¿A qué no se le llama «amor»? Empezando por el mayor misterio de la religión cristiana, encontramos en el siguiente grado de profundidad el amor Dei de Orígenes, el amor intellectualis Dei de Spinoza, el «amor de la idea» de Platón, el «amor divino cantado por los místicos» [Gottesminne], hasta entrar en la esfera de lo humano con palabras de Goethe:
Dormidos están los salvajes impulsos,
como todo acto impetuoso;
nace ahora el amor humano,
nace el amor de Dios.
(Fausto, 1.a parte, Gabinete de trabajo)
Nos encontramos con el amor al prójimo, con su coloración compasiva, en el sentido tanto cristiano como budista, con la filantropía, la asistencia social y, junto a él, el amor a la patria y demás instituciones ideales, como la Iglesia, etc. Se alinean a continuación el amor de los padres, sobre todo el amor materno, y luego el amor filial. Con el amor de los esposos dejamos atrás el terreno del espíritu y nos adentramos en esa esfera intermedia que se extiende entre espíritu e instinto, donde, por una parte, la llama pura de Eros se excita hasta convertirse en el fuego de la sexualidad y, por otra, formas de amor ideales, como el amor paterno, el amor a la patria, el amor al prójimo se mezclan con la avidez de poder personal, con el deseo de poseer y dominar. Esto no quiere decir que todo contacto con la esfera del instinto signifique necesariamente degradación. Al contrario, la belleza y la verdad de la fuerza amorosa se pone de manifiesto tanto más plenamente cuanto mayor cantidad de instinto sea capaz de contener. Pero cuanto más sofoque el instinto al amor más sale a la luz el animal. Así, el amor del novio y de la novia puede ser tal que cabe decir con Goethe:
Cuando la intensa fuerza espiritual
los elementos
para sí arrebató,
no hubo ángel que separase
la doble naturaleza unida
de la intimidad de ambos:
tan sólo el amor eterno
consigue separarla.
(Fausto, 2.a parte, Barranco)
No siempre se trata necesariamente de un amor así, sino que puede ser también un amor de esa clase de la que Nietzsche dice: «dos animales se han reconocido». El amor de los enamorados cala más hondo. Falta la consagración de la promesa, de los votos de vida en común. En cambio, esa otra belleza del destino, de lo trágico, puede transfigurar este amor. Pero, por lo general, predomina el instinto con su oscura pasión o su chispeante fuego de paja.
[OC 10, § 199 ss.]
El «amor» se revela empíricamente como la fuerza del destino par excellence, tanto si aparece como vulgar concupiscentia o como la afección más espiritual. Es uno de los móviles más poderosos en los asuntos humanos. Cuando se lo considera «divino», entonces esta denominación se le aplica con todo derecho, pues a lo más poderoso en la psique se le llamó desde siempre «Dios». Se crea o no en Dios, se admire o maldiga, siempre aparece la palabra «Dios» en la lengua. Siempre y en todas partes se llamó «divino» a lo que posee la máxima potencia psíquica. Sin embargo, «Dios» siempre es contrapuesto a las personas y se lo diferencia expresamente de ellas. El amor, con todo, es algo común a ambas partes.
[OC 5, § 98]
El amor es siempre un problema, con independencia de la edad de la persona de quien se trate. En la etapa de la infancia el problema es el amor de los padres; para el anciano el problema es lo que ha hecho con su amor. El amor es una de las grandes potencias del destino que se extienden desde el cielo hasta el infierno.
[OC 10, § 198]
Creo que lo mejor que puede hacer usted es comprender todo el problema del amor como un miraculum per gratiam Dei, como algo acerca de lo cual nadie sabe nada a ciencia cierta. Es siempre el destino, cuyas últimas raíces jamás desenterraremos. No hay que dejarse confundir por las obras de Dios. Que el sublime absurdo o la absurda sublimidad del acontecer nos sirva para el asombro filosófico.
[Cartas I, 274]
Y sin embargo, tiene usted mucha razón cuando dice que el problema del amor es el más importante de la vida. Pero hablar sobre lo más importante es también una de las cosas más arduas. Frente a ello se tiene un recelo muy natural, una especie de veneración, como la que nos inspiran las cosas grandes y fuertes. […] el problema del amor se me aparece como una montaña monstruosamente grande que con toda mi experiencia no ha hecho más que elevarse, precisamente cuando creía haberla casi escalado.
[Cartas I, 60]
Esta implicación del amor en todas las formas de vida, en la medida en que es general, es decir, colectiva, constituye la menor dificultad en comparación con el hecho de que el amor es también, eminentemente, un problema individual. Todo esto quiere decir que bajo este aspecto pierden su validez cualquier criterio y regla general.
