XI

Precisamente en la universidad, mientras terminaba mi adscripción, me reencontré un mes después, en noviembre del 78, con un licenciado al que ya había conocido en las redacciones y editoriales. Me comentó que estaba interesado en Arón Gageac y sus novelas. Nos sentamos en el bar de la universidad, silencioso y cuidadosamente pintado.

Era joven, de apenas cuarenta años, pero tenía el aire seguro y campechano que tanto envidiaba yo a mis compatriotas, sin poder imitarlo nunca.

—¿No te acordás de mí? —me preguntó—. Yo trabajaba en la Editorial de Mayo, cuando vos corregías los fascículos de cocina. ¿No te acordás? Eras famoso porque corregías en pedo y sin embargo no se te escapaba nada.

—Modestamente, soy un profesional.

—Una cosa es la fama y otra la realidad. En esa colección de recetas te olvidabas de controlar que todos los ingredientes de la lista figurasen después en el texto que explicaba cómo preparar el plato. Cuando vos ya habías terminado el trabajo y salieron a la venta los fascículos, empezaron a llamarnos las abuelas preguntando «¿qué hago con los trescientos gramos de atún?» o «¿dónde meto los cuatro rabanitos cortados en rodajas finas?». Errores de ortografía, no había, pero la sintaxis culinaria tenía cada agujero…

—Necesitaba trabajar.

—No hace falta que me lo digas a mí. En las recetas te armaste un lío con los garbanzos, las habas, las judías, los porotos, las lentejas, las habichuelas, las arvejas… ¿Pero para vos es todo lo mismo?

—¿No son más o menos lo mismo? Todavía hoy no sé distinguir… Eso sí, conozco todos los nombres. Te olvidas del guisante, el frijol, la alubia, la judía negra, el caragilate, la algarrobilla y unas cincuenta más, pero como en mi diccionario dice siempre lo mismo: «Planta herbácea leguminosa, que produce un fruto esférico y comestible, en vaina. / Semilla de esta planta», ¿cómo querés que las diferencie?

Al advertir que la dirección de la charla no me resultaba cómoda, ensayé un contraataque.

—¿Me querés decir para qué te interesas por esas novelas pornográficas con tramas que parecen de ópera? ¿Te crees que te las van a dejar publicar en estos tiempos? —El General había muerto y los militares tomaron otra vez el poder.

—Habrán sido pornográficas cuarenta años atrás, pero ya cambiaron los sistemas de lectura, la recepción de los textos. En cuanto a estos tiempos —bajó la voz— también van a cambiar… A mí no me interesa la técnica literaria pura, sino los significados sociosemióticos del texto. El narrador, en las novelas de Arón Gageac, no es más que otro objeto textual, usado como referente del sujeto de la escritura. Éste, en su candor semántico, recoge una serie de signos literarios de su extratexto y los traspasa al texto casi sin transcodiflcarlos, salvo la sublimación de sus propias tendencias… En el caso de Gageac, la sublimación produce ideales, en los primeros libros… y resentimientos, principalmente en el último, el del año de su muerte.

—No lo leí. ¿Qué tal es?

—Es… malo —vaciló antes de agregar unas palabras que en definitiva no salieron de sus labios.

Continuó con sus reflexiones, como si los tecnicismos lo protegiesen de algún momento incómodo: «Si tomamos el primer período de su obra literaria, que coincide con los primeros pasos del autor en la acción política, podríamos aplicar algunas nociones de la crítica actual sobre los novelistas de la década del treinta, según las cuales el análisis de los personajes revela la decepción porque el mundo en aquellos años no había progresado en la manera utópica que esperaban estos autores. Ya sabes, la crisis del 30 y todo eso… La degradación de los personajes en esa década, refleja la degradación de los autores. Ambos —personajes y autores— abandonan el prestigioso status de héroes que habían conquistado apenas quince o veinte años atrás y lo truecan por una soledad enfermiza desprendida de todos sus valores, que están en ruinas. Con estos escombros construyen un ego que se alimenta de metalogismos completamente personales. En el caso de Gageac, su elevada posición económica determinó que este derrumbe del ego se produjese en un campo social y en un período en el que esos privilegiados sujetos de la enunciación del discurso de poder que eran los bacanes, volvían con todos sus privilegios. Pero en Gageac, ya sea por propia voluntad o por optación execrativa de los miembros de su clase…».

