XII

?, ? enero de 1979

Vuelvo al departamento donde vivieron Arón y Eligia pero no Arón con Eligia. Abro las ventanas para disipar los meses de aire encerrado. Los torrentes de calor se pasean por los cuartos. Vine para llevarme los objetos que pertenecieron a Eligia antes de que el departamento se ponga en venta. Remoloneo en la cocina y el comedor, atareándome con vajilla sin importancia. Huelo encierro y humedad, pero no hay olor a alimentos ni especias. Encuentro algunas botellas abiertas de licor barato que Eligia usaba para postre, y una, casi terminada, de whisky, de la misma fuerte marca escocesa que le gustaba a Arón. Como no valen la pena el trabajo de mudarlas, decido tomármelas.

Solo cuando la tarde empieza a declinar y su luz se filtra a través de las ramas secas del balcón que nadie ha regado desde octubre, me animo a entrar en la biblioteca. Ato en paquetes los pocos libros que restan. Finalmente abro el cofre. Debajo del paper, en un nivel estratigráfico incierto, que no permite asegurar quién la guardó, encuentro la última novela de Arón.

La devoro mientras termino un licor color granada traslúcido y paso a otro opaco y espeso. El libro es un torrente de resentimiento absoluto. Lo que en los años treinta había sido elogiado como su «capacidad de jugarse entero», terminó, a comienzos de los sesenta, en un grito de rencores estentóreos: odiaba a las mujeres, los deportistas, el Papa, los judíos, los lectores, los yanquis, los revolucionarios, los amigos, los empresarios, los periodistas, las personas prepotentes, las personas serviles, los gitanos, los intelectuales…

Leo: «¿Por qué no negar al hijo engendrado más por curiosidad que por deseo? ¿Qué obligación de amar al nacido? Que carguen ellos con su vergüenza y no yo con su perdón».

Trato de imaginar qué lugar puedo hacerme yo en ese texto y no encuentro ninguno. Trato, también, de rechazar de plano todo lo que me vincule con esas letras impresas y su autor. La indignación me hace dar un respingo. Releo algunos pasajes: ha ido mucho más allá que los borrachínes, ha construido un espacio en el que es imposible reconocer un límite. Abrió un desierto al que no se le ven fronteras, género de mal que ya no necesita ejercitarse en la agresión, porque se ha encerrado en un orbe en el que no cabe lo humano; un mundo narcisista, que se crea a sí mismo, que corta toda relación, toda perspectiva, toda reunificación. Ha elegido mirar hacia el vacío, el grado cero de la esterilidad, producir donde no se produce ni se admite ningún defecto, porque reconocer un defecto supone ya admitir que existe alguna perfección: el grado cero de la esterilidad. Para llegar voluntariamente al desierto, Arón ha desandado su amor por Eligia y su trayectoria política rescatable de los años treinta.

En su vínculo con estos dos temas cruciales —mujeres y política— existe una diferencia. Su agresión a lo femenino se apoyó sobre motivos egoístas. Como todos los hombres de su época se creía superior a cualquier otro en asuntos de mujeres, y desde muy joven se resentía con ellas por no ser el amante exclusivo de todas.

Pero en el plano político, parecía bien encarrilado, altruista… ¿Por qué había concluido atacando todo aquello por lo que había luchado?

