Un hombre acaso perciba la relación con su mujer como exclusivamente colectiva; pero esto sencillamente no es suficiente. Él debería tener una relación individual con ella; si ésta falta, entonces no existe adaptación individual. Entonces él es el esposo corriente y del todo honorable y su mujer es esa mujer con la cual se encuentra en la institución matrimonial. Él intenta cumplir sus deberes como esposo al igual que intenta ser el buen director de una compañía. Pero su mujer es una mujer especial con la cual debería tener una relación especial.
Para comprender el matrimonio debemos pensarlo como una institución y considerar su importancia histórica. Desde tiempos inmemoriales el matrimonio ha existido como una institución para el casamiento, y siempre fueron muy escasas las bodas por amor; en primer lugar se trataba de un negocio de intercambio. Las mujeres se compraban y se vendían; en las familias reales sigue siendo una especie de trata de vacas, y en las familias muy ricas es similar. Sin lugar a dudas, esto sucede entre campesinos por motivos económicos convincentes. A menudo se trata de ir a lo seguro, como decimos, esto es, «dinero llama a dinero». El matrimonio es una institución colectiva y la relación dentro del matrimonio es una relación colectiva. Tan pronto como los tiempos se vuelven un poco más sofisticados y existe cierta cultura, el individuo se convierte en un ser mimado; se poseen más deseos y exigencias. Se psicologiza y se desea comprender, y luego se comprueba que realmente uno no es el indicado para el otro y que no se tiene una verdadera relación. Después de una gran catástrofe se busca una habitación hermética en donde se pueda estar seguro, cualquier habitación sirve mientras no haya goteras; pero no se tiene relación alguna con esa habitación, es solamente un agujero cualquiera con un techo encima que ofrece una seguridad relativa. En tiempos remotos, en condiciones de barbarie y entre tribus primitivas, cualquier mujer era más o menos buena. Esto aclara el incesto entre campesinos. Existen casos extraordinarios en Suiza. He aquí un caso del que oí hablar hace poco: Un campesino joven quería casarse; su madre y él poseían una buena propiedad, por eso la madre le dijo: «¿Para qué casarse? Solamente habrá más bocas que alimentar; debería irme y me tendrías que mantener; si quieres una mujer, tómame a mí». Aquí tenemos al campesinado, y algo así sucede por motivos económicos. Los tribunales sostienen que en algunas localidades el incesto por motivos económicos es tan frecuente que ya no vale la pena ocuparse de ello, no se hace el esfuerzo. Por todas partes se descubren cosas así. En algunas de las islas Británicas, en las Hébridas entre otras, las condiciones de vida de las personas son extremadamente colectivas, se vive instintivamente, de ningún modo psicológicamente. El fundamento del matrimonio ha sido siempre pronunciadamente colectivo; el elemento personal es el logro de una época cultivada; y solamente en épocas muy recientes el matrimonio se ha transformado en un problema que se puede debatir sin ser acusado de inmoralidad. Suele decirse que la moral es lo único que no puede mejorarse. ¡Realmente es lo único!
Hoy tenemos un gran problema, porque esa relación matrimonial colectiva ya dejó de ser aquello que las personas esperan del matrimonio, es decir, una relación individual que, por otra parte, resulta extremadamente difícil de conseguir en la vida conyugal. El matrimonio como tal representa un obstáculo. Ésta es simplemente la verdad. Pues lo más fuerte en el ser humano es participation mystique, el mero «tú y tu perro en la oscuridad»; esto es más fuerte que la necesidad de individualidad. Se vive con un objeto y luego de un tiempo existe una asimilación recíproca y se tornan parecidos. Todo lo que vive en común se influye mutuamente, existe una participation mystique; el mana de uno asimila el mana del otro. Esta identidad, este depender el uno del otro, constituye un gran escollo para una relación individual. Cuando se es idéntico, no existe relación posible; la relación solamente es posible cuando existe la separación. Debido a que la participation mystique es el estado más común dentro del matrimonio, especialmente cuando las personas se casan jóvenes, resulta imposible una relación individual. Quizá ambos escondan sus secretos ante el otro; si los mostraran, acaso lograrían crear una relación. O tal vez no tengan misterios que comunicar; entonces no existe nada que proteja contra esta participation mystique, y se produce un hundimiento en ese abismo sin fondo de la identidad, y luego de un tiempo se descubre que ya no sucede absolutamente nada.
