VII

Aquel verano iba a menudo al Po. Una hora o dos por la mañana. Me gustaba sudar remando para luego arrojarme al agua fría, aún oscura, que entraba en los ojos y los lavaba. Iba casi siempre solo porque a aquella hora Pieretto dormía. Si venía él, gobernaba la barca mientras yo nadaba. Remontábamos la corriente bajo los puentes a fuerza de remar, a lo largo de la ribera amurallada, para salir, entre márgenes y árboles, a un lado de la colina. La colina era bonita al volver, fumando la primera pipa. A pesar de estar ya en el mes de junio, en aquella hora le velaba una neblina húmeda, un hálito fresco de raíces. Fue, sobre las tablas de aquella barca, cuando empecé a tomar gusto al aire libre y comprendí que el placer del agua y de la tierra continúa más allá de la infancia, más allá de un huerto o de un frutal. La vida, pensaba yo aquellas mañanas, es como un juego bajo el sol.

Pero no jugaban aquellos hombres que recogían la arena con el agua a las rodillas: izaban, jadeando, paladas de barro, y las arrojaban a la barcaza. Al cabo de una o dos horas, la barcaza descendía llena, a flor de agua, y el hombre, delgado y ennegrecido, con un chaleco sobre el torso desnudo, la gobernaba lentamente con una pértiga. Descargaba su arena en la ciudad, pasados los puentes, y volvía a remontar el río. Lo remontaban a grupos, bajo el sol cada vez más alto. Pero cuando yo dejaba el río, ellos habían hecho ya dos o tres viajes. Y durante todo el día, mientras daba vueltas por la ciudad, mientras estudiaba, hablaba, descansaba, aquellos hombres subían y bajaban por el río, descargaban, saltaban al agua, se cocían al sol. Pensaba en ello especialmente durante la noche, cuando empezaba nuestra vida nocturna y aquéllos volvían a sus casas, barracas cerca del río, pisos populares, y se tumbaban a dormir. O en la taberna se echaban un trago. Cierto, también ellos veían el sol y la colina.

Cuando sudaba remando, mi sangre permanecía fresca durante todo el día vigorizada por el contacto con el río. Era como si el sol, el peso vivo de la corriente me hubieran infundido una virtud, una fuerza ciega, alegre e íntima, como la de un tronco o un animal de los bosques. También Pieretto, cuando venía conmigo, gozaba de la mañana. Descendiendo hacia Turín, arrastrados por la corriente, lavados los ojos por el sol y el agua, nos secábamos boca arriba y la colina, la orilla, las villas y las manchas de los árboles lejanos se recortaban en el aire.

—Si uno hiciera todos los días esta vida —decía Pieretto— se convertiría en un animal.

—No tienes más que mirar a los areneros.

—Ésos no —dijo—; ésos sólo trabajan. Un animal de salud y de fuerza… de egoísmo. A eso me refiero al dulce egoísmo que engorda.

—¿Acaso es mía la culpa? —refunfuñé.

—¿Y quién te acusa? Nadie tiene la culpa de haber nacido. La culpa es de los otros. Siempre de los otros. Nosotros vamos en barca fumando en pipa.

—Es decir; no somos bastante animales.

Pieretto reía.

—¡Quién sabe lo que es un verdadero animal! Un pez, un mirlo, una lagartija, a lo mejor una ardilla. Hay quien dice que en el interior de cada bestia hay un alma… un alma en pena. Eso sería como el purgatorio…

—No hay nada que sepa tanto a muerte —continuó— como el sol del verano, de la gran luz, de la naturaleza exuberante. Tú hueles el aire y sientes el bosque y te das cuenta de que a los árboles, plantas y animales no les importa nada. Todo vive y se consume por sí mismo. La Naturaleza es la muerte…

—¿Qué tiene que ver en eso el purgatorio? —pregunté.

—No hay otro modo de explicar la Naturaleza —contestó—. O no es nada, o las almas están dentro.

Era esta una vieja conversación. Y era también lo que más irritaba de Pieretto. Yo no soy como Oreste, que cuando le oía aquellas salidas se encogía de hombros y se echaba a reír. Cada palabra que sabe a campo me toca de cerca y me sacude. No conseguía, así como así, encontrar las palabras justas para responderle, de forma que me callaba y seguía manejando la pagaya.

También él se bebía con los ojos el agua goteante. Fue él quien el año anterior había dicho: «¿Qué diablos hacéis con el Po? ¿Por qué no vamos?». Así había roto aquella timidez nuestra, de Oreste y mía, que no hacíamos una cosa simplemente porque no la habíamos hecho nunca.

Pieretto hacía pocos años que estaba en Turín. Antes había vivido en varias ciudades, detrás de su padre, arquitecto sin paz ni sosiego que plantaba y levantaba a capricho el campo y la familia. En cierta ocasión, en Puglia, los había finalmente colocado en un convento y dejado a madre e hija con las monjas, mientras ellos vivían con los frailes en una celda, desde donde el viejo vigilaba ciertos trabajos de restauración. «Mi padre —decía Pieretto— nunca ha sabido manejar a los curas. Le dan miedo. No puede sufrirlos y reñía con ellos porque tenía terror a que pudiera hacerme cura o fraile». Ahora el viejo, un gigante con la camisa abierta, se había calmado y se contentaba con Turín. Tenía a la familia allí pero él iba de aquí para allá. Las pocas veces que lo había visto bromeaban él y el hijo, se daban consejos, hablaban como yo no sabía que se pudiera hablar a un padre. En el fondo, aquella manera demasiado libre no me gustaba, y el padre parecía un nuestro e inútil coetáneo.

