Hay quien se entrega con gusto al ridículo temor de que la persona sería un ser incontrolable si fuera como es en realidad, y que si todas las personas se volvieran como realmente son se produciría una espantosa catástrofe social. De modo extremadamente unilateral, muchos individualistas de hoy entienden que la realidad del hombre es únicamente su componente siempre insatisfecho, anárquico y codicioso, olvidando sin embargo completamente que justo ese mismo ser humano es también quien ha creado las rígidas organizaciones de la civilización actual, de firmeza y fuerza mayores que las contracorrientes anárquicas. Tener una fuerte personalidad social es una de las más inexcusables condiciones de supervivencia del hombre. Si no fuera así el ser humano dejaría de existir. Lo codicioso y turbulento que nos sale al paso en la psicología del neurótico no es ciertamente la realidad del ser humano, sino una caricatura infantil. En realidad el hombre normal es el «sostén del Estado y de la moral», crea las leyes y las observa, no porque se le hayan impuesto desde fuera —sería una idea pueril—, sino porque ama más el orden y la ley que el capricho, el desorden y la ausencia de ley.
[OC 4, § 442]
Yo me inclinaría a suponer que lo primario no son los impulsos egoístas, sino precisamente los altruistas. Amor y confianza del niño frente a la madre, que lo alimenta, cuida, protege, acaricia; amor del hombre a la mujer, entendido como fusión en una personalidad ajena; amor y cuidado de la descendencia; amor a los parientes, etc. Mientras que los impulsos egoístas sólo se originan en el deseo de posesión exclusiva del objeto de amor, el deseo de poseer en exclusividad a la madre frente al padre y los hermanos, el deseo de obtener para sí solo a una mujer, el deseo de poseer joyas y vestidos, etc. Quizá me diga usted que soy paradójico, y que los impulsos, sean de coloración egoísta o altruista, surgen a un tiempo en el corazón del hombre, y que cada impulso es de naturaleza ambivalente. Pero yo pregunto: ¿son realmente ambivalentes los sentimientos y los impulsos? ¿Son acaso bipolares? ¿Son las cualidades del sentimiento absolutamente comparables entre sí? ¿Es el amor realmente lo contrario del odio?
Sea lo que fuere, en cualquier caso es una suerte que el hombre lleve en sí su ley social como necesidad innata; en caso contrario las cosas le irían mal a nuestra humanidad civilizada, que entonces sólo estaría sometida a leyes impuestas desde fuera: al extinguirse la anterior fe religiosa en la autoridad debería caer de modo infalible y rápido en una completa anarquía.
[OC 4, § 654 s.]
Si se pudiese mejorar al individuo, me parece que existiría un fundamento para mejorar la totalidad de las cosas. Pero un millón de ceros siguen sin hacer un uno. Sostengo, por tanto, la opinión poco popular de que incluso el mejor acuerdo en el mundo solamente puede partir del individuo y efectuarse a través de él. Pero debido a las desmesuradas cifras que se deben tener en cuenta, esta verdad aparece como una nulidad casi desesperante. No obstante, supongamos que alguien quisiese hacer el esfuerzo de realizar su aportación infinitesimal al anhelado ideal; en ese caso debe ser capaz de comprender verdaderamente a otra persona. La condición imprescindible para esto es que se comprenda a sí mismo. Si no lo hace, entonces es inevitable que vea a los demás solamente a través de la niebla distorsionada y engañosa de sus propios prejuicios y proyecciones, y que impute y aconseje a los semejantes precisamente aquellas cosas que a él mismo más falta le hacen. Hay que comprenderse en buena medida a uno mismo si uno pretende realmente entenderse con otro.
[Cartas II, 418 s.]
Para ser consciente de mí mismo debo poder diferenciarme de los otros. Únicamente donde existe esta diferenciación puede tener lugar una relación.
[OC 17, § 326]
Es precisamente el egoísmo de los enfermos el que me obliga, con el fin de curarlos, a reconocer el profundo sentido del egoísmo. Allí se encuentra escondida —debería estar ciego para no verlo— una verdadera voluntad divina. Si el enfermo logra —y para ello debo ayudarlo— hacer prevalecer su egoísmo, entonces se distancia de las otras personas, las repele, y de esta manera vuelven a sí mismas; lo cual les sucede con justicia, pues pretendían quitarle al enfermo el sagrado egoísmo. Pero éste debe permanecer en él, porque es su fuerza más vigorosa y sana, es, como decía, una verdadera voluntad divina que con frecuencia lo conduce a una soledad total. Por más terrible que sea este estado, también es útil; pues solamente allí puede el enfermo reconocerse a sí mismo, puede aprender a calibrar qué inestimable bien es el amor de las otras personas, y además de ello, solamente en el abandono y la más profunda soledad consigo mismo es donde se experimentan las potencias que asisten.