[Análisis, 88 s.]
No sólo yo estoy tan loco como para estar casado de esta manera; todos estamos casados así, en consonancia con leyes antiquísimas, ideas sagradas, tabúes, etc. El matrimonio es un sacramento con leyes irrevocables; deben criticarse las costumbres y no los individuos.
[Análisis, 91]
En la medida en que el entendimiento, o la astucia, o el amor previsor de los padres no hayan concertado el matrimonio de los hijos, y en tanto que el instinto primitivo de los hijos no se encuentre deformado ni por la falsa educación ni por la influencia secreta de los complejos estancados y negligentes de los padres, la elección del cónyuge se producirá normalmente debido a motivaciones inconscientes, instintivas. La inconsciencia causa la no-diferenciación, la identidad inconsciente. La consecuencia práctica es que uno presupone en el otro una estructura psicológica similar. La sexualidad normal como vivencia común y con la misma dirección aparente refuerza el sentimiento de unidad y de identidad. Este estado se define como de completa armonía y se lo celebra como una gran suerte («un solo corazón»); y con razón, pues el regreso a ese estado inicial de inconsciencia y de unidad sin consciencia es como un regreso a la infancia (de ahí los gestos aniñados de todos los enamorados), más aún, como un regreso al vientre materno, al inconcebible mar de una plenitud creadora todavía inconsciente. En efecto, es una verdadera e indiscutible vivencia de la divinidad cuya fuerza avasalladora disuelve y devora todo lo individual. Es una verdadera comunión con la vida y el destino impersonal. Se quiebra la obstinación que cuida de sí, la mujer se vuelve madre, el hombre se vuelve padre, y ambos se ven privados de su libertad y se transforman en herramientas de la vida que avanza.
[OC 17, § 330]
Es normal en cierto sentido que los hijos se casen de algún modo con los padres. Psicológicamente resulta esto tan importante como biológicamente una cierta pérdida de los antepasados para el desarrollo de una buena raza. De ese modo surge la continuidad, una razonable supervivencia del pasado en el presente. Sólo un exceso o un defecto es insano en esta dirección.
Ahora bien, en la medida en que una semejanza con los padres, positiva o negativa, sea decisiva en la elección amorosa, no será plena la separación de la imagen de los padres ni, en consecuencia, de la infancia. Aunque la infancia debería llevarse consigo, precisamente por continuidad histórica, esto no debe ocurrir a costa del desarrollo. Hacia la mitad de la vida se apaga el último resplandor de las ilusiones infantiles —esto, naturalmente, si se piensa en una vida ideal, pues no son pocos los que se van a la tumba sin haber superado la puerilidad—, y de la imagen parental surge el arquetipo propio de la persona adulta: una imagen del hombre, tal como la ha experimentado la mujer desde los primeros tiempos, y una imagen de la mujer como la que el hombre desde siempre lleva dentro de sí.
[OC 10, § 73 s.]
Sabe usted, cuando se convive con alguien con quien no existe una relación auténtica, entonces uno se encuentra unido a esa persona de forma inconsciente. Y esta relación especial e inconsciente produce un estado psicológico que se podría comparar con un continuum, en donde ambos se comportan como si estuviesen en el mismo estanque bajo el agua. Se encuentran bajo el mismo techo, en el mismo bote, lo cual crea una forma especial de relación inmediata. Esta relación inconsciente produce los fenómenos más curiosos, por ejemplo, sueños que inequívocamente no son los sueños del soñante. Cuando se trata de un matrimonio, el hombre puede soñar los sueños de su mujer o a la inversa; o uno de ellos puede verse obligado a hacer algo que no surge de su propia psicología, sino de la del otro. Estos son síntomas de una participation mystique de esta especie.
[Análisis, 645]
Una muy buena armonía familiar que descanse sobre la participación pronto conducirá a los intentos más vigorosos por parte de los cónyuges de liberarse y deshacerse el uno del otro; luego inventan temas de discusión irritantes solamente para tener un motivo para sentirse incomprendidos. Si estudiaran la psicología matrimonial medía, descubrirían que la mayoría de las dificultades radican en la hábil invención de temas de conversación excitantes para los que no existe el menor motivo.
