… I feel thee ere I see thy face
Look up, and let me see our doom in it.
J. KEATS (Hyperion, I, 96-97)
(… Te siento antes de ver tu cara.
Levanta tu mirada y déjame ver nuestra
condena en ella)
Regresé a Milán dos días después de lo convenido; Eligia ya se había reinstalado en el cuarto. Estaba animosa; el descanso la había recuperado y se mostraba con voluntad para reemprender su tratamiento. Las anfractuosidades más profundas desaparecieron gracias a la «materia» que aportaron los colgajos, y ella adivinaba muchas posibilidades en sus carnes ganadas. Los médicos no se hicieron rogar, y en la primera operación de esta etapa salió del quirófano con una gran novedad: le habían rehecho los párpados. Me pareció una restauración bastante aceptable, aunque los ojos no cerraban completamente, pero bastaba para que, de noche, la habitación tomase un aire más calmo, al quedar cubiertos sus desembozados globos oculares.
Con la sustancia, volvió la cara, o por lo menos un esbozo general de ella. La mucama de aliento sazonado me dijo con cierto desdén en la sonrisa:
—¿Quería biom-bos? Bueno, ahí tiene sus biombos.
Y señaló los párpados flamantes de Eligia.
En mis cotidianas excursiones al bar, no encontraba a Dina. Pregunté por ella, pero el muchacho no supo darme noticias.
—Esa ha desaparecido de dos meses. Dicen que ahora hace la señora.
A los diez días del reimplante de los párpados, la mirada de Eligia empezó a turbarse y su ojo derecho a lagrimear. Los médicos le hicieron una cuidadosa inspección. Cuando regresaron de la sala de curas, parecían incómodos. El profesor Calcaterra se dirigió a mí con cierta solemnidad.
—Ahora le explicará el doctor ayudante principal Risso, que estuvo a cargo de la reconstrucción de párpados de la señora.
El profesor Calcaterra se mostraba muy frío hacia el doctor Risso. El ayudante me llevó a un rincón y me habló en un tono de voz bajo, que sus colegas no podían escuchar.
—Señor Mario, hay un pequeño inconveniente. Por un descuido, del cual me hago completamente responsable, la piel del brazo que se empleó para reconstruir el párpado derecho se aplicó incorrectamente.
—No me parece así mal.
—Se empleó piel del brazo, y la epidermis quedó del lado interior, en contacto con el ojo.
—¿Eso es malo?
—No, no tendría nada de malo, si no fuese porque no advertimos unos folículos activos. Ahora los vellos están creciendo del lado interno del párpado y, por supuesto, irritan el globo del ojo. Molestan terriblemente a su madre.
—Entonces, ¿quieren reconstruir todo el párpado otra vez?
—Lo hemos consultado con su madre y estamos de acuerdo en que por ahora dejaremos las cosas así. Más adelante veremos. Se podría usar electricidad, pero es un tratamiento muy largo. Eso se haría cuando ustedes regresen a su país. Si la depilación eléctrica no diese resultado, entonces sí, se reconstruiría, pero por ahora todo lo que hace falta es, cada diez o quince días, dar vuelta el párpado con la mano, y con una pinza arrancar los pelitos que empiezan a nacer.
Cuando el profesor Calcaterra vio mi cara de asombro, se acercó a mí y me llevó hasta la cama.
—Mire —su índice señaló con la franqueza habitual las cicatrices—. Nada de quelonios. Fin del caos. Quedan algunas marcas normales y algunos inconvenientes, como le explicó mi asistente, pero éstas son cicatrices del orden, de la razón. El ataque que había desatado el caos en la carne ha quedado conjurado por estas cicatrices, que ahora son como un límite entre el odio anterior y el tiempo del futuro, que será de fe y se debe apoyar en estas marcas… Le voy a confesar un secreto: he visto tantas grandes cicatrices… a esta altura de mi vida creo que un cuerpo sólo es creador cuando sobrepasa los planes de la forma humana, cuando se supera, superando a la naturaleza —miró de reojo a Eligia, que mostraba incomprensión en su cara rellenada por la ciencia—. No se deje llevar por los prejuicios —agregó dirigiéndose a ella—. «Irregularidad» es una palabra envidiosa, que los impotentes arrojan hacia la creación desde sus tristes regularidades.
