Me atemorizó la idea de pasar de nuevo una noche en blanco. Ni mi padre ni mi madre hubieran dicho nada: dos palabras acerca del tiempo, una ojeada por encima del plato, cautas preguntas acerca de los exámenes. Yo no sé cómo Pieretto se comportaría con los suyos. A mí, aquellos rostros inermes me daban pena y me preguntaba qué clase de tipo era mi padre a los veinte años y qué chica fue mi madre, y si un buen día yo llegaría a tener unos hijos tan extraños. Probablemente los míos pensaban en el tapete verde, en mujeres, en la antecámara de la cárcel, ¿qué sabían ellos de nuestras inquietudes nocturnas? A lo mejor tenían razón; se trata siempre de un tedio, de un vicio inicial, de ahí nacen las cosas.
Al llegar al hotel vimos a Rosalba, que paseaba arriba y abajo, y a Poli maniobrando en el coche. Entonces dije a Pieretto:
—Pactos claros esta noche. Es ya la media.
Pero era evidente que Poli buscaba nuestra compañía para limitar las expansiones de aquella mujer. Bromeaba. Nos la había presentado diciéndole a ella que éramos «lo mejor de Turín», que escuchara y aprendiera. En el mundo de Poli se llega hasta la grosería sirviéndose de la gente con alegre despreocupación. No acertaba a comprender por qué Pieretto se prestaba a ello.
Rosalba se colocó junto a Poli. Era delgada —¡pobrecilla!—, tenía los ojos enrojecidos, era afectada y llevaba una flor en el pelo. No podía estarse quieta y ya antes, mientras esperaba que nos acomodásemos, nos lanzaba miradas afanosas, sonrisas, se miraba en su espejito de mano. Llevaba un vestido de color rosa. Con aquel traje de noche parecía la madre de Poli. Él seguía bromeando mientras nos contaba mil cosas, Miraba a Rosalba con sus ojillos vivos, reía y guiaba. En un instante estuvimos fuera de Turín. Pieretto se inclinó hacia delante y le dijo algo. Poli frenó de golpe. Estábamos en el campo negro, ante las montañas. Rosalba reía excitada.
—¿Adónde se va?
Yo dije claramente que no me apetecía estar fuera toda la noche.
Poli se volvió para decirme:
—Deseo que nos haga compañía. Confíe en nosotros, no volveremos tarde.
—Parémonos aquí, Poli. ¿Por qué te empeñas en correr toda la noche? ¡Eres siempre tan temerario! —dijo la mujer desolada.
Poli dio vuelta a la llave; antes de arrancar habló con ella. Yo veía las dos cabezas juntas, distinguí el ansia y la intimidad de las voces, luego la cabeza de ella afirmó con fuerza. Poli se volvió y nos sonrió.
Volvimos hacia Turín. A través de los paseos desiertos de la periferia flanqueamos la colina negra en la noche, luego corrimos a lo largo del Po. Pasamos Sassi. Se veía que tanto Poli como Rosalba conocían aquellos lugares. Ella se acercaba a sus hombros. ¿Qué encontraría Pieretto en aquellos dos? Me preguntaba si ella sabría lo de las drogas de Poli y me los imaginaba borrachos, detestables. La novedad de aquella carrera, los bruscos saltos en la noche, las aguas negras y la negra colina inminente no me dejaban pensar.
—¡Ya estamos! —gritó Rosalba mientras Poli aminoraba la marcha ante una villa iluminada. Dobló sobre la grava y se detuvo en un patio en donde había otros coches aparcados. Delante de nosotros, contra el río, vi un espacio en la penumbra con mesitas y lámparas discretas. Vi también las chaquetas blancas de los camareros.
Cuando terminó la agitación y embarazo de sentarnos y ordenar las consumiciones —Rosalba había cambiado ya de idea varias veces; no escuchaba, se enfadaba, hablaba en voz alta; Pieretto se puso de bruces sobre la mesa enseñando bien los puños deshilachados de su camisa—, decidí dejarlos hablar y me dije: «Después de todo, éste es un café como los demás». Me abandoné en la silla y tendí la oreja hacia el lado de la sombra intentando oír el murmullo del río.
Pero me equivocaba porque no era un café como los demás. Una orquestina tocó con gran fragor para cesar súbitamente. En el centro de las lamparitas hizo su aparición una mujer que se puso a cantar. Llevaba un traje de noche y flores en los cabellos. Poco a poco, de las mesitas surgieron parejas que se pusieron a bailar abrazadas en la penumbra. La voz de la cantante las guiaba, hablaba por ellas, se plegaba, susurraba con ellas. Parecía una fiesta, un rito convulso entre el río y la colina en donde, al grito de la mujer, respondían las expresiones de todos. Porque la mujer, una Rosalba en verde oliva, gritaba en el centro, se balanceaba con las manos sobre los senos y gritaba, invocaba alguna cosa.
Rosalba apretaba con aire beatífico la mano de Poli y él, como si no lo advirtiera, hablaba con Pieretto.
—Cualquiera tendría que contar por su cuenta —dijo Pieretto—. Hay cosas que tendríamos que hacer nosotros, pero nosotros solos.
—El que baila está muy ocupado —contestó Poli riendo—. Hay que perdonarlo.
—El que baila es un tonto —dijo Pieretto—, porque busca a su alrededor lo que ya tiene entre sus brazos.