[OC 18/1, § 158]
Cuando alguien se queja de que no se entiende con su mujer o con personas a las que estima, de que siempre suceden entre ellos escenas terribles y resistencias, entonces notará usted en el análisis de esta persona que padece un ataque de odio. Ha vivido con aquellos a quienes ama en una participation mystique. Se ha extendido sobre los otros hasta ser idéntico con ellos, y esto es una violación del principio de individualidad. Luego, naturalmente, experimenta resistencias y debe retroceder. Entonces, le digo: «Por supuesto que hay que lamentar que usted siempre tenga dificultades, ¿pero no se da cuenta de lo que hace? Usted ama a alguien, se identifica con él, y luego quiere naturalmente afirmarse frente al objeto de su deseo y lo oprime mediante su identidad que da por sentada. Usted lo trata como si fuera usted mismo, y naturalmente, habrá resistencias. Es una violación de la individualidad de la otra persona, y es un pecado contra su propia individualidad. Estas resistencias son un instinto sumamente útil e importante: usted experimenta la contradicción, las escenas y los desengaños para finalmente volverse consciente de sí mismo, y luego el odio desaparece».
[Kundalini, 64]
Cuando se analiza a personas casadas o a personas que mantienen una relación muy estrecha, aun cuando no formen un matrimonio, no puede tratarse su psicología simplemente como una cosa separada; es como si se tratase de dos personas y resulta extremadamente difícil separar a partir de la relación qué cosas pertenecen a cada uno. Se comprueba con regularidad que semejante caso solamente puede ser aclarado por la llamada psicología individual cuando otra persona, al mismo tiempo, juega un papel en esta consciencia; en otras palabras: se trata de psicología de las relaciones y no de la psicología de un individuo humano aislado. Resulta incluso muy difícil separar la parte individual de la parte relacional. Por tanto, apenas podemos considerar un sueño de este tipo como de su exclusiva propiedad; pertenecería, en igual medida, a su mujer. Su psicología está en ella, como la de ella en él, y cada sueño que sueñan ambos es una expresión de esta unión. Es como si una persona, dentro de una relación anímica estrecha, hubiese perdido sus dos piernas, sus dos brazos y la cabeza, y tuviese ahora cuatro piernas y cuatro brazos, dos cabezas y dos vidas. El individuo se encuentra atravesado por la esfera anímica del compañero, y lo mismo le sucede a la totalidad de su problema vital, todo el problema espiritual se encuentra recíprocamente influido. Gran parte de su material psicológico es material relacional que porta el sello de dos almas.
[Análisis, 602 s.]
La persona normal es una ficción, si bien existen ciertas regularidades con validez general. La vida anímica es un proceso que puede detenerse en los grados más bajos. Es como si cada individuo tuviese un peso específico; de acuerdo a ello, asciende o se hunde en aquel grado en el cual alcanza su límite. También en consonancia con ello se encuentran conformadas su comprensión y sus convicciones. No es por tanto ningún milagro el que la gran mayoría de los matrimonios alcancen con la determinación biológica su límite psicológico más alto, sin daños para la salud espiritual y moral. Relativamente pocos llegan a una desunión más profunda consigo mismos. Cuando existen muchas necesidades exteriores el conflicto no puede alcanzar tensión dramática por falta de energía. Pero de forma proporcional a la seguridad en el plano social aumenta la inseguridad psicológica, primero de manera inconsciente, causando neurosis; luego de manera consciente, ocasionando separaciones, peleas, divorcios y otras «locuras matrimoniales». En un grado aún más alto se reconocen nuevas posibilidades de desarrollo psicológico, que rozan la esfera religiosa y donde el juicio crítico toca a su fin.