Si se han visto algunas veces estos procesos, entonces ya no se puede negar que aquello que era malo se volvió bueno, y que lo que parecía bueno mantenía vivo lo malo. El mismo demonio del egoísmo es la via regia a aquella paz que requiere una experiencia religiosa primigenia. Es la gran ley de vida de la enantiodromía, del tránsito al opuesto, aquello que posibilita la unión de las dos mitades enemigas de la personalidad acabando, así, con la guerra civil.
[OC 11, § 525 s.]
En nuestra época, que le otorga a la socialización del individuo tanta importancia, dado que una cierta capacidad de adaptación es necesaria, también cobra cada vez mayor sentido la formación en grupo orientada de forma psicológica. Pero teniendo presente la notoria inclinación de los seres humanos a aferrarse a los demás y a los «ismos» en lugar de encontrar seguridad e independencia en sí mismos, cosa que sería muy necesaria, subsiste el peligro de que el individuo transforme al grupo en un padre y una madre y que continúe siendo tan dependiente, inseguro e infantil como antes. Se adaptará socialmente, pero ¿qué representa como individualidad, única cosa que le da pleno sentido al contexto social?
[Cartas II, 452]
No hay duda ninguna de que también en el mundo democrático la distancia entre los hombres es mayor de lo que resulta conveniente al bienestar público o de lo favorable para las necesidades anímicas.
[OC 10, § 578]
La cuestión de las relaciones humanas y de la cohesión interna de nuestra sociedad es un asunto urgente en vista de la atomización de las masas humanas meramente apiñadas, cuyas relaciones personales se ven minadas por la desconfianza universal. Donde tienen lugar la inseguridad jurídica, la vigilancia policial y el terror, las personas caen en el aislamiento, lo cual constituye la finalidad y el propósito del Estado dictatorial, pues éste se basa en la mayor acumulación posible de unidades sociales impotentes. Frente a este peligro la sociedad libre necesita un medio de cohesión de carácter afectivo, es decir, un principio como el que representa la caritas, el amor cristiano al prójimo. Pero precisamente el amor al congénere es el que más sufre como consecuencia de la falta de entendimiento provocada por las proyecciones. Es, pues, de máximo interés para la sociedad libre interesarse, desde la comprensión psicológica, por la cuestión de la relación humana, pues en ella reside su verdadera cohesión y también, por lo tanto, su fuerza. Donde acaba el amor comienzan el poder, la violación y el terror.
[OC 10, § 580]
El centro de toda infamia se encuentra siempre a una distancia de algunos kilómetros por detrás de las líneas enemigas. Esta misma psicología primitiva es la que también posee el individuo; por consiguiente, todo intento de volver conscientes estas proyecciones —inconscientes durante siglos— se percibe como algo irritante. Ciertamente se desean mejores relaciones con los demás, pero naturalmente con la condición de que éstos correspondan a nuestras expectativas, es decir, que sean portadores voluntarios de nuestras proyecciones. Pero cuando uno se vuelve consciente de estas proyecciones, entonces aparecen fácilmente dificultades en la relación con otras personas, pues falta el puente ilusorio por el cual el amor y el odio pueden fluir de forma liberadora, por el cual todas aquellas pretendidas virtudes, que los otros quieren favorecer y mejorar, pueden atribuirse con facilidad y satisfactoriamente al hombre. Como consecuencia de esta dificultad se produce una congestión de la libido, por medio de la cual se vuelven conscientes las proyecciones más desfavorables. Se acerca al sujeto el deber de hacerse cargo de toda aquella infamia o maldad que se atribuía resueltamente al otro y por la cual se había indignado a lo largo de la vida. Lo irritante de este procedimiento es la certeza, por un lado, de que si todos los hombres actuasen así, la vida sería bastante más soportable; por otro lado, la percepción del duro obstáculo que se debe vencer para aplicar este principio a uno mismo y de forma seria. Lo más deseable sería que lo haga el otro; si uno mismo debe hacerlo resulta insoportable.
[OC 8, § 517]
La superación de las represiones personales conduce en una primera instancia contenidos puramente personales a la conciencia, pero allí ya se encuentran los elementos colectivos de lo inconsciente, los instintos omnipresentes, cualidades e ideas (imágenes), también todas aquellas aportaciones «estadísticas» parciales acerca de la virtud media y del vicio medio: «Todo el mundo lleva en sí algo de criminal, de genio y de santo», como suele decirse. Así se produce finalmente un cuadro vivo que contiene casi todo lo que se mueve sobre el tablero escaqueado del mundo, lo bueno tanto como lo malo, lo bello tanto como lo feo. De esta forma se prepara gradualmente una similitud con el mundo —percibida por muchos de manera positiva— que llegado el caso también constituye el momento decisivo en el tratamiento de la neurosis. He visto algunos casos en los cuales, bajo este estado, se lograba por primera vez en la vida despertar amor y sentir amor, o en otro sentido, osar dar ese salto hacia lo desconocido que los enredó en el destino que les convenía.