[OC 10, § 198]
De todos modos, es difícil pensar que este mundo tan rico fuese demasiado pobre como para no poder ofrecer un objeto al amor de una persona. Ofrece espacio infinito para cada uno. Antes bien, es la incapacidad de amar la que roba al hombre sus posibilidades. Este mundo solamente es vacío para aquel que no sabe dirigir su libido a las cosas y personas para hacérselas vivas y bellas. Lo que, por tanto, nos obliga a crear un sustituto a partir de nosotros mismos no es la carencia exterior de objetos, sino nuestra incapacidad de abrazar amorosamente algo que está fuera de nosotros. Seguramente nos agobien las dificultades de la vida y las contrariedades de la lucha por la existencia, pero tampoco las situaciones externas muy difíciles pueden obstaculizar el amor, por el contrario, pueden estimularnos a realizar los esfuerzos más grandes. Las dificultades reales no podrán nunca reprimir la libido de forma tan duradera como para que surja una neurosis. Para ello hace falta el conflicto, que es la condición de toda neurosis. Solamente la resistencia que su no-querer opone al querer produce esa regresión que puede convertirse en el punto de partida de un trastorno psíquico. La resistencia al amor engendra la incapacidad de amar, o esa incapacidad actúa como obstáculo. Al igual que la libido se asemeja a una corriente constante que hace desembocar su agua en el mundo de la realidad, la resistencia no se asemeja, considerada desde un punto de vista dinámico, a una roca que se alza desde el lecho del río y que es sumergida o rodeada por la corriente, sino más bien a una contracorriente que en vez de fluir hacia la desembocadura fluye hacia la fuente. Una parte del alma quiere, sí, el objeto externo, pero otra quiere retroceder al mundo subjetivo, desde el cual hacen señas los palacios aéreos y livianos de la fantasía.
[OC 5, § 253]
El problema del amor pertenece a los grandes padecimientos de la humanidad, y nadie debería avergonzarse del hecho de tener que pagar su tributo.
[OC 17, § 219]
La razón cotidiana, el sano sentido común, la ciencia como common sense aún más concentrado, pueden ciertamente tener largo alcance, pero nunca pueden ir más allá de los mojones de la realidad más banal y de la humanidad mediana. No ofrecen en el fondo ninguna respuesta a la pregunta acerca de los dolores del alma y su significado profundo. La psiconeurosis es, en su esencia última, un padecimiento del alma que no ha encontrado su sentido. Pero de los dolores del alma surge toda creación espiritual y cualquier progreso del hombre espiritual; y el motivo del padecimiento es la paralización espiritual, la esterilidad del alma.
Con este conocimiento, el médico se interna en un territorio al cual solamente se acerca con grandes vacilaciones. Es aquí cuando se le aparece la necesidad de transmitir la ficción que cura, el significado espiritual, pues precisamente eso es lo que el enfermo pide, más allá de todo lo que puedan darle la razón y la ciencia. El enfermo busca aquello que lo contiene y que le presta una forma coherente a la caótica confusión de su alma neurótica.
¿Se encuentra el médico capacitado para enfrentarse a algo así? Antes que nada, le indicará al paciente que se dirija al teólogo o al filósofo, o lo abandonará a la gran confusión de la época. Como médico, no está obligado por su conciencia profesional a tener una cosmovisión. Pero, ¿qué sucede cuando ve de forma demasiado clara aquello por lo que enferma su paciente?, ¿cuando ve que no tiene amor sino solamente sexualidad; que no tiene fe, porque la ceguera lo espanta; que no tiene esperanza, porque el mundo y la vida lo han desilusionado; que no tiene conocimiento, porque no ha comprendido su propio sentido?
Numerosos pacientes cultos se niegan categóricamente a dirigirse a un teólogo. Del filósofo no quieren siquiera escuchar una palabra, pues la historia de la filosofía los deja fríos, y el intelectualismo les resulta más árido que el desierto. ¿Dónde están esos grandes sabios de la vida y del mundo que no solamente hablan del sentido sino que también lo poseen? Es absolutamente imposible imaginarse un sistema o una verdad que pudieran ofrecer aquello que el enfermo necesita para vivir, a saber: fe, esperanza, amor y conocimiento.