[OC 17, § 343]
De nada puede afirmarse que sea verdadero o falso. ¿Cómo podría juzgarse? La vida humana y el destino humano son tan paradójicos que apenas si puede erigirse una ley vinculante. Cuando determinada mujer se casa con determinado hombre suele ser cierto que existe una relación sexual entre ambos, pero algo mucho más fuerte que el poder de la sexualidad podría haberlos unido para otros objetivos completamente distintos. Tenemos que tener en cuenta tales cosas, porque realmente suceden, y cuando se tratan tales casos se adquiere una tolerancia extraordinaria frente a los múltiples caminos del destino. Las personas que deben vivir determinado destino se vuelven neuróticas cuando se les impide que lo hagan, incluso cuando esto, medido desde una verdad estadística, sea un terrible absurdo. El agua a veces fluye hacia arriba. Considerado desde un punto de vista racional acaso sea falso, pero tales cosas suceden, y tenemos que aceptarlas. Reconocemos que estas cosas poseen determinado sentido, pues realmente no contamos con un punto de vista desde el cual pudiésemos impedirlas. Aportan algo a la plenitud de la vida, y la vida debe vivirse. No se debería pretender enseñar a un tigre a comer manzanas. Un tigre solamente es un tigre cuando come carne; un tigre vegetariano es un completo absurdo.
[Análisis, 494 s.]
Ciertamente, en el pasado no se había tenido en cuenta que el ser humano es un ser «doble»; un ser que posee una parte consciente, la cual conoce, y una parte inconsciente, de la cual nada sabe, y que, sin embargo, no tiene por qué permanecer oculta a los otros. Cuán a menudo se inventa todo tipo de «historias» de las que no se es consciente, pero que los otros ven y perciben con claridad. El ser humano vive como alguien cuya mano no sabe lo que hace la otra. El conocimiento de que tenemos que tener en cuenta la existencia de lo inconsciente es un hecho revolucionario. La conciencia como instancia ética posee el mismo alcance que el ser consciente. Pero allí donde el ser humano no sabe, puede realizar las cosas más maravillosas o terribles sin rendirse cuentas y sin intuir nada de aquello que hace. La acción inconsciente siempre aparece como algo que va de su yo y por eso mismo no se reflexiona críticamente sobre ella. Luego uno se asombra de la incomprensible reacción del entorno, al que se carga con las culpas, esto es, no se ve lo que uno mismo hace y para todas las consecuencias procedentes de tal acción se buscan las causas en los otros.
Para esto los matrimonios proporcionan ejemplos instructivos de hasta qué punto se ve la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. De mucho mayor, de infinito alcance, son las proyecciones de la propaganda bélica, en donde los deplorables vicios de la vida civil se instauran como principio. El no-querer-ver y la proyección de los propios errores se encuentran al comienzo de la mayor parte de las disputas y son la garantía más fuerte de que la injusticia, la hostilidad y la persecución no puedan extirparse con facilidad. En la medida en que uno se mantiene en la inconsciencia sobre la propia persona, tampoco se perciben los conflictos propios. Incluso se llega a sostener la imposibilidad de que existan conflictos inconscientes. Existen a su vez muchos matrimonios en los cuales se evita con sumo cuidado todo ese potencial conflictivo, con lo cual uno de sus integrantes realmente empieza a creer que es inmune a ello, mientras que el otro está lleno hasta arriba de penosos complejos reprimidos que casi llegan a asfixiarlo. Tal situación posee con frecuencia un efecto nocivo sobre los niños. Sabemos que muy a menudo los niños tienen sueños que tratan acerca de los problemas silenciados por los padres. Estos problemas abruman a los niños, porque los padres, inconscientes de ellos, jamás intentaron enfrentarse a sus dificultades, por lo cual se crea una especie de atmósfera envenenada. Por ello, las neurosis infantiles tienen mucho que ver, en considerable medida, con los conflictos de los padres.
[OC 18/2, § 1803 s.]
Mi oficio me ha obligado desde siempre a percibir la singularidad de los individuos, y la particular circunstancia de que con el correr de los años tuviese que tratar a tantos matrimonios —ya no sé a cuántos— y hacer mutuamente comprensibles a un hombre y una mujer fortaleció aún más el deber y la necesidad de comprobar ciertas verdades estadísticas. Cuántas veces, por ejemplo, me vi obligado a decir: «Mire usted, su mujer posee una naturaleza muy activa, de la cual no puede esperarse que se desarrolle únicamente en las tareas del hogar». Con ello queda expresada una tipificación, una especie de verdad estadística. Existen naturalezas activas y pasivas.