Ya sin mucha lucidez, trato yo mismo de esbozar una explicación. Supongo que sus primeras embestidas se originaron en un sentimiento auténtico pero contradictorio con su clase. Al no encontrar en la política el freno de otra voz, como en al amor encontraba el freno de otro cuerpo, se abalanzó sobre los ideales con más ingenuidad que planes. Marchó preso y le pegaron. Conoció el odio; le gustó más que los ideales, y ya no se separó de él. Para colmo, durante los años más duros de la década del treinta fue uno de los pocos que combatió. Cuando pasaron esos tiempos infames, sus propios correligionarios lo evitaban por su carácter violento y no le reconocían ningún mérito. Hasta el viejo Presotto, el padre de Eligia, gobernador de las sierras, lo mandó detener por rumores de que andaba en otra conspiración, y ordenó allanar la estancia que Arón tenía en aquella provincia y secuestrar las doscientas armas que le encontraron escondidas en el casco, en la enorme tumba de «doscientos pies» donde yacía el cadáver destrozado y quemado de su primera esposa —la que había caído durante un raid aéreo— hacia Levante, y hacia Poniente, en la escuelita para el personal, donde Eligia dio sus primeras clases. Apenas salió de esa detención que le infligió el viejo, se casó con la hija de Presotto, que tenía dieciséis años. Así sumó su megalomanía sexual a su resentimiento político. Cuando decidió separarse para siempre, veintiocho años después, escribió antes este libro que tengo entre las manos…

La explicación no me convence mucho; cualquier otra me parecería también insuficiente. Entre el hombre que construía escuelitas y monumentos al amor de más de setenta metros de alto y el que arrojaba ácido a su amada, hay una evolución que no puedo entender. Mi fracaso por comprenderlo me ata a él.

Una y otra vez se me aparecen asociadas su aberrante caída ideológica con su separación de Eligia y con el ácido que le tiró. «¿Cómo se le puede hacer daño a una mujer indefensa?», me pregunto estupefacto.

Arón había escrito este libro que tengo en mis manos, mientras vivía conmigo, solos los dos. Trato de recordar esos tiempos. Nos hablábamos poco y tomábamos mucho. Yo despreciaba sus escritos, y me esforzaba por diferenciarme de él, pero había compartido voluntariamente la atmósfera insana de ese departamento, y quizá contribuido a ella. Ahora, la opción parece ser, para mí, o parricida de su memoria, o resentido por herencia, sin beneficio de inventario; o vulgar imitador en la copa y el balazo. No debo quedarme solamente en la negación de Arón. Tengo que dar vuelta esta historia.

«¿Cómo pudo hacerle daño a una mujer que lo había querido tanto?», me he preguntado unos minutos antes: como lo había hecho yo, dos veces, en Milán, con Eligia y Dina. La tormenta de Arón jadea dentro de mí. Todas las reflexiones que me he planteado respecto de Arón, valen también para mí. Parece la única puerta que me dejó entreabierta. Comprendo que esa abertura hacia el abismo quedará en mí para el resto de mi vida. No sé qué voy a hacer con ella, pero sobre todo no sé qué va a hacer ella conmigo.

Quiero moverme; ha pasado la medianoche. En una bolsa para la basura, arrojo las cremas para la piel de Eligia y los maquillajes con los que trataba de disimular los injertos. En el fondo del mismo botiquín encuentro las aguas de colonia que habían pertenecido a Arón, reconcentradas en sí mismas después de catorce años de quietud. También están allí todos sus artículos de tocador, tal como él los había dejado, sin que Eligia, durante los doce años que vivió aquí después del suicidio de Arón, ni yo durante mi regreso de ocho meses antes de viajar a Italia, los tocásemos. La máquina de afeitar tiene barbas de la última pasada.

Luego es el turno del dormitorio. Los cajones del ropero guardan las blusas severas de Eligia en la superficie, pero debajo están las camisas amarillentas de Arón, de cuello y puños duros, que ya eran un anacronismo en los sesenta. En los percheros cuelgan los tailleurs de ella junto a los trajes cruzados y gangsteriles de él. Eligia no se había desprendido de ninguna de las pertenencias de Arón. Los objetos se habían acomodado juntos durante doce años.

