza de las últimas estrellas. Estaba seguro de que Oreste no necesitaba condimento alguno para disfrutar de sus vacaciones, pero hubiera pagado por oírle decir, llevándole en la barca sobre el Po, si aquel mundo le convenía.

En cambio, ni él ni Pieretto volvieron por Turín. Volvió Linda, que trabajaba en una oficina y me telefoneó a principios de agosto.

—Óigame bien —me dijo—; sus amigos le esperan en un pueblo que no sé cómo se llama. Podemos vernos y le daré las instrucciones.

Le dije un nombre —las colinas de Oreste. Era allí. Aquellos dos se habían ido directamente.

La encontré antes de cenar delante de un café. Estaba tan bronceada que al principio no la reconocí. También esta vez me habló riendo, como se suele reír con los muchachos.

—¿Me invita a un vermut? —me dijo—. Es una costumbre de la playa.

—¡Qué rabia da volver en agosto! —suspiró, sentándose y cruzando las piernas—. ¡Bendito de usted que no se ha movido aún de aquí!

Hablamos de los otros dos.

—No sé lo que habrán hecho —dijo—. Yo los he dejado chapotear en el agua; son ya bastante grandes. Este año tenía mis propios amigos, gente ya hecha, demasiado para vosotros…

—¿Qué hace la bella Carlota?

Ella rió abiertamente.

—A veces, Pieretto abusa. Todos somos así en la familia. También a mí me sucede. Somos tremendos. Y con los años empeoramos.

No le llevé la contraria. La miraba de soslayo. Ella se dio cuenta y me hizo una mueca.

—De acuerdo —dijo—, no volveré a tener vuestros veinte años, pero tampoco soy vieja.

—Viejo se nace —sentencié—, no se vuelve.

—Ésta es una de las salidas de Pieretto —gritó—. ¡De las suyas!

—Soltamos una al día —contesté con una mueca—. Hasta que decimos basta.