—¿Cómo? —pregunté confundido.

—… quiero decir que, o mandó a la mierda a sus amigos de clase social de los clubes paquetes, o sus amigos lo mandaron a la mierda a él… La autoexclusión de la clase social alta que hace Gageac es única en este país tan cholulo y trepador, de manera que su caso resulta interesante para la sociología… —El licenciado vaciló, me miró a los ojos, y prosiguió—: …En el plano diacrónico, considerando su evolución, el interés es más psiquiátrico que sociológico. El hecho de que su último libro lo haya ilustrado un pintor que después trató de asesinar al Papa, demuestra precisamente el poder de convocatoria paranoide, subsconsciente e iconoclasta hasta el absoluto, de los resentimientos de Gageac, que son una advertencia sobre la dirección que estaba tomando el país. En él se manifiestan como resentimientos contra su propia clase, durante su actuación política en los treinta, y se proyectan hasta poco antes de su muerte, en los años sesenta, cuando afloran ya sin ropaje ideológico, el autor convertido en emisor de resentimiento y provocación contra todo ideal que camina. Es el fracaso de los grandes discursos y de la razón universal del Iluminismo…

—Perdón… ¿qué es un «emisor»?

—Tiene un sentido un poco más amplio que el de «enunciador».

—¿O sea?…

—Mira, si te movés con Austin, es algo cercano a «locutor», que se opone a «alocutorio» y «delocutorio».

—No conozco a Austin.

—Bueno… tendrías que conocer las categorías actanciales. En este terreno se podría hablar de «destinador», el que da las cartas…

—¿Dar las cartas es bueno o malo?

—¿Bueno? ¿Malo? No me digas que todavía te manejas con esas oposiciones. Hablas como si creyeses en el sujeto, el conocimiento y la ética. ¿No serás un idealista?

—¡No…! Si de Kant no entiendo nada…

—O peor… ¿No serás un humanista, vos? ¿No? —me miró con un poco de lástima.

—No… ¡Qué voy a ser…! Si no pude terminar mis Humanidades… Si le hubiese hecho caso a mi vieja… ¡Sabes los laburos que me perdí por no conocer latín!… Estaría bien forrado y a miles de kilómetros del famoso Aron Gageac y todas sus «emisiones»…

—Lo que yo necesito —me dijo el licenciado— es un poco de información objetiva. ¿No sabes si aparecieron críticas a sus libros en las secciones literarias de los diarios de la época?

—No aparecieron, ni para destrozarlo. Le hicieron la cruz en los círculos literarios: contrera y traidor de clase. No te olvides que el hijo de nuestro poeta nacional fue jefe de policía en aquellos tiempos. Cuando asumió el cargo, Arón estaba preso porque había organizado alguna chirinada; a uno de los primeros que se encargó de fajarlo personalmente fue a él. ¡Qué dúo! ¿No?

—¿Qué amigos de Gageac viven?

—Ninguno… Los amigos le duraban semanas, a lo sumo meses. Se puteaba con todos. Al final, quedó casi completamente solo.

—¿No guardas los libros de su biblioteca?

—No. Los que valían algo los vendí… No me mires así, vos sabes que pasé malarias muy feas, semanas enteras a ginebra y arroz, y a veces no me alcanzaba ni siquiera para salchichas. Cuando te toca un viejo que se cree el marqués de Sade y se gasta la guita en construir monumentos a la pasión, terminas a arroz y salchichas… ¿Qué podía hacer? Viví siempre en departamentos de un ambiente. ¿Cómo iba a guardar una biblioteca de regular tamaño, si ni siquiera entraban dos muebles locos?

—¿Cartas? ¿Diarios privados? ¿Manuscritos sin terminar?

—Él quemó mucho papel antes de suicidarse… A propósito… ¿no me podes prestar un ejemplar de ese último libro?

