I

Éramos muy jóvenes. Creo que durante aquel año no dormí nunca. Pero tenía un amigo que aún dormía menos que yo y algunas mañanas le veía pasear por delante de la estación a la hora de la llegada y salida de los trenes. Lo habíamos dejado poco antes en su portal, ya de madrugada, pero Pieretto había querido dar otra vuelta, ver el amanecer y tomar un café; luego estudiaba las caras adormiladas de los barrenderos y los ciclistas. Ni siquiera él recordaba con claridad las conversaciones sostenidas durante la vigilia nocturna. Las había digerido y ahora decía con tranquilidad:

—Es tarde ya, me voy a la cama.

Alguno de aquellos que trotaban detrás de nosotros no llegaba a comprender qué hacíamos a una determinada hora, acabado el cine, las diversiones, las tabernas, los temas de conversación. Se sentaba con nosotros en un banco, nos oía gruñir, burlarnos, se exaltaba ante la idea de ir a despertar a las chicas y esperar la aurora arriba en las colinas. Luego, apenas nosotros cambiábamos de humor, dudaba y encontraba el valor suficiente para irse a su casa. Al día siguiente nos preguntaba:

—¿Qué hicisteis después?

No era fácil dar una respuesta: escuchar un borracho, ver cómo encolaban carteles, dar una vuelta por los mercados, ver pasar las ovejas por los paseos… Pieretto decía solemne:

—Conocimos a una mujer.

El otro no nos creía, pero se impresionaba igualmente.

—Se necesita mucha perseverancia —seguía Pieretto—. Se pasa y se repasa bajo el balcón durante toda la noche. Ella lo sabe, se da cuenta. No es necesario conocerla, lo presiente. Llega un momento en que no puede aguantar más, salta de la cama y abre las persianas. Tú apoyas entonces la escalera…

A pesar de ello, y entre nosotros, no se hablaba muy a gusto de mujeres, al menos no con seriedad. Si me gustaban Oreste y Pieretto era porque no me lo decían todo acerca de ellos. Las mujeres, aquellas que separan, debían llegar más tarde. Por el momento se hablaba sólo de este mundo, de la lluvia, del sol, y nos gustaba tanto que ir a dormir lo considerábamos una pérdida de tiempo.

Una noche de aquel año llegamos a la orilla del Po y nos sentamos en un banco del paseo. Oreste había refunfuñado:

—¿Por qué no vamos a dormir?

—Échate ahí —le contestamos—. ¿Por qué te has de empeñar en estropearnos el verano? ¿No puedes dormir con un solo ojo?

Nos miró a hurtadillas, apoyando la mejilla en el respaldo. Yo decía que jamás tenía que dormir uno en la ciudad.

—Siempre está todo encendido, como si fuera de día. Habría que hacer algo distinto cada noche.

—No sois más que unos chicos —dijo Pieretto—. Unos chicos codiciosos.

—Y tú —le dije—. ¿Qué eres? ¿Un viejo?

Oreste dio un salto:

—Los viejos, dicen, no duermen nunca. Nosotros damos vueltas y vueltas durante la noche. Quisiera saber quién es el guapo que duerme.

Pieretto reía.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

—Que para dormir bien antes se necesitan las mujeres. Ésa es la razón por la que ni los viejos ni vosotros podéis dormir.

—Será —murmuró Oreste—, pero en este instante me caigo de sueño.

—Tú no eres de ciudad —dijo Pieretto—. La gente como tú encuentra en la noche cierto sentido. Eres como los perros de un establo, o como las gallinas.

Eran ya las dos pasadas y la colina, más allá del Po, centelleaba.

Hacía fresco, casi frío.

Volvimos hacia el centro. Yo reflexionaba en la extraña habilidad que tenía Pieretto para ponerse siempre a cubierto y decir que éramos unos ingenuos. Ni Oreste ni yo, por ejemplo, perdíamos mucho el sueño pensando en las mujeres. Me pregunté por enésima vez qué vida podía haber hecho antes de venir a Turín.