—Tú estabas mejor en el convento —le decía Pieretto— porque vivías como un soltero.

—Historias —decía el viejo—. Se está bien allí donde se tiene el alma en paz. Y si no, mira cómo engordan los frailes.

—Los hay también delgados.

—Ésos se han equivocado, son gente triste. Fea señal ser santo. No saben estar en compañía.

—Es como viajar en moto —decía Pieretto—. Como si un fraile fuera en moto, ¿quién puede creerlo?

El viejo lo miró con sospecha.

—¿Y qué hay de malo en ello?

—Nada —contestó su hijo—. Ahora un santo es como un fraile que va en moto.

—Un anacronismo —dije yo.

—La vieja tienda —dijo el viejo irritado—. La religión es como una tienda vieja. Ellos lo saben mejor que nosotros.

Aquel año el viejo trabajaba en Génova. Tenía un contrato y Pieretto iría allí a bañarse. La hermana se fue por aquellos días y él quería que fuéramos nosotros, Oreste y yo, para ver un poco de gente. Pero existía el viejo proyecto de ir al pueblo de Oreste. En mi casa los excesos no gustaban y el Po me disculpaba de ir al mar. Decidí permanecer solo en Turín, esperando que ellos volvieran para luego echarnos el saco a la espalda y emprender el camino hacia el campo.

Nunca hubiera pensado que aquel principio de verano en la ciudad podía gustarme tanto. Sin los amigos, ni una cara conocida por las calles, pensaba en los días pasados, iba en barca, imaginaba cosas nuevas. La hora de más inquietud era la noche y eso se comprende, pues Pieretto me había viciado. La más bonita, al mediodía hacia las dos, cuando las calles vacías no contenían más que una raya de cielo. Una cosa que hacía a menudo era sorprender alguna mujer en la ventana; aburrida, absorta como sólo las mujeres saben estar. Al pasar levantaba la cabeza y entreveía un interior, una habitación, un trozo de espejo. Llevaba conmigo aquel pequeño placer. No envidiaba para nada a mis dos socios, que a aquella hora vivían en las playas, en los cafés, entre las bañistas bronceadas y semidesnudas. Claro que se divertían mucho pero también volverían. Mientras, yo paseaba por las mañanas, me tostaba al sol, disfrutaba lo mío. También al Po venían chicas, gritaban desde las barcas, a la orilla del Sagone; hasta los areneros levantaban la cabeza y reían. Yo sabía que un día u otro conocería alguna y que algo sucedería; me imaginaba los ojos, las piernas, los hombros, una mujer estupenda, y remaba y fumaba en pipa. Era difícil en el agua, de pie sobre la barca, colocando el remo verticalmente, no comportarse como un atleta, un primitivo, no escrutar el horizonte o la colina. Me preguntaba si la gente como Poli hubiera gustado de aquel placer y comprendido mi vida.

Llevé una chica al río hacia finales de julio, pero no hubo nada de estupendo ni de nuevo. La conocía, era dependienta en una librería, huesuda y miope, pero se cuidaba las manos y tenía cierto aire lánguido. Fue mientras yo miraba unos libros cuando ella me preguntó dónde tomaba el sol. Prometió, feliz, que iría conmigo al río el próximo sábado.

Llegó con un trajecito de baño blanco debajo de la falda. Se la quitó dándome la espalda y riendo. Luego se tumbó sobre los cojines de la barca quejándose del sol y contemplándome remar. Se llamaba Teresina —Resina—. Cambiamos algunas palabras acerca del calor, de los pescadores, de los establecimientos balnearios, de Moncalieri. Más que del río, ella hablaba de piscinas. Me preguntó si iba a bailar. Con los ojos entrecerrados parecía distraída.

Detuve la barca bajo los árboles y me arrojé al agua. Ella no se bañó porque se había untado con aceite y olía a toilette. Cuando salí del agua goteando me dijo que nadaba muy bien y se puso a pasear por la orilla. Las piernas largas, enrojecidas, no eran feas. No sé por qué, me dio pena. Le puse los cojines sobre las piedras y me dijo que cogiera la botellita de aceite y le untara la espalda, adonde ella no llegaba. Arrodillado le froté con los dedos y reía y me decía que fuera bueno. Reía apoyando su nuca en mis labios. Retorciéndose, me besó en la boca. Sabía lo que hacía. Le pregunté: «¿Por qué te has dado tanto aceite?».

Y ella, nariz contra nariz: «¿Qué quieres hacer, canalla? ¡Eso está prohibido!».

Continuó riendo con aquellos ojos pequeñitos y me dijo por qué no me daba también aceite. La apreté cuerpo contra cuerpo. Ella se apartó y dijo: «¡No, no, date aceite!».

No pasó de unos cuantos besos, aunque aceptó el ir detrás de las matas. Pasado el primer despecho me alegré que todo terminara allí. Bajo el sol, sobre la hierba, aquel perfume y nuestros cuerpos desentonaban. Son cosas que se hacen en una habitación de la ciudad. Un cuerpo desnudo no es bonito al aire libre. Me aburría, ofendía aquel lugar. Acepté acompañarla a una piscina en donde Resina, feliz, miró a los otros bañistas y tomó gaseosa con una caña.