[OC 7, § 236]
Vivir huyendo de sí mismo es una cosa amarga, y vivir con uno mismo requiere una serie de virtudes cristianas que en este caso hay que aplicar a uno mismo, a saber: la paciencia, el amor, la fe, la esperanza y la humildad. Ciertamente, es una gran cosa alegrar al prójimo con ello, pero con facilidad el demonio del autorreflejo nos golpea amistosamente la espalda diciendo. «¡Bien hecho!». Y puesto que ésta es una gran verdad psicológica, tiene que volverse lo opuesto para la misma cantidad de personas, a fin de que el diablo tenga algo que reprender. ¿Se es feliz cuando hay que aplicarse a sí mismo estas virtudes? ¿Cuándo soy yo el receptor de mi propio donativo, es decir, cuando soy yo el más pequeño entre todos mis hermanos, a quien debería prestar cobijo? ¿Y si tuviese que reconocer que es a mí mismo a quien hacen falta mi paciencia, mi amor, mi fe y hasta mi humildad? Sí, ¿y si yo soy el demonio de mí mismo, el adversario, que siempre y en todas las cosas quiere lo opuesto? ¿Puede uno realmente soportarse a sí mismo? No se debe hacer al otro lo que uno no se haría a sí mismo. Esto vale tanto para lo malo como para lo bueno.
[OC 16, § 522]
Un hombre joven, de aproximadamente unos treinta años, de manifiesta inteligencia y altamente intelectual, vino a verme, no para que lo tratara, como dijo, sino solamente para formularme una pregunta. Me dio un manuscrito bastante extenso que contenía, según manifestó, la historia y análisis de su propio caso. Lo denominaba neurosis obsesiva, y estaba en lo correcto, como pude comprobar al leer el manuscrito. Era una especie de biografía psicoanalítica, redactada con suma inteligencia y notable introspección. Era un tratado científico correcto, fundado sobre lecturas vastas y exactas de la literatura especializada correspondiente. Lo felicité por su logro y le pregunté con qué fin había venido a verme. Me dijo: «Bien, usted ha leído lo que he escrito. ¿Podría decirme por qué, con toda mi introspección, sigo siendo tan neurótico como antes? Según la teoría, debería haberme curado, ya que pude evocar en mi memoria hasta los recuerdos más alejados. He leído acerca de muchos casos que, con mucha menos introspección que la que yo poseo, fueron curados. ¿Por qué habría de ser yo una excepción? Por favor, dígame qué he pasado por alto o qué cosas sigo reprimiendo». Yo le respondí que en ese momento no podía ver el motivo que aclarase por qué su neurosis no había resultado afectada por su introspección realmente sorprendente. «Pero», le dije, «permítame que solicite más información acerca de su persona». «Con gusto», contestó. A lo que yo dije: «Usted menciona en su biografía que su invierno transcurre con frecuencia en Niza y su verano en St. Moritz. Supongo que es usted hijo de padres de buena posición». «No, no», dijo él, «no son ricos». «Entonces, ¿usted mismo hizo el dinero?». «No», contestó sonriendo. «Pero, ¿cómo es entonces?», pregunté vacilando. «Eso no significa nada», dijo él, «obtuve el dinero de una mujer que tiene sesenta y tres años y que es maestra en una escuela de enseñanza primaria. Es un lío, usted ya sabe», agregó. Esta mujer, algunos años mayor que él, se encontraba de hecho en una situación muy modesta y vivía de sus humildes ingresos como maestra. Se privaba de casi todo, naturalmente con la esperanza de casarse, cosa que a este famoso caballero ni siquiera se le pasaba por la cabeza. «¿No cree usted», le dije, «que una de las principales razones por las que usted aún no se ha curado podría radicar en el hecho de estarse aprovechando económicamente de esta pobre mujer?». Pero se rió de mi absurda alusión moral, como él la definió, la cual, según creía, no tenía nada que ver con la estructura científica de su neurosis. «Además», dijo, «he hablado con ella de este asunto y ambos estamos de acuerdo en que carece de importancia». A lo que contesté: «¿Usted por tanto supone que por el hecho de discutir esta situación el otro hecho —que usted sea mantenido por una mujer pobre— desaparece del mundo? ¿Usted supone que de esa forma el dinero que suena en su bolsillo se transforma en un bien adquirido de manera recta?». Después de esto se levantó indignado, murmuró algo acerca de prejuicios morales y se despidió. Es uno de tantos que cree que la moral no tiene nada que ver con la neurosis y que un pecado intencional no es un pecado mientras se lo pueda eliminar intelectualmente.