Estas cuatro grandes conquistas del afán humano son, a su vez, múltiples dones que no se pueden enseñar ni aprender, dar ni recibir, retener ni merecer, pues se encuentran unidos a una condición irracional y que se sustrae a toda arbitrariedad humana, esto es, a la vivencia. Las vivencias nunca pueden «hacerse». Suceden, pero no de forma absoluta sino, afortunadamente, de forma relativa. Uno puede acercarse a ellas. Esto es lo que está al alcance humano. Existen caminos que conducen a la vecindad de la vivencia, pero deberíamos evitar llamar «métodos» a los caminos, pues este nombre mata todo lo que vive, y además el camino a la vivencia no es tanto un artificio, sino más bien una empresa arriesgada que exige la entrada en acción incondicional de toda la personalidad.
La necesidad terapéutica arriba con ello a una pregunta, y al mismo tiempo a un obstáculo que parece ser insalvable. ¿Cómo podemos proporcionar al alma que padece la vivencia liberadora, de la cual reciba los cuatro grandes dones que curen su enfermedad? De forma bienintencionada aconsejamos: deberías poseer el verdadero amor, o la verdadera fe, o la esperanza verdadera, o el «conócete a ti mismo». Pero, ¿de dónde puede tomar el enfermo aquello que sólo recibirá más tarde?
Saulo no debe su conversión al verdadero amor ni a la verdadera fe, ni a ningún otro tipo de verdad; únicamente su odio a los cristianos lo puso en camino a Damasco y esto lo condujo a aquella vivencia que habría de resultar decisiva en su vida. Vivió su peor equivocación con convencimiento, y eso lo condujo a la vivencia.
Aquí se abre una problemática vital que nunca termina uno de tomarse con la seriedad que exige, y aquí se le plantea al médico de las almas un problema que lo acerca mucho al sanador de almas.
[OC 11, § 497 ss.]
La mujer del presente ha cobrado consciencia del hecho indudable de que sólo en el estado de amor alcanza lo más elevado y lo mejor de sí misma, y este saber la lleva a ese otro conocimiento de que el amor está más allá de la ley, pero su respetabilidad personal se rebela contra ese conocimiento. Se siente uno inclinado a identificar esto con la opinión pública. Ése sería el mal menor, lo peor es que también ella lleva en la sangre esa opinión. Llega hasta ella como una voz interior, una especie de conciencia, y ése es el poder que la mantiene en jaque. No ha llegado a tomar consciencia de que su propiedad más íntima y personal podría entrar en colisión con la historia Una fusión semejante es para ella lo más inesperado, lo más absurdo. Pero ¿quién tiene plena consciencia de que en realidad la historia no está en libros voluminosos sino en nuestra sangre? Sin duda poquísimos.
[OC 10, § 266]
Es una característica de la mujer ser capaz de hacerlo todo por amor a un ser humano. En cambio constituyen las mayores excepciones las mujeres que consiguen algo importante por amor a una cosa, porque eso no responde a su naturaleza. El amor a la cosa es una prerrogativa masculina. Como el ser humano une en su naturaleza lo masculino y lo femenino, un hombre puede vivir lo femenino y una mujer lo masculino. Sin embargo, lo femenino está para el hombre en un segundo plano, igual que lo masculino para la mujer. Si se vive lo que corresponde al sexo opuesto se está viviendo en el propio trasfondo, con lo que lo verdaderamente propio queda insatisfecho. Un hombre debería vivir como hombre y una mujer como mujer.
[OC 10, § 243]
Una mujer que ama puede sostener una situación contra toda potencia superior, contra la muerte y el demonio, y puede crear, con total convicción, duración en el caos.
[Análisis, 744]
Así como la muerte es un hecho ineludible, tampoco existen medios sencillos para hacer fácil una cosa difícil como es la vida. Sólo podemos contrarrestar la fuerza de la gravedad mediante la aplicación de energía en la medida correspondiente. Así, la solución del problema del amor supone en cada caso un desafío para la totalidad de la persona. Sólo existen soluciones satisfactorias cuando se pone toda la carne en el asador. Todo lo demás es poner parches y no sirve para nada. El amor libre sólo sería posible si todos los seres humanos fueran capaces de los máximos esfuerzos morales. Pero la idea del amor libre no se ha inventado con esta finalidad, sino para hacer parecer fácil algo difícil. Propias del amor son la profundidad y la sinceridad del sentimiento, sin las que el amor no es amor sino mero capricho. El amor verdadero establece siempre vínculos duraderos, responsables. Necesita la libertad sólo para la elección, no para la realización. Todo amor verdadero, profundo, es un sacrificio. Se sacrifican las propias posibilidades o, mejor dicho, la ilusión de las propias posibilidades. Si no requiere este sacrificio, nuestras ilusiones evitarán que se establezca el sentimiento profundo y responsable, con lo que se nos privará también de la posibilidad de la experiencia del verdadero amor.