De pronto me golpea una duda, con más fuerza que cualquier certeza. ¿Leyó ella el último libro de él? Comparo fechas. «¡Imposible!», me dije con alivio; había sido impreso pocos días antes de la agresión y nunca fue distribuido, como seguramente tampoco ocurrirá con este texto si lo descubre el resto de mi familia. Pero no puedo negar que —como las camisas y los trajes en el ropero— el tomo había permanecido en el cofre durante doce años en los que también Eligia guardó allí sus recuerdos de papel. ¿Lo leyó y abominó del texto pero amó al hombre? ¿Qué sentimientos confusos había experimentado? ¿O fue tan sabia que ni siquiera abrió las tapas? ¿Hay candor una vez que se acepta convivir con el mal? ¿Qué terrenos son estos, de los que nunca nadie habla? «Si uno ama sin límites a otro que no lo merece, tarde o temprano, la grandeza de ese amor convertirá al otro en alguien digno de ese amor». ¡No me vengan con sermones! ¿Qué ocurre si «tarde» queda más allá de nuestras vidas y entendimiento? Estoy en el punto exacto en que Dios no es más un sermón y se convierte en una necesidad. Le pido misericordia en su ira inteligente, que lleve a buen puerto mi historia heterogénea y grotesca.

Vuelvo a la biblioteca y salgo a su balcón. Está cubierto de hojas secas. Echo un vistazo hacia la cúpula en sombras y los árboles del centro de manzana. Treinta metros por debajo de mis ojos está el jardín en el que cayó Eligia y se estrellaron las habilidades del profesor Calcaterra. Algunos reflejos permiten ver «damas de noche» y geranios florecidos: sólo fragmentos. Una cadena parece tironear de mí hacia el vacío. Tampoco Arón y o Eligia parecían libres después de sus suicidios. Renuncio, y me invade una sensación rica de posibilidades. Recuerdo un camino libre, de noche, en una colina a miles de kilómetros de esta biblioteca.

Por más injertos, quelonios y colgajos que hubiese sufrido, Eligia (tendría que empezar a llamarla «madre», o algo así como «mamá»; en realidad, es por ahí por donde empiezan todos) siempre halló en Milán algún resto de fuerza para enlazar su dedo con el mío, para tratar de sonreírme sin labios, con esa sonrisa tímida y esforzada que era su única posibilidad de sonreír. Fue en su carne que —me guste o no— Arón me concibió. La interpretación de San Juan, así como la hizo el sacerdote que nos predicó en Milán, está equivocada; no hay carne indiferente. La carne sirve: porta placer o porta sufrimiento. En ambos casos, lleva consigo a otro, un enamorado o un torturador, y comparte con otro su destino. El mal tiene, al fin de cuentas, voluntad, pero también la tiene nuestro tiempo, por insuficiente que sea. Vuelvo a la biblioteca, con sus estantes vacíos.

A los treinta y seis me convenzo de que he malgastado todo. Si doce años atrás se había terminado para mí el tiempo de las metáforas, ahora se termina el tiempo de las excusas. En estos meses recientes no he tropezado con nada vital salvo esta decisión de volver del balcón a la biblioteca desnuda. Lo único que me ha salido al cruce desde el suicidio de Eligia son textos, algunos para consuelo, otros para abrumarme. Mi salud no está a la altura de las esperanzas que traigo del balcón; me aparté demasiado de la vida; vomito todos los días. Tarde o temprano yo también seré sólo un texto; no me queda mucho más por hacer. Escribo estas líneas, y ese frágil impulso de hacerlo es todo lo que todavía puede llamarse, para mí, «vida» o «acción» o «posibilidades».

Me instalo en el recuerdo de Dina, como en una carpa. A su manera, se había ocupado de los otros —enamorados o torturadores— o, por lo general, una mezcla confusa de ambos. Se había plegado a los deseos de los que la deseaban; los había acariciado como querían; incluso les había robado, cuando ésa era la conducta que esperaban. Conmigo, había aparecido y desparecido con una exactitud angélica, siempre tomando mi mano, llevándome y dejándome en el lugar decisivo, para que yo pudiera —si así lo hubiese querido— ponerme en pie y abrazarla. Cuando comprobó que yo no era capaz de retenerla, abandonó su cualidad angélica y fantasmal para amarme: la destrocé. Siento la gravedad de estas imágenes de ella que vuelven a mí después de haber estado calladas tanto tiempo. Me calientan hasta un punto indigno. Es de reconciliación de lo que estoy hablando.

FIN