En los bancos del jardín de la estación, bajo la escasa sombra de aquellos arbolillos, dormían a boca abierta dos mendigos. Descamisados, cabellos y barba revueltos, parecían gitanos. Los urinarios se hallaban cerca y, aunque la noche supiera a fresco de verano, reinaba en aquel lugar un tufo fuerte que se resentía de un largo día caluroso, sol, movimiento y barullo de sudor, de asfalto derretido, de multitud sin paz. Por la noche, en aquellos bancos —flaco oasis en el corazón de Turín—, suelen sentarse mujeres, solitarios, vendedores ambulantes, despistados, y se aburren, esperan, envejecen. ¿Qué es lo que esperan? Pieretto decía que algo grande: el hundimiento de la ciudad, el Apocalipsis. A veces una tormenta de verano los barría de allí y lavaba toda clase de huellas.

Los dos de aquella noche dormían como muertos estrangulados. En la plaza desierta algún letrero luminoso hablaba aún al cielo vacío, arrojando sus reflejos sobre los dos muertos.

—Ésos están a gusto —comentó Oreste—; nos enseñan cómo debe hacerse.

Hizo ademán de irse.

—Ven con nosotros —le dijo Pieretto—; en casa no te espera nadie.

—Ni tampoco adonde vais vosotros.

Pero se quedó. Fuimos por los nuevos soportales.

—Aquellos dos… —dije despacio—. Debe ser bonito despertarse con el primer rayo de sol en la plaza.

Pieretto no dijo nada.

—¿Adónde vamos? —pregunté.

Pieretto se detuvo después de unos pasos.

—Me parece bien ir a algún sitio —dije—. Pero ahora todo está cerrado. No se ve un alma. Me pregunto para qué sirve tanta luz.

Él no soltó su acostumbrada pregunta: «¿Y tú para qué vives?», pero dijo:

—¿Vamos a la colina?

—Está lejos.

—Sí… Pero tiene siempre aquel olor…

Bajamos por la calle central. Al llegar al puente sentí frío; después acometimos la subida con paso rápido para salir de aquellos parajes conocidos. Había humedad, estaba oscuro, sin luna, brillaban las luciérnagas. Al cabo de un rato aminoramos la marcha, sudábamos. Hablábamos con calor de nosotros, arrastrando a Oreste en la conversación; aquellos caminos los habíamos recorrido muchas veces empujados por la fuerza del vino y la compañía. Pero eso no importaba, era un pretexto para ir, subir, sentir la loma de la colina bajo nuestros pies. Pasábamos entre campos, recintos, rejas, vallas, olíamos el asfalto y el bosque.

—Para mí no hay diferencia alguna con una flor en un jarrón —sentenció Pieretto.

Por extraño que parezca nunca habíamos subido hasta la cima, al menos por aquel camino. Tenía que haber un punto, un paso en donde el camino se hiciera más llano, el extremo elevado de la colina que yo imaginaba como un último obstáculo, un balcón abierto hacia el mundo externo de la llanura. Desde otros puntos, Superga, del Pino, habíamos mirado hacia allá en pleno día. Oreste nos había señalado en el horizonte de aquel mar de rocas, sombras vagas y selváticas, sus pueblos…

—Es tarde —dijo Oreste—. Antes había varios locales por aquí.

—Cierran a una hora determinada —aclaró Pieretto—. Sin embargo, los clientes que se quedan siguen armando jaleo dentro.

—¿Merece la pena subir a la colina en verano —dije— para divertirse con puertas y ventanas cerradas?

—Tendrán jardines, prados —dijo Oreste—. ¡Quién sabe! Dormirán en el parque.

—Pero también los parques se acaban —dije—. Luego viene el bosque y las viñas.