El amor tiene más de una cosa en común con la convicción religiosa. Exige una actitud incondicional; espera una total entrega. Así como sólo el creyente que se entrega por completo a su dios llega a ser partícipe de la gracia divina, el amor sólo desvela sus más altos secretos y maravillas a quien es capaz de la entrega y la fidelidad incondicional del sentimiento. Como este esfuerzo es tan difícil, son seguramente muy pocos los mortales que puedan presumir de haberlo conseguido. Pero precisamente porque el amor más entregado y más fiel es también el más hermoso, no debería nunca buscarse lo que pudiera hacerlo fácil. Mal caballero de la dama de su corazón es quien se echa atrás ante la dificultad del amor. El amor se comporta como lo hace Dios, ambos se entregan sólo a su servidor más valiente.
[OC 10, § 231]
[En la comunidad cristiana] se pone de relieve como algo especialmente importante la conservación de la comunidad mediante el amor recíproco; las instrucciones paulinas no dejan lugar a dudas:
Servios unos a otros mediante el amor.
Que la fraternidad prevalezca.
Y procuremos estimulamos mutuamente al amor y a las buenas obras y no abandonar nuestra asamblea…
La unión recíproca en la comunidad cristiana parece ser una condición de la redención o como quiera llamarse al estado anhelado. La I Carta de Juan se expresa en este sentido de manera similar:
El que ama a su hermano, permanece en la luz… Pero el que odia a su hermano se encuentra en las tinieblas…
Nadie jamás ha visto a Dios; si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros…
Más arriba hemos señalado el hecho de que los pecados se conocen de manera recíproca y que las dificultades anímicas se transfieren a la figura divina. De esta forma surge una íntima unión entre este hombre y aquel otro. Pero no solamente se debe estar unido mediante el amor a Dios, sino también al prójimo. Sí, esta relación parece incluso tan importante como la primera. Si Dios solamente «permanece en nosotros» cuando amamos «al hermano», entonces casi se podría suponer que el amor es más importante que Dios. Esta pregunta no resulta tan disparatada cuando miramos más de cerca las palabras de Hugo de San Víctor:
¡Pues tú, amor, posees inmensa fuerza; solamente tú fuiste capaz de hacer bajar a Dios del cielo a la tierra, qué fuerte es tu lazo, con el cual hasta el mismo Dios pudo ser atado… tú lo provocaste, lo ataste en tus lazos, lo heriste con tus flechas… tú heriste al que no puede sufrir, ataste al invencible, atrajiste al inamovible, hiciste mortal al eterno…! ¡Amor, cuán grande es tu triunfo!
Por consiguiente, el amor no parece ser una potencia menor. El amor es Dios mismo. («Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios, y Dios permanece en él»). El «amor» es, por otro lado, un antropomorfismo par excellence y, junto al hambre, la clásica fuerza psíquica instintiva del hombre. Considerado desde un punto de vista psicológico es, por un lado, una función de relación; por otro, un estado psíquico con acentos emotivos que como es evidente coincide, por decirlo de alguna forma, con la imagen de Dios. El amor posee indudablemente un determinante instintivo; es atributo y acción del hombre, y cuando el discurso religioso define a Dios como «amor» subsiste el peligro de confundir el amor que obra en el hombre con el obrar de Dios.
[OC 5, § 95 ss.]
Nuestra soñante no es una personalidad religiosa, sino que es «moderna». Ha olvidado la religión que una vez se le enseñó y no tiene idea de que existen instantes en los cuales los dioses se entrometen, o más bien situaciones que desde los tiempos más remotos se encuentran constituidas de tal manera que calan en lo más hondo. A este tipo de situaciones pertenece por ejemplo el amor, su pasión y peligro. El amor puede hacer aparecer potencias insospechadas del alma de las que habría que haberse guardado mejor. Religio como «consideración cuidadosa» de los peligros y fuerzas desconocidos es lo que aquí está en cuestión. A partir de una mera proyección, puede surgir el amor con toda su fatalidad: algo que con ilusión cegadora podría arrancarla de su camino vital cotidiano. ¿Es algo bueno o malo, es Dios o el demonio aquello que caerá sobre la soñante? Sin saberlo, ya se siente entregada. ¡Y quién sabe si estará a la altura de semejante complicación! Hasta ahora ha eludido dicha posibilidad por todos los medios, y ahora ésta amenaza con cogerla. Éste es un riesgo del que se debería escapar, pero si hay que afrontarlo, entonces se necesita, como suele decirse, mucha «confianza en Dios» o «fe» en que el desenlace será bueno. Así se cuela de manera inesperada y repentina la pregunta acerca de la actitud religiosa ante el destino.
[OC 7, § 164]