Rosalba aplaudió con la alegría convulsa de una niña. Impresionaba ver su rostro con aquellos ojos encendidos. En aquel momento llegaron licores y café y ella se apartó de Poli.
La orquestina volvió a sonar, pero esta vez sin canto. Callaron las otras voces musicales y quedó sólo el piano, que ejecutó unos minutos de variaciones, dignas de aplauso. Aun sin querer, había que escucharlas. Luego la orquesta cubrió el piano y lo sumergió. Durante el número, las lámparas y reflectores que iluminaban las plantas cambiaron mágicamente de color y fuimos verdes, encarnados, amarillos.
—Un lugar discreto —dijo Poli mirando a su alrededor.
—Gente letárgica —añadió Pieretto—. Aquí estaría bien el grito de Oreste.
Poli levantó el rostro asombrado y recordó:
—Nuestro amigo, ¿se ha ido a dormir? Me hubiera gustado que estuviera aquí con nosotros.
—Se resiente de la noche de ayer —dijo Pieretto—. ¡Lástima! Hay cosas que no soporta.
Vi a Rosalba como desnuda en el gesto que hizo. Tuvo un sobresalto.
—Quiero bailar —dijo secamente a Poli.
—Querida Rosi —contestó él—, no puedo permitir que mis amigos se aburran. Sería una descortesía. Estamos en Turín. Es una ciudad bien, no lo olvides.
Ella se puso tan colorada como el fuego. Me di cuenta de lo loca y torpe que era. Quién sabe, a lo mejor en Milán tenía hijos. Recordando la historia de las flores que enviaba a Poli, aparté la mirada y oí que decía Pieretto:
—Me gustaría mucho sacarla a bailar, Rosalba, pero sé que no puedo esperar fortuna. Desgraciadamente no soy Poli.
Ella nos lanzó una mirada de asombro. La orquesta seguía sonando y algo añadí yo también. No sabía bailar. Poli, impasible, esperó que terminara la pieza y continuó:
—Quiero deciros que estos días, para mí, son extremadamente importantes. Ayer sucedieron muchas cosas. Aquel grito de la otra noche me ha despertado. Fue como el grito que despierta a un sonámbulo. Ha sido una como la crisis violenta que resuelve una enfermedad.
—¿Estabas enfermo? —preguntó Rosalba.
—Peor —contestó Poli—. Era como un viejo que se cree muchacho. Ahora sé que soy un hombre: vicioso, débil, pero hombre. El grito me ha mostrado a mí mismo, no me hago ilusiones.
—Potencia de un grito —dijo Pieretto. Sin querer fijé mi mirada en los ojos de Poli; tenía ojeras.
—Veo mi vida —continuó— como si fuera la de otro. Sé quién soy ahora, de dónde vengo, qué hago…
—Ese grito —interrumpí— ¿lo había oído usted antes?
—¡Eres duro! —dijo Pieretto.
—Es el reclamo que se usaba en la caza —dijo sonriendo.
—¿Habéis ido de caza? —saltó Rosalba.
—Fuimos a la colina.
Siguió un silencio embarazoso en el que todos, excepto Poli, nos miramos las uñas. Noté que Rosalba, afanosamente, taconeaba el tiempo de la música. Sobre la voz cadenciosa y el roce de las parejas, pensé en el coro de grillos allá en la colina negra.
—¿No tenéis más historias que contar? ¿Podemos bailar ahora? —dijo Rosalba.
Poli ni se movió siquiera. Pensaba en su grito.
—Es bonito despertarse sin hacerse ilusiones —continuó sonriendo—. Uno se siente entonces libre y responsable. Una fuerza tremenda está en nosotros: la libertad. Se puede llegar a la inocencia, se está dispuesto a sufrir.
Rosalba aplastó el cigarrillo en el cenicero. Mientras estaba callada, ¡pobrecilla!, tan delgada y devorada, era soportable, al menos para nosotros, que en aquellos años no sabíamos bien el significado de la palabra saciedad. La voz educada de Poli la domó, la contuvo. Ella se retorcía como si estuviera desnuda. Finalmente le dijo:
—Di claramente lo que piensas, ¿quieres huir de Turín?
Poli, ceñudo, le tocó la espalda y luego la cogió por los sobacos, como se hace para mantener el equilibrio de uno que está a punto de caerse. Pieretto se inclinó hacia delante para no perderse la escena. Rosalba jadeaba con los ojos semicerrados.
—¿La contento? —preguntó Poli, dubitativo—. ¿La saco a bailar?
Al quedarnos solos en la mesa, Pieretto recogió mi mirada. La voz de oliva de la mujer llenó la noche. Hice una mueca y dije:
—Mierda.
Pieretto, contento, se sirvió licor, me sirvió a mí y repitió:
—Adonde fueres… ¿No te gustan?
—He dicho mierda.
—No es muy listo —dijo—; con esa mujer se podría hacer mucho más.
—Es una estúpida —dije.
—Una mujer enamorada es siempre estúpida.
Escuché algunas palabras de la canción. Decían «vivir vivir —tomar tomar— sin pasión». Por muy aburridos y descontentos que estuviéramos era difícil resistir a la cadencia de la música. Me pregunté si se oiría desde las colinas.
—Estas noches modernas —dijo Pieretto— son viejas como el mundo.