Durante el resto de nuestra estada en Milán y aun después de nuestro regreso, mi vida y mi beber giraron en torno del párpado de Eligia. Cada vez que se acercaba la fecha de la depilación, tomaba sólo lo estrictamente necesario para que mi pulso no temblase. Como ella tenía experiencia en detectar huellas de alcohol, mis precauciones eran tantas que se parecían mucho a una recuperación. Cuando enfrentábamos el momento crucial, le preguntaba si quería que llamase a una enfermera para los pinzazos, pero ella prefería que fuese yo quien le quitase ese vello. Nunca me animé a averiguar hasta qué punto comprendía la situación. Años después todavía me preguntaba a mí mismo si me pedía que la depilase para mantener controladas mis borracheras poniendo en riesgo su ojo, pero la duda me fue útil a mí y esas depilaciones salvaron probablemente mi vida.
A la tercera o cuarta sesión, adquirí bastante práctica. Se trataba de apoyar la muñeca en una almohadita pequeña y usar una lupa. En la aumentada imagen de su ojo, se veían con nitidez las venas, el palpitante reverso de la piel, el globo tembloroso. Trabajaba yo con mucha escrupulosidad, aun a riesgo de causarle un pequeño tironeo, pero quería asegurarme que durante los próximos diez días ella no iba a sentir molestias, porque esa seguridad me permitía tomar por lo menos durante cinco días.
Nuestro segundo otoño en Milán pasó entre depilaciones y lecturas. Eligia estaba más atenta y tuve que repetir menos capítulos. También se mostraba más activa, lo cual nos permitía comentar lo que leíamos.
Las menciones que sobre la carne llegaban del mundo exterior ya no sonaban tan sarcásticas: las publicidades de productos de belleza, por ejemplo, habían perdido su gran carga de irrisión, y ella me envió incluso a comprarle algún polvo de maquillaje con el que trataba de disimular los cambios de color entre la piel original y los injertos.
En noviembre, Eligia me pidió una de las pocas tareas que no estaban vinculadas con su tratamiento médico.
—Mario… Si fueses tan bueno y te pudieses escapar hasta la administración de la Universidad. No es lejos de aquí. Quizás conserven en los archivos una conferencia que dicté en el 46. ¡Era tan joven y Arón vestía tan bien! Se había mandado hacer, para el frío de Europa, un sobretodo con forro de nutria y cuello también de piel. Al entrar nosotros en la sala de conferencias, oí que un señor preguntaba si era el embajador de Rusia… ¡Vos y tu abrigo negro! Fue en el otoño del 46, noviembre, casi seguro, antes de radicarnos en Suiza. ¿Te acordás? Eras tan chiquito. Te asustabas de los escombros porque tenías miedo de que allí viviesen las momias egipcias que habíamos visto en los museos. ¿Quién te habrá metido esas ideas?… ¡Milán estaba todavía tan bombardeada! Hoy no se la reconoce. Me dijeron entonces que ya habían empezado a reconstruirla antes de que terminara la guerra. Podían volver a bombardearla, pero ellos reconstruían lo mismo. ¡Cómo trabajó esta gente! ¡Si tan sólo recordaras! La Plaza San Fedele, la zona de San Babila, la zona del Palacio Real. Una miraba las fachadas tan bien construidas, y detrás había sólo escombros y ruinas a punto de desplomarse. Lo que más me impresionaba era ver, por las ventanas, el cielo brillando en lo que debía ser el interior de los edificios… Recuerdo una cariátide: la cabeza y los pechos, en un solo bloque blanco, estaban entre los escombros que los obreros habían amontonado detrás de la fachada. Quizá era una de las famosas cariátides de la sala del Palacio Real. ¡Qué tonterías recuerda una! Por las armas que llevaba, parecía una Atenea, pero la cabeza no tenía casco…
Pregunté a los médicos dónde estaba la administración de la Universidad. «¡Ah! La Ca’Grande», exclamó uno de los asistentes del profesor, y me indicó cómo podía llegar caminando.
La fachada del edificio ostentaba demasiados motivos ornamentales: sobre las ventanas geminadas, se destacaban unos medallones, de los cuales sobresalían los bustos de terracota de profetas y sabios. Los personajes estaban plasmados en una posición incómoda, algunos con los brazos tendidos hacia el exterior, gesticulantes y admonitorios. A mí me parecían criaturas que hubiesen excavado un agujero en la pared, que se estuviesen liberando de ese lugar carcelesco. Temí un próximo parto exitoso de los ladrillos, y me pregunté qué harían las figuras de sabios y profetas una vez en libertad.
