V

Aquella noche bailó también Pieretto con Rosalba porque ésta, enfadada con Poli, quería humillarlo. No sé el licor que llegamos a beber entre todos; parecía que la noche no iba a terminar nunca, pero la orquesta había cesado hacía un rato y Rosalba llamó a un camarero. Quería que Poli pagase y nos llevase a comer algo al Valentino. Yo veía agitarse el vestido rosa en el cerco de lamparitas —últimas luces del lugar—, y del Po salían ráfagas nocturnas de frío. Como Poli continuara hablando con Pieretto y el camarero, Rosalba se fue al coche e hizo sonar repetidas veces el claxon. Entonces salieron todos, dueño, camareros y clientes que bebían el último sorbo en el mostrador. Rosalba saltó a tierra y gritó:

—¡Poli, Poli!

Al regreso Poli guió, ciñendo a Rosalba con el brazo. Ella sonreía con beatitud, satisfecha de él. De cuando en cuando se volvía a nosotros y nos sonreía casi como si fuéramos cómplices. Pieretto estuvo todo el tiempo silencioso. No entramos a Turín, el coche tomó una ruta distinta, más allá de los puentes, hacia la carretera de Moncalieri, pero ni allí nos detuvimos; era evidente que se hacían kilómetros porque sí, para esperar las primeras luces del día. Cerré los ojos, borracho.

Me despertó un movimiento, un salto como sobre las ondas de un vértigo; aquella pesadilla duraba ya un buen rato y un cielo luminoso, profundo, se abría en lo alto, pareciéndome que iba a caer sobre nosotros. Me desperté en una luz fría y rosa. El coche brincaba sobre los guijarros de un pueblo: amanecía. Parpadeé, vi que todos dormían y que el pueblo estaba cerrado y desierto. Sólo Poli manejaba con tranquilidad el volante.

Se detuvo cuando el sol apareció sobre la cima de una colina. Pieretto estaba alegre; Rosalba guiñaba los ojos. Con aquel vestido rosa se la veía vieja. Sentía pena y rabia a la vez por todos ellos. Poli se volvió y nos dio los buenos días con jovialidad.

—La culpa es mía —dije—. ¿Dónde estamos?

—Telefonea a tu casa —me dijo Pieretto—; di que no te has encontrado bien.

Los otros dos se habían puesto a bromear y a morderse las orejas. Rosalba se quitó las flores del pelo y, salvándolas de Poli, me las ofreció:

—Tenga —dijo roncamente—; no nos estropee la fiesta.

Durante el rato que duró aún la carrera fui oliendo las flores; confieso que padecí. Era la primera vez que una mujer me ofrecía flores y tenían que venir de una como Rosalba. Yo estaba enfadado con Poli después de todas las historias de la noche. Apareció el campanario de otro pueblo. Llegamos a la plaza por una calleja cubierta. Bajo los balcones barrigudos y en la sombra de la mañana una muchacha regaba las piedras de la calle con una botella. En el café, también el suelo había sido regado y tenía olor a bodega y a lluvia. Nos sentamos ante una ventana. Pedí el teléfono. No lo había.

—Por tu culpa —dijo Poli a Rosalba—, si no me hubieras hecho bailar…

—Si no hubieras bebido tanto —saltó ella—. No comprendías nada. Sudabas coñac.

—¡Déjame en paz! —le dijo él.

—¿Por qué no dices a tus socios lo que decías allí? Repítelo, que ellos también lo oyeron.

—Era una conversación muy importante —dijo Pieretto—. La inocencia y la libre elección.

La mujer que nos servía, mirando de reojo a Rosalba, dijo que en Correos había un teléfono. Al levantarme pedí a Pieretto el portamonedas. Rosalba también se levantó y dijo:

—Te acompaño; aquí huele a manicomio.

Salimos a la plaza, ella en rosa, alta, delgada, un verdadero espectáculo. Algunas cabezas aparecieron en las ventanas, pero las calles seguían desiertas.

—A esta hora deben estar ya todos en el campo —dije por decir algo.

Ella me pidió un cigarrillo.

—Común Macedonia —dije.

Se detuvo, encendió y dijo sonriendo en voz baja y con esfuerzo:

—Usted es más joven que Poli.

