VI

Los dejamos en la puerta del hotel, bajo la escuálida luz de la mañana perdida. El reverbero del sol en los escaparates me hería los ojos. Atravesé con Pieretto los jardines. No hablamos; yo pensaba en Oreste.

—Hasta la vista —dije al llegar a la esquina.

Fui a casa y me arrojé sobre la cama. Oí a mi madre agitarse en el pasillo y retrasaba el momento del encuentro. No quería dormir, sólo recuperarme un poco. En mi cansancio me era fácil no pensar en la noche, en el desorden, en los sollozos de Rosalba, y hundiéndome en aquel cielo que había soñado en el duermevela bajo la luz fresca, me detenía en las callecitas del pueblo, miraba hacia arriba. Conocía esa clase de aldeas amontonadas en el campo. Conocía también el huerto de verano de la casa de los viejos adonde mis padres me enviaban cuando era chico, un pueblo en la llanura, entre acequias y cercados de árboles, de callecitas con los soportales bajos y rajas de cielo altísimas. De mi infancia no me quedaba otra cosa que el verano. Las estrechas calles que desembocaban en los campos por todas partes, de día y de noche, eran las cancelas de la vida y del mundo. Gran maravilla era un coche ruidoso, llegado quién sabe de donde y que atravesaba el pueblo por la calle principal para desaparecer quién sabe hacia donde, hacia qué nuevas ciudades, hacia el mar, entre el remolino de los muchachos y del polvo.

Me vino la idea, en la oscuridad de mi cuarto, de atravesar las colinas, con la mochila a la espalda, acompañado de Pieretro. No envidiaba los coches, porque en coche se atraviesa, pero no se conoce una tierra. «A pie —le decía a Pieretto— vas verdaderamente por el campo, tomas los senderos, costeas las viñas, ves todo. Es la misma diferencia que existe entre mirar el agua o arrojarte dentro. Mejor un pordiosero, un vagabundo». Pieretto reía en la oscuridad y me decía que hoy se encuentra gasolina por todo el mundo.

—No es cierto —saltaba yo—. Los campesinos no saben lo que es la gasolina. Guadaña y azada son esenciales para ellos. Para lavar un barril o cortar la leña estudian aún la luna. Yo los he visto. Cuando amenaza el granizo extienden dos cadenas…

—… y pagan la contribución —añadía Pieretto—. Y trillan con máquinas y dan sulfato a las viñas.

—Se sirven de ello —grité en voz baja— sí, es cierto, pero viven de modo distinto. En la ciudad no saben estar.

Él reía con malicia.

—Sí, sí, regala un coche a uno de ellos. Ya verás cómo corre. Y lo más seguro es que no te invite a subir ni a ti, ni a Rosalba ni a ninguno de nosotros. El campesino de hoy sabe hacer negocios mejor que tú.

Yo pensaba en Oreste, que estudiaba para médico:

—Ahí tienes a un campesino que vive en la ciudad —dije—. Tiene más ciencia que nosotros, pero sabe controlarse. Para él la noche tiene otro sentido, tú mismo lo has dicho.

El timbre del teléfono interrumpió mi duermevela. Me llamaron. Creí que sería Rosalba, que aquella historia no había acabado. Era la hermana de Pieretto, quería saber si lo había visto; hacía dos días que estaba fuera de casa.

—Hemos estado juntos hasta hace media hora, no tardará. —Para no preocuparla no le dije nada de lo sucedido.

—Canalla, ¿se puede saber dónde habéis dormido?

—No hemos dormido.

—Quien duerme no peca —chilló ella riendo.

—¿Y quién habla de dormir?

En la mesa conté que habíamos tenido un pinchazo. Mi padre dijo que un neumático puede provocar una desgracia, sobre todo si el que conduce está borracho. Luego añadió que no había que aprovecharse de los amigos, pues resulta que después no se puede corresponder con ellos.

Decidí estudiar por la tarde, pero antes, para recuperarme, me di un baño. Pensé que también Rosalba y Poli se lo habrían dado y si Rosalba no era demasiado vieja para desnudarse. Hacia el atardecer sonó el teléfono. Era Pieretto.

—Estoy con Oreste —dijo—; ven cuanto antes.

—Estoy estudiando.

—Ven, hombre, que merece la pena —insistió—: aquellos dos se han dado un balazo.