—Mira… No es bueno… Se te va a caer de las manos.

—Quiero echarle una ojeada… por curiosidad.

—El que tenía lo presté.

* * *

LA LOCA DE LA CASA NO SE RINDE: LAS DIFICULTADES DE LA LÍRICA EN LOS TIEMPOS DEL MERCADO

La actitud lírica, que es una de las posibilidades de la existencia del hombre —Goethe la llamaba «especie natural»— ha sido duramente golpeada por la reciente metástasis de los mercados…

La lírica (¡vamos Wolfgang Kayser todavía!) nace de la fusión del sujeto y el objeto. Esta posibilidad se nos presenta como uno de los senderos existenciales unificadores del ser, junto con la religiosidad, la idiotez o los estados de conciencia artificialmente alterados (en una relación en la que el ensanchamiento de algunos de estos senderos, como los de las alteraciones artificiales o la idiotez, revela la desaparición de otros, como el misticismo o la lírica)…

Como todo lo nuclearmente humano, el trabajo lírico es solitario y por ello, despreciable, en tanto la industria de la cultura no lo procese, tergiversándolo. Este acoso del mercado al corazón del hombre ha sido combatido por los artistas con retiradas estratégicas («la poesía no vende») o creaciones que no dejan ningún producto apropiable (happenings, perfomances). Las filosofías de hoy asocian lo lírico con la negación de la pluralidad, el elitismo o la irracionalidad. La vacuna es Goethe. El pensador alemán se opuso al arte como voluntad desatada, aun antes de que Schlegel concibiese el Yo absoluto de la irracionalidad romántica. La lírica goetheana nace de una especie particular de saber. Para precisar la naturaleza de ese saber, conviene recordar a Karl Löwith, que destaca dos puntales del pensamiento goetheano: primero, el carácter creador y autónomo del sentimiento lírico está referido siempre a una obra colectiva (la catedral «bárbara» de Estrasburgo o la canción popular) no a un yo panteísta y absoluto; segundo: lo lírico se reconoce en una Naturaleza (en su caso, el Mediterráneo de la Antigüedad), que representa en la visión goetheana el hacer y el padecer del hombre en una unidad perceptible: «al unísono, el hombre capta el mundo desde sí mismo y a sí mismo desde el mundo»…

Lo lírico prescinde de las relaciones sociales, es autosuficiente, se emite y recibe desde la soledad, la intimidad sagrada sólo compartida con lo sagrado; su voz es un silencio cargado de significados negativos: no pretende que el amor se resuelva en sexo, no pretende que la muerte se esconda en el consumo eterno, no pretende que la melancolía se disperse en el turismo. La palabra que pronuncia lo lírico sólo puede palpar los alrededores de su propio núcleo, puesto que la actitud lírica nace sin diálogo, pero lo fundamenta en el límite del silencio y el grito…

El núcleo de lo lírico permanece ajeno al tiempo y la contradicción. Desde su excentricidad, destruye la lógica, la gramática, las racionalidades, puesto que en su carácter de actualización primaria no se rinde nunca a las sistematizaciones…

Aunque los universitarios de hoy no presten atención al fenómeno lírico, los poderosos en la tierra lo reconocen inmediatamente por la capacidad que tiene de reventarles todo el sistema, con créditos y televisor incluidos. Ésta es una característica muy tenaz del género que analizamos, precisamente porque no tiene la intención de reventar nada ni de transgredir, y mucho menos la intención de dominar o venderse. La lírica nunca se fió de la Historia, el Progreso, la Revolución, el Mercado o la Cultura. Realiza el ideal de encontrarnos con la Naturaleza y nuestros semejantes, sin destruirla ni dominarlos. Ninguna de esas palabras con mayúscula puede decir lo mismo. Solo lo místico ofrece una actitud similar.

Lo lírico se enuncia como una oferta elevada al azar, sin expectativas de recepción. Elude la comunicación de masas y con frecuencia también el yo-tú. Es una oferta sin condiciones, señalada por la predisposición del sujeto y no por el precio del mercado, es una oferta que en lugar de someterse a la demanda, se presenta ante la libertad.