Arrojé vivamente la cerilla que me quemaba. Ella continuó:

—Más sincero que Poli.

Me aparté sin dejar de mirarla.

—Ya estamos —dijo ella—, es mi piel, no haga caso. Dígame una cosa.

Quiso saber qué habíamos hecho aquellos días con Poli. Cuando empecé a hablar del encuentro, parpadeó sorprendida:

—¿Iba solo? ¿Y por qué a medianoche en la colina?

—Él estaba solo, pero eran ya las tres.

—¿Cómo fue hablar con él?

—Más que a mí —le dije—, conocía a Pieretto y a Oreste. Yo me había ido a dormir, pero Pieretto estuvo con él hasta por la mañana; parecía algo borracho, como siempre; podría preguntar a Pieretto lo que habían hablado.

Comprendí al instante que ella no había perdido el tiempo y que, mientras bailaba con Pieretto, ya le había interrogado. Me miró con aquellos ojos. Aparté la mirada y anduvimos sobre el empedrado de guijarros.

Mientras esperaba en Correos que me pusieran la comunicación le dije a Rosalba, que fumaba en el quicio de la puerta:

—Oreste conoce a Poli desde que eran chicos. La otra noche estaba con nosotros.

Ella no respondió, pero siguió mirando la calle; me acerqué a la puerta y escruté el cielo.

Después de hablar y gritar con mi madre en la pequeña cabina fui hacia la salida. Rosalba no se había movido. Pregunté alegremente:

—¿Nos vamos?

—Su amigo —dijo ella— es listo. ¿No sabe si Poli le ha dicho algo?

—Fueron a los lagos.

—Ya lo sé.

—Estaba borracho y se sintió mal.

—No; antes de eso —le temblaba la voz.

—No lo sé. Lo encontramos en la colina mirando las estrellas.

Entonces, Rosalba, con un gesto rápido, se cogió de mi brazo. Dos campesinas que pasaban se volvieron a mirarnos.

—Usted me comprende, ¿verdad? —preguntó jadeante—. Usted ha visto cómo me trata. Ayer creí morirme; llevo tres días sola en el hotel. Ni siquiera puedo salir de paseo porque me conocen. Estoy en sus manos, en Milán creen que me he ido al mar. Poli me abandona, se cansa de mí, ni siquiera baila ya conmigo.

Yo miraba los guijarros y adivinaba las cabezas en los balcones.

—… Usted lo ha visto esta noche contento. Cuando está borracho aún me soporta, pero se emborracha más y hace cosas peores para huir de mí. —La voz se hizo más jadeante—. Vivimos al día, ¿sabe?

No dejó mi brazo ni siquiera al entrar cuando levanté la cortina de colgajos tintineantes. En la sombra, Pieretto y Poli confabulaban. Pieretto gritó:

—¿Qué se come, aquí?

Trajeron huevos y cerezas. Yo procuraba no mirar a Rosalba. Poli, partiendo el pan, continuó su discurso.

—Cuando más caído está uno más fuerte es la decisión a tomar. Se toca el fondo. Cuando todo se ha perdido nos encontramos a nosotros mismos.

Pieretto reía.

—Un borracho es un borracho —dijo—; no elige ni la droga ni el vino. Eligió una sola vez hace millones de años cuando gritó el primer ¡viva!

—Hay una inocencia —dijo Poli—, una claridad que viene del fondo.

Rosalba callaba; yo no me atrevía a mirarla.

—Pues yo te digo —interrumpió Pieretto— que si te has olvidado de la hora esta noche es porque habías perdido la posibilidad de elegir.

—Yo busco esa clase de inocencia —balbuceaba él, testarudo—; cuanto más la conozco más me convenzo de que soy un vil y de que soy sólo un hombre. ¿Te persuades de que el estado ideal del hombre es la debilidad? ¿Cómo puedes sentir algún alivio si antes no te precipitas?

Rolsalba seguía comiendo cerezas; callaba. Pieretto movió varias veces la cabeza y dijo: «No». Yo pensaba en la conversación de poco antes, y no tanto en las palabras como en la voz y el apretón del brazo. Los ojos me hacían daño de cansancio. Cuando nos levantamos para marchar la miré de reojo. Me pareció tranquila, adormilada.