Queda claro que a este señor tuve que enseñarle mis concepciones. Si nos hubiésemos puesto de acuerdo, podría haber sido posible un tratamiento. Pero si nosotros, dejando de lado el fundamento imposible de su vida, hubiésemos comenzado el trabajo, habría sido en vano. Con tales concepciones uno solamente se puede adaptar a la vida si es un criminal. Pero este paciente no era un verdadero criminal, sino únicamente uno de esos intelectuales que confían hasta tal punto en el poder del entendimiento que llegan a creer que se puede borrar la injusticia perpetrada. Naturalmente que yo creo en el poder y la dignidad del intelecto, pero sólo hasta el punto en que no atente contra los valores del sentimiento.
[OC 17, § 182 s.]
Habría que contar con una especie de escuelas para adultos donde al menos se enseñase a las personas los rudimentos del conocimiento de sí mismo y del de los demás. Más de una vez he hecho esta propuesta, pero todo queda en el deseo piadoso, aun cuando todo el mundo acepta teóricamente que no puede existir ningún acuerdo general sin el conocimiento de sí mismo. Sería posible encontrar medios y caminos si se tratase de algún problema técnico. Pero como se trata de lo más importante, a saber, del alma de las personas y de las relaciones humanas, entonces para esto no existen maestros ni alumnos, ni medios de aprendizaje, ni cursos, sino que todo permanece estancado en el encogerse de hombros y en el «habría que». Que cada cual debería empezar por sí mismo es demasiado impopular, y por ello todo sigue igual. Solamente cuando las personas se ponen hasta tal punto nerviosas que el médico diagnostica una neurosis, entonces se recurre a médicos especialistas, cuyo horizonte disciplinar no suele incluir la responsabilidad social.
[Cartas II, 419]
Si usted no desea arruinarse moralmente, solamente existe una pregunta, a saber: ¿qué carga tiene que soportar usted mismo para tomarse a pecho la necesidad del prójimo?
[Cartas II, 395]
Usted quizá tienda a la concepción de que la dificultad queda superada cuando su consciencia ha vencido algo, pero generalmente no es así. Se puede superar con total facilidad algo en la conciencia, pero el hombre inconsciente lo encuentra extremadamente difícil y sufre con este conflicto. Piense, por ejemplo, en alguna relación humana en su vida o en algún deber desagradable. Su consciencia sabe que no hay más remedio que adaptarse, y usted realmente lo logra; pero cuando se cansa un poco o no se siente del todo bien, entonces reaparece ahí el viejo rencor y repentinamente ya no lo soporta más. Es como si jamás hubiese aprendido a tratar con ello. El hombre débil e inferior aparece tan pronto como su conciencia cede un poco. Solamente es necesario un pequeño cansancio y todas nuestras bellas capacidades desaparecen por completo; todo lo que aprendimos desde siempre de repente ya no existe.
[Análisis, 710]
Dear sir, usted tiene toda la razón: sin el hecho de la relación no es posible la individuación. La relación comienza generalmente con la conversación. Por eso la comunicación es sin lugar a dudas muy importante.
A lo largo de sesenta años practiqué esta sencilla verdad. También le doy la razón en que la experiencia religiosa depende hasta cierto grado de las relaciones humanas. Ignoro hasta qué grado. Existe por ejemplo la tradición apócrifa «donde hay dos, ahí están con Dios, y donde hay uno solo, allí estoy con él». Pero, ¿qué sucede con los eremitas? Si busca, seguramente encuentre al interlocutor adecuado. Siempre es importante poseer un contenido que pueda ser introducido en una relación, y a menudo uno encuentra este contenido en la soledad.
[Cartas III, 358]
Sí, una persona nunca es representada únicamente por sí misma. Una persona solamente es algo en relación con otros individuos. Obtenemos una imagen completa de alguien sólo cuando lo vemos en relación con su medio, de igual forma que no sabemos nada de una planta o un animal si desconocemos SU espacio vital.
[Análisis, 253]
El proceso de individuación posee dos aspectos centrales: por un lado, es un fenómeno de integración interno, subjetivo; por otro lado, un fenómeno imprescindible de relación objetiva. Un aspecto no puede existir sin el otro, aunque a veces sea más preponderante uno que el otro. A este doble aspecto corresponden dos peligros típicos: uno de ellos consiste en que el sujeto utiliza las posibilidades de desarrollo que ofrece el enfrentarse con lo inconsciente para rehuir ciertas obligaciones humanas y afectar una «espiritualidad» que no resiste una crítica moral; el otro consiste en que las inclinaciones atávicas poseen demasiada fuerza y reprimen la relación hacia un nivel primitivo. Entre estas Escila y Caribdis corre el estrecho camino a cuyo conocimiento han contribuido tanto la mística cristiana de la Edad Media como la alquimia.
[OC 16, § 445]