En el archivo encontraron pronto la conferencia de Eligia. «Del 46 en más, no hay problema; los problemas parten del 45 en atrás. En este edificio son caídas bombas, pero los archivos se la han cavado mejor que algunos humanos. ¡Se figure: mil años de historia!».
La conferencia trataba sobre «Las escuelas-hogares en los países de gran extensión». Me llevó dos horas copiarla, dos horas de estadísticas viejas y aburridas. Cuando me despedí, el empleado me sugirió una visita al edificio. «Me recomiendo la Quadreria».
Pude ver la colección de arte. En el pasado lejano, el rectorado fue el principal hospital de la ciudad. Se conservaban las imágenes de los benefactores que habían sostenido la Ca’Grande con sus donaciones. Poseía obras excelentes, con retratos. Cuando estaba por partir, se me acercó un viejito con el saco de celador.
—¿Le ha placido? Bello ¿eh? Todos estos señorones, tan buenos, que donaron sus fortunas para los pobres enfermos. ¡Un grande ejemplo! Los retratos los mandaba a hacer el mismo hospital, como agradecimiento por las donaciones: medio cuerpo, por una gran donación; cuerpo entero, por una donación excepcional; ecuestre, por una fortuna. Cuanto más grande la donación, más grande y magnífico el retrato. Es justo. Después se los exponía en los pórticos, todos los años impares, el 25 de marzo, para la Anunciación de la Virgen, que nos salva de las travesuras de Eva. —Se me acercó con aire confiado y en un susurro me dijo: —No todos los cuadros son de gran calidad. Los pintores esperaban una buena propina de los ricos donantes, sobre todo de aquellos que merecían retrato ecuestre. Pero si la propina no estaba a la altura de las esperanzas del artista —me miró amenazador desde su pequeña estatura— el cuadro no resultaba una obra de arte perfecta. Los caballos eran los que más sufrían. Si el donante protestaba, el artista le respondía que era indudable la generosidad del caballero para el hospital, pero que del caballo no se podía decir lo mismo —me acercó la palma de su mano a la altura de mi ombligo—. Pero si lo consideramos con atención, los donantes tenían suerte. No siempre la cara con la que vamos a pasar a la posteridad depende de las propinas que podemos dar.
En la calle caía una neblina, luminosidad gris que se apoderó de los edificios y los árboles de los parques hasta penetrarlos y quitarles todo cuerpo, velo que envolvía las líneas y volúmenes dejando sólo una huella de lo que las cosas habían sido. En mi trayecto de regreso tuve que caminar a lo largo de una reja interminable rematada por hojas de lanza doradas, que protegía los jardines de unos edificios públicos. Otra vez, la primera gran niebla del año me sorprendía en la calle. El gris que con tanta calma se devoraba el mundo, había tomado un tono azulado, vapor traslúcido con una gota celestial que, cuando parecía estar al alcance de la mano, se disolvía en un vaho quieto e inasible. Fijé los ojos en la línea dorada de hojas de lanza que se perdía en perspectiva y el tiempo y mi memoria desaparecieron junto con las formas. Solo pervivió el dorado, que huía inmóvil hacia su punto de fuga. Poco a poco, el brillo de los áureos rombos se fue vinculando con la niebla que lo rodeaba, y pareció que la relación entre lo dorado y lo traslúcido tenía una suerte vacilante. La niebla cubría la verja y cuando ésta desapareciese, quedaría todo definitivamente confuso y perdido. Sin embargo, poco a poco, el color de oro tomó fuerza de su mismo interior y fue reafirmándose. Vi entonces que la niebla se disipaba con el toque dorado ya en su seno. Así recobré el hilo de pensamientos en mí, y volvió con el recuerdo de Dina.
Al día siguiente empecé a leerle a Eligia su vieja conferencia. A los diez minutos, noté que dormitaba. Me callé, y en unos minutos despertó.
—Era tan joven… La conferencia es mía… pero las escuelas las habían construido el General y su mujer. ¡Qué barbaridad! Tirarla al río, como un escombro.
Los médicos anunciaron por fin la fecha en que podríamos regresar a nuestro país, en marzo del 67. No sentí ninguna alegría en particular, pero Eligia se animó mucho. Habían pasado veinte meses y no cabía en sí por volver a encontrarse con sus otros hijos.