[OC 6, § 937]
El introvertido ve todo aquello que de alguna manera le resulta valioso en el sujeto; el extrovertido, por el contrario, en el objeto. Y a la inversa: la dependencia del objeto se le aparece al introvertido como lo menos valioso; al extrovertido, en cambio, el ocuparse del sujeto, que solamente puede entender como un autoerotismo infantil. No es ningún milagro, por tanto, que ambos tipos se combatan. Pero esto no impide que un hombre, en la mayoría de los casos, se case con una mujer del tipo opuesto. Tales matrimonios son muy valiosos como simbiosis psicológicas mientras sus integrantes no intenten comprenderse mutuamente de manera «psicológica». Esta fase pertenece a los fenómenos de desarrollo normales de todo matrimonio, en donde los cónyuges disponen del ocio necesario, o del necesario empuje para desarrollarse, o de ambas cosas a la vez, junto a la dosis necesaria de coraje para dejar que la tranquilidad matrimonial se interrumpa en ciertas ocasiones. Cuando, como ya se dijo, las circunstancias lo favorecen, esta fase ingresa de manera totalmente automática en la vida de ambos tipos, y por la siguiente razón: el tipo es una unilateralidad del desarrollo. Uno desarrolla sus relaciones solamente hacia fuera y descuida su interior. El otro se desarrolla solamente hacia dentro y se queda estancado hacia fuera; pero con el tiempo surge en el individuo la necesidad de desarrollar lo que se había descuidado hasta ese entonces.
[OC 6, § 898]
Ni siquiera el mejor matrimonio puede borrar por completo las diferencias individuales, de manera tal que el estado de los cónyuges fuese absolutamente idéntico. Por lo general, uno se sentirá más cómodo en el matrimonio antes que el otro. Uno de ellos, apoyándose en una relación positiva con los padres, tendrá poca o ninguna dificultad en adaptarse al cónyuge, mientras que el otro se encontrará impedido por un profundo vínculo inconsciente con los padres. Llegará más tarde a una adaptación total, y debido a que resultó más difícil de adquirir, quizá también sea más duradera.
[OC 17, 331 b.]
El matrimonio es, de hecho, una realidad brutal, pero es el experimentum crucis de la vida. Tengo la esperanza de que usted aprenda a soportar en lugar de luchar contra las abrumadoras necesidades del destino. Solamente así se mantendrá en el centro.
[Cartas I, 222]
Para la mujer del presente —y eso deberían tenerlo en cuenta los hombres— el matrimonio medieval ha dejado de ser un ideal. Es cierto que se oculta a sí misma esta duda, tanto como su opuesto: una lo hace porque está casada y, en consecuencia, encuentra de lo más inoportuno que las puertas de la caja fuerte no cierren herméticamente; la otra porque está soltera y es demasiado decente para reconocer ante su entorno, sin rodeos, cuál es su tendencia. Pero la parte de masculinidad que han conquistado les hace imposible a ambas considerar el matrimonio en su forma tradicional («Él ha de ser tu señor»), algo perfectamente creíble. Masculinidad significa saber lo que se quiere y hacer lo necesario para conseguir el objetivo. Una vez que se ha aprendido algo resulta tan evidente que ya no puede volverse a olvidar sin un potente deterioro anímico. La autonomía y el sentido crítico conseguidos por medio de este conocimiento son valores positivos, y la mujer los siente como tales. De ahí que no pueda volver a abandonarlos. Tampoco el hombre, que ha conseguido con no pequeños esfuerzos, incluso con dolores, la necesaria parte de comprensión de su alma, volverá a desprenderse de este conocimiento, pues está muy convencido de la importancia de lo adquirido.