Sudamos discutiendo en el restaurante con Oreste. Él venía del hospital, había telefoneado ya dos veces a sus amigos enfermeros para adquirir noticias. Poli estaba moribundo, tenía una bala en el costado que le rozaba un pulmón. Rosalba, a los camareros que corrían, gritaba: «¡Matadme! ¿Por qué no me matáis a mí también?». Tanto había gritado que habían tenido que encerrarla en el baño.

—¿Cuándo ha sido? —pregunté.

—Ella le ha disparado por rabia —dijo Oreste—. Gritaba ya desde hacía rato. Se la oía desde el bar. ¡Vete a saber la porquería que hay debajo!

Había sido a media tarde. Poli, antes del hecho, debía de haber tomado algún estupefaciente porque reía desde la cama beatíficamente.

Hablamos durante toda la noche. Ahora, tanto en el hospital como en el hotel, esperaban instrucciones de Milán. Rosalba estaba encerrada en su habitación; su destino dependía de la vida de Poli y de la llegada del padre de él. Éste era un hombre que, no gustándole el escándalo, podía, con dos palabras, detener las indagaciones y hacer callar a todo el mundo. Estaba sí, el revólver de Rosalba, un juguete de señora, en madreperla, pero alguien estaba ya dispuesto a sustituirlo por otra arma más adecuada.

—Potencia del dinero —dijo Pieretto—. Con él te puedes pagar un delito o una agonía.

Oreste telefoneó de nuevo.

—Está a punto de llegar el viejo —dijo vuelto a nosotros—. Menos mal. A lo mejor conoce a Rosalba.

Le dijimos que el culpable era Poli, que habíamos pasado la noche con ellos y que Poli trataba a la mujer con desprecio y grosería.

—Se lo ha buscado —dijo Pieretto—. Una Rosalba como ésa parece hecha a propósito.

—Yo me vuelvo al hospital —dijo Oreste—. Le van a hacer una transfusión de sangre.

Aquella noche paseé con Pieretto. Estaba exhausto de agitación y de sueño. Él gruñía, decía de las suyas. Le conté que por la mañana Rosalba me había preguntado por Poli.

—Tenía que suceder —dijo Pieretto—. Una mujer puede aceptar todo menos que al hombre le ataque una crisis de conciencia. ¿Sabes lo que me dijo ella esta noche? Que a pesar de su juventud, Poli no se vuelve a mirar a una mujer.

—A mí me preguntó qué hacíamos en la colina.

—Hubiera preferido que hiciera el cerdo. Son cosas que una mujer comprende.

Le dije que, para mí, el cerdo lo hacía de todos modos, que tanto la coca como la libre elección me parecían unas animaladas. Se burlaba de todo y de todos. Le estaba bien lo sucedido.

Pieretto, sonriendo, dijo que tanto si moría como si no, nos había tocado un caso bonito.

—No lo creerás, pero ¿qué es lo que buscamos por las calles cada noche? Algo que rompa la monotonía, ¿no?

—Quisiera oírte si te hubiera tocado a ti.

—¡Pero si no haces otra cosa que pensar noche y día en cómo salir de la jaula! ¿Por qué crees que vamos al otro lado del Po? Sólo que te equivocas; las cosas más imprevistas suceden en una habitación de Turín, en un café, en un tranvía.

—Yo no busco imprevistos.

—Éste es el mundo de los Poli —dijo—. Convéncete.

Poli seguía al día siguiente entre la vida y la muerte. Le hicieron unas cuantas transfusiones más de sangre y sudaba en la cama. Según Oreste, ahora que no se drogaba y que su padre lo cuidaba, parecía un niño atemorizado a punto de echarse a llorar. El viejo había visto a Rosalba; lo que habían hablado no se sabía, pero a ella la habían encerrado en un convento de monjas y no se hablaba del homicidio.

—Ha sido un accidente —decía el cirujano a sus ayudantes.

Esta clase de noticias gustaban a Pieretto y Oreste lo sabía.

¡Pobre Oreste! Estuvo a punto de perder el curso. Hacía turnos a la cabecera de la cama de Poli como un enfermero. Habló con el viejo comendador y se dio a conocer. Dijo que éste hablaba del campo, de la cosecha y de la siembra como si verdaderamente entendiera. Llegaba al hospital guiando el coche verde de Poli. Era él quien enviaba por la mañana a dormir a Oreste.

Finalmente llegó la noticia de que Poli se salvaría. Pieretto fue a verlo: «Es siempre el mismo. Ahora lee a Nino Salvaneschi». Yo no fui. Hablamos aún durante unos días de todo ello y luego Oreste nos dijo que lo habían enviado al mar en coche-cama.