Treinta días antes de viajar de regreso visité el bar. No había anunciado mi partida a nadie. Sentí que alguien tironeaba suavemente de la manga de mi abrigo. Era Dina. Estaba un poco más rellena y vestía un delantal grande.
—¿Qué haces aquí?
—Buscábate.
—¿Dónde has andado todo este tiempo?
—¿Me extrañaste? Me soy empleada de un veterinario. Al comienzo, barría las pelambres, pero ahora ya hago las coiffures de los perros. Con una compañera instalaremos una peluquería en nuestro distrito.
—¿Para hombres?
—Para perros. Y me compré en cuotas la seiscientos.
Me invitó por primera vez al lugar donde vivía. Por el trato que le dieron unos vecinos deduje que se había mudado poco tiempo atrás.
A partir de ese día, Dina pasaba todas las tardes por la esquina, a buscarme con su seiscientos. No hice ningún comentario sobre sus cambios. Se desvivió por mi bienestar. Cada atardecer, ella me tenía preparada una sorpresa agradable, alguna atención en la que había invertido su tiempo.
Me presentó a su tía, de casi setenta, que vivía con ella. Lo primero que me dijo cuando Dina nos dejó solos un momento fue: «¿qué le ocurre a ella? ¿está verdaderamente enamorada de usted? Esto es muy importante para ella… y para mí». Pero Dina, que volvía a la sala, la mandó a callar, con un tono de falsa y alegre ofensa.
Pude dedicarle bastante tiempo, gracias a que Eligia ya no necesitaba tantos cuidados. Por las noches, la tía se retiraba temprano a su cuarto y nosotros nos besábamos y mirábamos la televisión en la sala. Los programas de entretenimientos eran casi tan estúpidos como los de mi país.
Dina intuía las insuficiencias de su oferta, pero se aferraba a ella con mucha intensidad. Había adoptado una manera de ser en la que se percibía una confiada espera. No me sugería que me cambiase de camisa ni que dejase de beber, no me regalaba corbatas ni un abrigo nuevo; no se había convertido del todo a los sueños del milagro italiano, y yo se lo agradecía, pero cuando detectaba algún botón suelto, me quitaba ella misma el pantalón o la camisa, y se inclinaba sobre la mesa para coserlo con esmero. Yo la dejaba obrar sin pedirle nada. Notaba en ella una vulnerabilidad, una tácita autorización para ser humillada, que me hizo temer por su futuro y por lo que el milagro económico haría de ella. Jamás se me ocurrió que yo pudiera tener alguna participación en ese futuro.
Después de la televisión y antes de irme, ella me preparaba una taza de canarino y me acompañaba hasta la puerta del edificio. Allí se apretaba contra mí y me besaba con demasiada fuerza.
La noche anterior a la partida, con el boleto aéreo confirmado y en mi bolsillo, todavía no le había dicho que estaba a punto de irme. Ella mantenía esa disponibilidad afectuosa. Había impregnado el modesto departamento con un aire de agradable expectación, como si algo fértil estuviera por producirse. Los muebles lucían pobres hasta lo patético, pero había macetas en los rincones, y las plantas crecían saludables.
Esa noche, Dina me tenía reservada otra sorpresa. Antes de ir a su departamento, pasamos por una carnicería —local con mármoles y vitrinas en las que se exhibían las carnes entre hojas de lechuga primorosamente dispuestas— y preguntó por el precio de las bistecas. Estaban a trescientas cincuenta liras l’etto. Pidió una de doscientos gramos y otra de medio kilo.
—Quiero hacerte una comida bien sudamericana para envigorizarte.
En el departamento, la tía se hizo cargo de la comida. «Bien jugosas», le recomendó Dina mirándome como si conociese todos mis gustos. Después se fue a dar un baño y la anciana y yo nos acomodamos en la cocina.
—¿Quiere un vasito de vino?
Me sirvió sin esperar una respuesta. La tía tomaba alguna gaseosa. Permanecimos un par de minutos en silencio. La carne empezó a crujir sobre la plancha. La mujer se ocupó lentamente de otros menesteres en la cocina, que olía a especias.