Visto el problema desde lejos cabría pensar que con ello se coloca muy especialmente al hombre y a la mujer en la situación de hacer perfecto el matrimonio. Pero en realidad y visto de cerca no ocurre así, sino que, por el contrario, surge en primer lugar un conflicto si lo que la mujer haga a partir de la adquirida consciencia de sí no le gusta al hombre, y si los sentimientos que éste descubre en sí provocan el disgusto de ella. Pues lo que ambos han descubierto no son virtudes ni valores en sí, sino, en comparación con lo deseado, algo inferior que, si se entendiera como producto del libre albedrío o del capricho, podría con razón condenarse. Así suele ocurrir. Pero con ello se produce una injusticia a medias. La masculinidad de la mujer y la feminidad del hombre son inferiores, y es lamentable que al valor pleno se le añada algo de inferior valor. Por otro lado, también las sombras forman parte de la totalidad de la personalidad: el fuerte tiene que ser débil alguna vez; el inteligente debe mostrarse alguna vez tonto, de lo contrario su condición pierde credibilidad y degenera en pose y fanfarronada. ¿No es una vieja verdad que la mujer ama más la debilidad del fuerte que su fuerza y la torpeza del inteligente más que su inteligencia? Pues ése es el amor de la mujer: el hombre completo, es decir, no la mera masculinidad, sino los indicios de su negación. El amor de la mujer no es un sentimiento —algo que solo se produce en el hombre— sino una voluntad de vida a veces tremendamente poco sentimental y que puede incluso imponer el autosacrificio. Un hombre al que se ama de este modo no puede escapar de su lado inferior, pues a esa realidad sólo puede responder con su propia realidad. Y la realidad del hombre no es ninguna bella apariencia, sino una fiel imagen de la eterna naturaleza humana, que abarca a toda la humanidad indistintamente: una imagen de la vida humana con sus altibajos compartida por todos.
[OC 10, § 260 s.]
La mujer sabe cada vez más que sólo el amor le da forma plena, del mismo modo que el hombre comienza a sospechar que sólo el espíritu da a su vida un sentido superior, y ambos buscan en el fondo la mutua relación anímica, porque el amor necesita al espíritu y el espíritu al amor para complementarse.
La mujer siente que el matrimonio no le da ya verdadera seguridad. Pues ¿de qué le sirve la fidelidad del marido cuando sabe que los sentimientos y los pensamientos de éste discurren por otro lado, y que él es sencillamente demasiado razonable y demasiado cobarde para ir tras ellos? ¿De qué le sirve su propia fidelidad cuando sabe que con ella es esclava de su poder de posesión legal, a la vez que está dejando marchitarse su alma? Presiente una fidelidad superior, una fidelidad en el espíritu y en el amor, más allá de las debilidades y de la imperfección humanas.
[OC 10, § 269 s.]
Tradicionalmente se considera al hombre el perturbador de la paz conyugal. Esta leyenda viene de lejos, de tiempos remotos, cuando los hombres aún tenían tiempo para devaneos. Hoy impone la vida tales exigencias al hombre que, como mucho, puede aún verse al noble hidalgo Don Juan en el teatro. Más que nunca ama el hombre su comodidad, pues vivimos en la era de la neurastenia, de la impotencia y del «butacón». No le quedan ya energías para escalar balcones y batirse en duelo. Si ha de haber algo en la línea del adulterio, tiene que ser fácil. No debe costar mucho en ningún sentido, y por ello la aventura ha de ser sólo pasajera. El hombre de hoy tiene miedo a poner en peligro el matrimonio como institución. Cree a este respecto, por regla general, en el quieta non movere y recurre por ello a la prostitución. Apostaría cualquier cosa a que en la Edad Media, con sus famosos balnearios y su prostitución sin reservas, el adulterio era relativamente más frecuente que hoy. A este respecto, el matrimonio gozaría de mayor seguridad que nunca. Pero en realidad comienza a ser discutido. Es un mal síntoma que los médicos empiecen a escribir libros con consejos para conseguir un «matrimonio perfecto». Quienes están sanos no necesitan del médico. Pero el matrimonio actual se ha vuelto de hecho algo inseguro.
[OC 10, § 248]
Mientras que para la concepción del hombre corriente el amor coincide en su verdadero sentido con la institución del matrimonio, y más allá del matrimonio no hay más que adulterio o amistad concreta, para la mujer el matrimonio no es ninguna institución sino una relación humana, erótica. O al menos quisiera creerlo así. (Dado que su Eros no es ingenuo, sino que admite también, sin confesarlo, otros motivos, tales como la conquista de una posición social a través del vínculo conyugal, etc., este principio no puede realizarse de manera pura). La mujer imagina el matrimonio como relación exclusiva y puede soportar más fácilmente su exclusividad sin aburrirse mortalmente, pues si tiene hijos o parientes próximos puede establecer con ellos una relación tan estrecha como con él marido. El hecho de que no mantenga con ellos relaciones sexuales no significa nada, pues, de todos modos, la relación sexual le importa mucho menos que la relación anímica. Basta con que, al igual que el marido, tenga la creencia de que su relación es única y exclusiva.