Oreste gruñó. Dijo a Pieretto:

—Tú no conoces el campo. Das vueltas y vueltas durante toda la noche, pero el campo auténtico no lo conoces.

Pieretto no respondió. A lo lejos, quién sabe dónde, ladraba un perro.

—¿Nos quedamos aquí? —dijo Oreste después de una curva.

Pieretto pareció salir de su abstracción:

—Las liebres y las culebras se esconden bajo tierra porque tienen miedo del que pasa. El olor que se siente es de gasolina. ¿Dónde está ese campo que tanto os gusta?

Se agarró a mí salvajemente:

—Si degollaran a uno en el bosque, ¿crees que lo considerarían como una empresa legendaria? ¿Callarían los grillos junto al muerto? ¿Crees que el lago de sangre sería algo más que un esputo?

Oreste, entonces, escupió con disgusto:

—Atención —dijo—, viene un coche.

Lento y silencioso apareció un coche descubierto, color verde pálido. Se detuvo suave y dócilmente. Una mitad permaneció en la sombra bajo los árboles. Lo miramos en suspenso.

—Lleva los faros apagados —dijo Oreste.

Pensé que en el coche podía haber una pareja y me hubiera gustado estar lejos en aquel instante, no ver a nadie. ¿Por qué no se iban los del coche hacia Turín y nos dejaban a solas con nuestra Naturaleza? Oreste dijo por señas que debíamos movernos.

Rozando el coche esperaba oír murmullos o risas; en cambio vi un hombre solo al volante. Era joven y estaba boca arriba, mirando extrañamente hacia el cielo.

—Parece muerto —dijo Pieretto.

Oreste había salido ya de la sombra. Anduvimos bajo el canto de los grillos y en aquellos pocos pasos muchas cosas vinieron a mi mente bajo los árboles. No me atrevía a volverme. Pieretto, a mi lado, callaba. La tensión se hizo intolerable. Me detuve.

—Imposible —dije—; ése no duerme.

—¿De qué tienes miedo? —preguntó Pieretto.

—¿Lo has visto bien?

—Duerme.

Pero no duerme uno de aquella manera, con el coche en movimiento. En mis orejas aún resonaba la explosión de ira de Pieretro.

—Si al menos pasara alguno…

Nos volvimos a mirar la curva negra de árboles. Una luciérnaga atravesó la carretera centelleando como la colilla de un cigarrillo.

—Esperemos a ver si arranca.

Pieretto comentó que quien tenía un coche como aquel bien podía hacer lo que le viniera en gana y quedarse allí mirando las estrellas. Escuché con atención.

—A lo mejor nos ha visto.

—Veamos si responde —dijo Oreste. Entonces lanzó un grito lacerante, bestial. Un grito que comenzó como un bramido y que llenó el cielo y la tierra, un mugido de toro que terminó en carcajada de borracho. Oreste evitó con un salto mi patada. Escuchamos. El perro se puso a ladrar de nuevo y los grillos callaron asustados. Nada. Oreste abrió la boca para volver a gritar y Pieretto dijo:

—Preparados.

Esta vez mugieron juntos, largamente, con estridencias y variaciones. Se me puso la piel de gallina pensando en que, como el rayo de luz de un faro en la noche, una voz semejante llegaría a todos lados, al fondo de los senderos, a las sombras, al interior de los cubículos y de las raíces, llenaría y haría vibrar todo en la noche.

El perro enloqueció. Escuchamos de nuevo sin apartar los ojos de la curva. Estuve a punto de decir: «Se habrá muerto de miedo». En aquel momento oí el chasquido de la portezuela del coche al cerrarse de un golpe. Oreste me dijo al oído:

—Ahora es cuando llega la policía.

No ocurrió nada durante unos minutos. El perro, al fin, se había callado y todo a nuestro alrededor se llenaba de nuevo con los chirridos de los grillos bajo las estrellas. Mirábamos fijamente la banda de sombra.

—Vamos —dije—. Somos tres.