* * *
—¿A usted le gusta la bisteca así, cruda y sin condimento? A mí me gusta el risoto. El primer condimento del risoto es para mí el gersal; encima, vienen las otras especias, pero si esa base no está bien preparada, ¡te saludo, risoto! ¡Mi hermana preparaba unos knishes, con apenas un poco de cebolla; y hacía un falafel, con los garbanzos bien pisados y sazonados hasta que se los confundía con alguna carne blanca! Antes de la guerra, se comía con sabor. Se hacían agua en la boca las historias del pasado: estaban las especias con que habíamos combatido los fríos de Europa oriental, el cereal que la tierra nos había prometido, las recetas que nuestras abuelas habían empleado toda su vida… Pero después llegó la guerra… ¡Qué maldición!… Todo ocurrió en un día que parecía común, en el 43, antes de los bombardeos. Llevaba en brazos a Dina, de regreso a su hogar. De pronto, un camión con esos hombres se detuvo en el edificio donde vivía Dina con su madre, su padre y sus hermanos. Agaché la cabeza, y sin mirar a otra parte que el suelo, me metí con la niña en mi edificio, que estaba al lado del de mi hermana; cerré las ventanas. ¡Menos mal que la mía Dinita era tan pequeña que no entendía aquello que estaba sucediendo!… A su madre se la llevaron al norte. Entonces me refugié con Dina en una finca de unos amigos, en la Padana. No fue fácil encontrar un lugar seguro… En aquellos años, no todos se me acercaban, sabe. Esta gente, viejos amigos, había comprado la propiedad en el 19, cuando todos creíamos que los bolcheviques estaban a la puerta… Pero como en el 44 la situación empeoraba día por día, los dueños de la finca tuvieron temor y nos pidieron que nos fuésemos. Yo ni siquiera sabía cómo volver a esta ciudad. Sobre el camino nos levantó, por suerte, un camión con cuatro camisas negras. Recuerdo que antes de subir vi un cartel pintado sobre la cabina que decía «O me la das, o te bajas»… Cuando volvimos a Milán, todo andaba peor. ¡Pobre ciudad! Fue la que más tiempo sufrió: desde que empezó toda esta historia negra, apenas después de que llegó la paz del 18, hasta el último día, cuando lo colgaron aquí con esa pobre chica que no entendía nada… Al retornar nosotras a Milán, ninguna de aquellas hermosas vidrieras tenía ya mercadería. Los del gobierno decían que era para evitar saqueos durante las alarmas aéreas, pero la verdad es que los comerciantes no tenían qué poner en ellas. Tampoco había qué ponerse en la boca. Yo y Dina no teníamos dónde ir. Pasamos por el piso de mi hermana. Todavía se olía la comida que ella preparaba. Mi hermana había sido allí una reina. ¡Usted hubiera conocido comida de verdad, en lugar de carne sobre la plancha! Pero tuvimos miedo de quedarnos allí o en el edificio vecino, donde estaba mi hogar. Nos instalamos en unos cuartos, en una construcción en ruinas. Me ganaba algunas monedas haciendo la limpieza y cocinando en el piso de un grupo de oficiales alemanes. La comida de ellos, en el cuartel, era asquerosa; cocinaban los hombres, y resultaba un guiso incomible —según me contaban ellos mismos— siempre recocido, salchichas en lugar de carne. El aceite de las frituras se usaba varias veces, y las papas se deshacían apenas las tocaba el tenedor, mientras que las habas quedaban duras como huesos. De manera que preferían mandarme a comprar lo que se conseguía en el mercado negro, así les preparaba alimento decente. De paso papaba yo y me llevaba algo para la niña, que quedaba sola. Ya por la tarde, cuando partía hacia el departamento que usaban para comer y otras cosas, era todo oscuro sobre la calle. Se imagina al volver, en invierno, con lo negra que es Milán de noche, más toda esa niebla, y en más el cubrefuego… Las calles, fuera del centro, eran agujeros. Yo les tenía miedo a las calles, no era buena época para andar por ellas. Y de más, antes de cocinar, tenía que recorrer media ciudad para conseguir un poco de sal. Era monopolio del Estado y las salinas habían quedado del lado de los aliados. En el mercado negro valía casi tanto como los remedios que llegaban de contrabando desde Suiza. ¡Sin sal!, a mí, que me gusta preparar el risoto con gersal. Hace falta mucha sal gruesa, colocarla en el fondo de una olla de hierro y tostar allí el sésamo. Necesita ser atento al tostar el sésamo, porque apenas se pasa, queda amargo… ¡Ah, sí, querido mío! En aquellos días todo estaba empapado de una ira amarga y fría, como esa neblina de las calles.