[OC 10, § 255]
Ningún hombre es hasta tal punto masculino como para no albergar también algo de femenino. Antes bien, el hecho es que justamente los hombres muy viriles poseen (aunque de forma muy encubierta y escondida) una vida anímica muy delicada (denominada con frecuencia e injustamente «femenina»). Es una virtud que el hombre mantenga reprimidos en la medida de lo posible los rasgos femeninos, al igual que a la mujer no le sentaba bien, por lo menos hasta ahora, ser un marimacho. La represión de rasgos e inclinaciones femeninas conduce naturalmente a un abarrotamiento de estas exigencias en lo inconsciente. La imago de la mujer (el alma) se convierte igualmente en el receptáculo de estas exigencias, por lo que el hombre, en su elección amorosa, cede con frecuencia ante la tentación de conquistar aquella mujer que mejor se corresponda con el tipo especial de su propia feminidad inconsciente, una mujer, por tanto, que pueda recibir sin reparo la proyección de su alma. Aunque a menudo tal elección se considera y percibe como un caso ideal, también puede ser que de esta forma el hombre se case a todas luces con su debilidad peor.
[OC 7, § 297]
Cuando usted comprueba cómo un intelectual típico tiene miedo de enamorarse, al principio creerá que ese miedo es muy estúpido. Pero quizá él posea buenos motivos para su miedo, pues es altamente probable que en un caso así se comporte de forma realmente absurda. Será violentado por sus sentimientos, ya que éstos reaccionan solamente ante un tipo arcaico o peligroso de mujer. Por eso muchos intelectuales tienden a casarse por debajo de su nivel. Quizá resulten atrapados por la casera o la cocinera; en realidad caen en la trampa de sus propios sentimientos arcaicos, de los cuales no pueden dar cuenta. Se asustan, por tanto, con razón, pues sus sentimientos pueden conducirlos a la ruina. En el pensamiento son inatacables. Ahí son fuertes e independientes; pero en su sentimiento pueden ser influidos, violentados, engañados y utilizados, y son conscientes de ello. Nunca se debería por tanto querer hacer entrar a la fuerza a un intelectual en su sentimiento. Lo reprimirá con puño de hierro, porque sabe lo peligroso que es.
[OC 18/1, § 35]
La concepción que tiene todo hombre respetable es que con la mujer la cosa marcha sola, que el matrimonio se desarrolla solo. Lo único que no marcha por sí solo es el negocio. Para la mujer lo único que no marcha por sí solo es el matrimonio, pues ése es su negocio. ¡Una considerable diferencia en los puntos de vista!
[Análisis, 188]
Hace poco tuve una consulta con un hombre que me contó la historia de su aventura con otra mujer. Ella había despertado en él un sentimiento negativo hacia su esposa. Yo insinué que podía hablar abiertamente con su esposa, pero dijo que era imposible contarle algo así. Luego de un tiempo vi a su esposa, y me enumeró la larga serie de infidelidades por su parte: seis hombres, uno tras otro. Se contagió de gonorrea y luego le echó las culpas a su marido. Él había tenido gonorrea antes del matrimonio, y su médico le dijo a ella que quizá no había sanado del todo; podía rebrotar fácilmente de tal manera que ella se volviese a infectar. El marido se sintió tan disminuido que ni siquiera me lo contó. Tal situación es exactamente igual al problema de los padres que retroceden ante el hecho de hablar con sus hijos sobre sexo. Los niños dicen. «Qué tonta es mamá, parece no saber nada de estas cosas».
[Análisis, 237]
Los hombres pueden andar con mujeres de vida alegre y no obstante insistir en su propia corrección; y las mujeres pueden escaparse con auténticos diablos y sostener sin embargo que son esposas fieles. Nos tenemos que resignar al hecho de que el mundo es muy serio y, al mismo tiempo, muy ridículo.
[Análisis, 87]
Ahora bien, es un hecho que no existe ningún hombre que no peque o que alguna vez haya albergado la esperanza de salir del pecado. Ya debería estar muerto. Cuando ya no puede [pecar] más, entonces se acabó. Pero no antes. Esto es simplemente un hecho. Nadie puede querer convencerme de que no es así.
Cuando usted contempla a los santos… sí, Dios mío, ¿quién debe soportar allí la carga? ¿Quién, por ejemplo, se hizo cargo de la mujer de Nicolás de Flüe cuando dejó atrás a tantos hijos y a su mujer para convertirse en un ermitaño? Sí, ¡allí se convirtió en un santo! Y su mujer e hijos podían ordeñar las vacas y esas cosas. Pero él estaba fuera de juego. Igual que Tolstoi, quien con avanzada edad quería convertirse rápidamente en un santo y dio a su mujer toda la fortuna. Pero él comía de esa fortuna. No son más que niñerías.
Una vez vi a un verdadero santo. Lamentablemente no puedo darle detalles biográficos más precisos. Durante tres días hablé con él y me hundía cada día algunos metros en mi naturaleza pecadora y en mi imperfección. En la noche del tercer día ya quedaba muy poco de mi persona. A la mañana siguiente vino a consulta su mujer. ¡Ahí recibí otra imagen de todo ese esplendor! Volví a remontar los catorce estados en que me hallaba enterrado bajo tierra y me recompuse completamente. Estaba harto. Comprendí: «Sí, esto es a lo que ahora se llama santidad».
Naturalmente que existen santos muy respetables, eso lo acepto sin problemas.
[Sentimientos, 61]
¿Para qué tenemos, después de todo, psicología? ¿Por qué nos interesamos precisamente hoy por la psicología? La respuesta es: a todos le sería necesaria. […] Vivimos en un tiempo en el cual empieza a alborear el conocimiento de que el pueblo que vive del otro lado de la montaña no está compuesto exclusivamente de diablos pelirrojos responsables de todo el mal que ocurre de este lado. Algo de esta oscura intuición también se ha introducido en la relación entre los sexos: ya no todo el mundo está totalmente convencido de que todo lo bueno radica en el yo y todo lo malo en el tú. Ya existen hoy en día personas más que modernas que se preguntan con toda seriedad si a fin de cuentas no hay algo que realmente no funciona, si acaso no se ha sido algo inconsciente, algo anticuado, y debido a ello se siguen aplicando injustamente en la cuestión de las dificultades de relación entre ambos sexos métodos medievales, por no decir de los habitantes de la edad de las cavernas. Sí, hay personas que han leído la encíclica del papa sobre el matrimonio cristiano con horror, aunque tengan que admitir que para los habitantes de las cavernas el matrimonio llamado «cristiano» supone un avance cultural. Aunque la mentalidad prehistórica no esté ni con mucho superada y precisamente en el ámbito de la sexualidad, en donde el hombre se percata con mayor claridad de su naturaleza mamífera y experimenta sus triunfos más considerables, aún así, sin embargo, se han introducido ciertos refinamientos éticos que permiten a los seres humanos, que tienen tras de sí una educación cristiana de entre diez y quince siglos, moverse a una fase algo más elevada.
En esta fase, el espíritu —un fenómeno psíquico incomprensible para la concepción biológica— desempeña un papel psicológico que no es menor. Ya había aportado importantes conceptos a la idea del matrimonio cristiano, y en la duda y desvalorización modernas del matrimonio se inmiscuye de manera significativa en la discusión; negativamente como el abogado del instinto y positivamente como el defensor de la dignidad humana. De esto se sigue que no es ningún milagro que de ello surja un conflicto salvaje y confuso entre el ser humano como ser natural instintivo y el ser humano como ser cultural y espiritual. Pero lo malo en todo ello es que una parte siempre desea reprimir a la otra violentamente a fin de lograr establecer una solución armónica y unitaria del conflicto. Lamentablemente son demasiados los que siguen creyendo en este método todopoderoso en la política, y son muy pocos los que, tanto aquí como allí, lo condenan como una barbarie y prefieren poner en su lugar una comparación justa en la cual se escuchen a ambas partes.
Pero, desgraciadamente, en el problema de la relación entre los sexos nadie puede establecer por sí solo una comparación, sino que ésta solamente puede tener lugar en la relación con el otro sexo. ¡Por eso la necesidad de la psicología! En este plano la psicología se transforma en un informe, o mejor aún, en una metodología de la relación. La psicología garantiza un verdadero saber del otro sexo y sustituye al arbitrario opinar, fuente de incurables malentendidos que socavan de forma devastadora los matrimonios de nuestro tiempo.
[OC 18/2, § 1799 ss.]