—Conozco muy bien esas nieblas de Milán.
—No era una ira grandiosa. Mi gente conoce la ira grandiosa, esa que siempre nos hace saber que hay un lugar para la reconciliación. Se puede montar en ira y dirigirse, sin embargo, hacia la reconciliación. La ira llega al otro, lo toca, los une y los supera. Pero cuando alguien intenta separar la ira de la reconciliación, entonces la ira es sólo odio, puro, frío, aislado, sin grandeza. En aquellos tiempos, la ira era profesional, no se interesaba por nada. En realidad, nadie sabía a dónde quería llegar tanto furor; sólo estaba claro que ellos querían mostrar todo su poder, sin vergüenzas, a todos… Fueron años en los que las normas eran lejanas, no tenían ninguna explicación, ninguna importancia. ¡Apenas se las podía llamar leyes! Yo había conocido normas y castigos severos desde mi infancia, pero estaban siempre cerca de nosotros. Eran leyes con historia, con recomendaciones para vivir. Podías hablar con esas leyes porque te respondían; y podías hablar con tu gente sobre esas leyes. Creo que la locura llega cuando compruebas que existen normas en contra del amor, en contra de la existencia de la gente, hechas, no para favorecer alguna conducta buena, sino para lograr el frío total. Nos cayeron encima aquellas normas de hielo. ¡He sufrido tanto el frío de esos inviernos!… ¿Ya se tomó otro vaso?…
—Es bueno.
—… Nuestras viejas normas podían ser normas de fuego, pero era el fuego del hogar.
—No hay mejor lugar que el hogar.
La anciana retiró las bistecas de la plancha; ya estaban pasadas.
—En esas normas residía Él, que Te hablaba de cerca, Te tuteaba sin mostrarte Su cara. Reservaba Su faz. ¿Por qué habría de mostrárnosla todos los días, si nosotros mismos no podemos ver nunca nuestra propia cara? La cara es para recibir a los otros; todo aquello que recibe está en la cara: ojo, oreja, boca y hasta la mejilla, que recibe los golpes. La cara es para que los hombres puedan conocerse a fondo entre ellos. Por eso es sagrada…
—Sí, la cara es sagrada.
—… porque ya es el Otro. La gente debe hacer de su cara la cuna del amor. Solo hay cara de verdad cuando hay voluntad de querer; si no amas, la cara de tu prójimo se convierte en bisteca, en algo temible… Todo el mundo se ha olvidado del miedo. Antes, por el miedo, nos cambiaba la cara a todos. Ahora, miro en torno, y resulta que la única miedosa fui yo. Cuando se tiene miedo, cambia la naturaleza, cambia el gusto de la comida, cambia hasta el miedo mismo… A partir de ese día en que se llevaron a la madre de Dina, tuve miedo. Salir a la calle era una hazaña. Me representaba el trayecto paso por paso, y los lugares donde cualquier uniformado o cualquier policía de civil me detendría. A partir de ese día, me sentí despegada de todo… Tampoco me sirvió encerrarme en aquel edificio medio en ruinas, porque tenía la sensación de que ni siquiera mi hogar me pertenecía. Oía el silencio en la escalera, y yo misma lo llenaba con crujidos de escalones y pasos de botas. Me parecía que, de afuera, una fuerza hiciera presión y el pestillo estuviese siempre a punto de saltar. Era enloquecedor, estarse quieta todo el tiempo, mirando el picaporte. Una se imaginaba alguien parado del otro lado, al acecho, en silencio… Además, se delataba, ¡sabe! Todos tenían derecho a condenar a muerte a unos pocos. Se traicionaba; el mismo ojo que hoy te sonreía, mañana te hacía una denuncia. ¡Cómo cambiaban las caras de esos desgraciados! Parecía increíble que fuese la misma gente. Un hombre, pero dos caras… Hoy todo es distinto. Con la paz, las caras parecen siempre las mismas. Pero una ya sabe que basta que alguien de la política se meta a decir estupideces para que esas caras empiecen otra vez a ser dobles. ¿Usted qué piensa?
—¡No! Si yo pienso igual que usted.
—¿Qué cara puede tener una persona que está más allá de la culpa, que vive en la burocracia del mal? «Una nunca sabe de antemano la cara que tendrá el mensajero de Él», decía la abuela de nuestro doctor teólogo, pero por lo menos, agrego yo, sabemos que en el momento elegido, la mostrará y no la ocultará debajo de cascos, viseras, antiparras, gorras, anteojos negros. Los fascistas usaban todo eso para que se les viesen sólo los labios, esas bocas indiferentes. La cara sólo se muestra por amor… Había que ver esos hogares vacíos, después que pasaban ellos y se llevaban a la gente por la fuerza.
—¡Qué horror! Me considero un enemigo personal de la violencia, ¿sabe?
—Se notaba que no quedaba en aquellos cuartos ningún rincón para el reencuentro, ninguna memoria de lo que allí se había vivido. Ninguna madre podría cocinar otra vez en esas cocinas…
* * *
Dina interrumpió el monólogo de la vieja. Sin decir palabra, la tía se fue a algún cuarto. Comimos la carne seca, los dos en la sala, en silencio pero con ganas, bajo la mirada atenta que desde un póster nos dirigía Paul Newman. Después tomé unos whiskys. Consideré que, si no fuese por mi viaje del día siguiente, ésta hubiera sido una buena oportunidad para cambiar nuestras relaciones: un par de besos, dos palabras… y Dina se olvidaría por completo de la aparición nocturna y evanescente que durante veinte meses había sido para mí. No era una mujer voluptuosa; estaba seguro de que a ella no le costaría convertirse, por indolencia y simpatía, en una compañera fiel. Pero debía confesarme a mí mismo que la cualidad que más me atraía en ella resultaba precisamente esa evanescencia nocturna que me liberaba de todo compromiso. Consideraba, en aquellos tiempos, que había cumplido totalmente con Dina: jamás le había pedido ayuda.
Me besó y se desnudó. Tenía piernas y brazos largos, pero un cuerpo compacto en el que los volúmenes y oquedades se presentaban con timidez, creando sombras y modelados suaves pero firmes. Todo en ella era materia positiva, que no necesitaba abismos que la sostuviesen. Su piel se extendía con firmeza, en espera de la caricia, una caricia que producía en mí el efecto parecido al que sentía al palpar con los ojos cerrados una estatua pulida. Pero el cuerpo de Dina no era de mármol ni ninguna otra roca; casi me sorprendió cuando lo toqué y cedió allí donde mi dedo apretó, en el extremo superior del esternón.
En la salita, entre muebles tapizados con plásticos de colores chillones que parecían hechos con la intención de rechazar cualquier cosa tibia que se les acercase, el cuerpo de Dina se destacaba por contraste, por su disposición para aceptar todo, y la certeza de poder recibirlo todo. La miré con detenimiento: una cara que sostenía su presencia ante la desnudez, tan leve y notable, al mismo tiempo, que lograba el equilibrio con el cuerpo. Por un giro de su cabeza, se destacó en ella, como un flechazo, el tendón que en el cuello unía el rostro con el pecho, transportando el alto triángulo que formaban los ojos y la boca a otro mayor, pero de proporciones parecidas, formado por los pezones y el ombligo. Mi mirada saltaba de la cara al cuerpo y del cuerpo a la cara… Los artistas son víctimas de los géneros —me dije en mente—, ningún pintor había logrado el equilibrio entre retrato y desnudo que conseguía Dina.
Detuve mis ojos en su cara. La ceja y el arco del hueso coincidían en el ceño, pero cerca de la sien se separaban un poco y el hueso mostraba allí su perfil inmediatamente debajo de la piel fina. Los párpados no necesitaban maquillaje: las órbitas huesudas sombreaban naturalmente, en cuanto la luz se inclinaba, los ojos hundidos.
Dina era una mujer a la que le gustaba acodarse apenas encontraba la oportunidad. Muchas veces la había visto recostada sobre el pequeño mostrador del bar o sobre una saliente del muro del Corso, mientras un cliente le hablaba. Cuando se acodaba, sus dos hombros se elevaban hasta muy cerca de las mejillas y se podía apreciar entonces su cuerpo, tan a contramano de las divas neorrealistas en boga por esos años de abundancia. Había que tener coraje para trabajar entonces con ese cuerpo. Callejeaba con un aire desvalido, quijotesco, pero por suerte tenía poca competencia en ese sector tranquilo y alejado del centro.
Un día, en el bar, a poco de conocerla, en uno de esos acodamientos —esta vez sobre el juke-box en el que sonaban las nostalgias de «Aquel muchacho de la vía Gluck» entonadas por un desganado Celentano— me fijé en su brazo, primero; en un fragmento del mismo, después, hasta que el foco se hizo tan pequeño que se convirtió en una plano sin referencias. Así pude apreciar la naturaleza de esa piel, pálida, predispuesta a reanimarse, con una cualidad hipnótica que invitaba a no pensar. Desde ese día, me acostumbré a mirar fragmentos de ella, haciendo abstracción de su cuerpo. Pero en la salita de su departamento, después de comerme el suculento bife envigorizante y reseco, miré por primera vez su cuerpo como totalidad.
Me di cuenta, con alarma, que yo era el único que testimoniaba ese momento. La impresión del cuerpo de Dina, que ya había traspasado mis ojos para filtrarse en mi memoria, se convirtió en una responsabilidad, pacto que sin palabras ni firmas me ligaba para toda la vida con esa imagen. Barrunté que algo parecido debía esconderse detrás de todo compromiso de fidelidad: imágenes del otro que sólo nosotros presenciamos y que nos hacen testigos y depositarios de lo más valioso y frágil de esa persona, su existencia contingente, que necesita de nuestro testimonio para no desaparecer. Una obligación de vivir conservando los mejores momentos del ser que amamos. No me sentí cómodo.
Mientras estuvo de pie, desvistiéndose, Dina se mostró delgada, casi sin volúmenes, pero al recostarse sobre el sofá, le nacieron curvas de sensualidad imprevista, y el triángulo de ombligo y pezones se convirtió en una vela tensada, con sus músculos bien marcados en el abdomen y elongados en los brazos. En cada movimiento, en cada torsión, aparecía fugazmente una venus nueva, por un momento con el dorso de la pierna apretado contra el muslo, por otro, con el vientre que se abultaba al levantar las rodillas. Entonces, unos pequeños rollos de piel e insospechada gordura resonaban ante cualquier movimiento del resto del cuerpo.
Al acodarse sobre la tela, verde, rígida, amarilla y artificial, surgió una cadera poderosa allí donde antes parecía esconderse sólo la delgadez. Me pregunté cómo podía curvarse tanto y con tanta flexibilidad un hueso y su piel. La pelvis se había convertido en el trazo dominante que desencadenaba las formas del resto del cuerpo. El muslo había cobrado coherencia por proximidad a la cadera, le hacía eco a un ritmo que anunciaba o resolvía el trazo poderoso e iluminado del sacroilíaco según los ojos se fijasen primero en la cadera y después en el muslo, o a la inversa. En cualquier dirección que tomase la mirada, cada forma del cuerpo de Dina invitaba a comprender la próxima. Así supe que la belleza es totalidad, continuidad que se desarrolla en todas las posibilidades.
Una vez recostada sobre el sofá, se apoyó sobre un codo, mientras su brazo libre caía sobre la cintura, con la mano apoyada en el tapizado. Quise conservar también ese instante. Los dos pasos que nos separaban producían una Dina entera, completa y nueva. Quedamos suspendidos unos segundos.
Después, tuvo un momento de abandono y se tendió, levantando el brazo que antes descansaba sobre la cadera y que, en ese momento de apertura de su cuerpo, quedó casi pegado a la mejilla. Una sombra modeladora cubría esa parte de la cara de Dina; otra más clara recorría el brazo, pero en ambas, la tonalidad pálida de la carne vencía a la oscuridad y se trasparentaba como un desafío silencioso… sin colgajos que confundiesen brazo con mejilla.
Desvié mi mirada, primero hacia el sofá, después hacia la vulva de Dina, que, con, el vientre y los muslos, absorbían la luz de un velador encendido sobre una mesita, al lado del sofá, a los pies de la mujer. Miré nuevamente todo su cuerpo. «Si la beso, aniquilo este instante único y este sentimiento lírico que me inspira».
No estaba frente a un cuerpo perfecto y suspendido fuera del tiempo: llevaba una cicatriz de vacuna; tenía demasiado marcados los abdominales, por causa de su trabajo; la ropa interior dejó una línea de color rosa viejo apenas por debajo del ombligo; le habían salido callos en los pies, de tanto estar parada en el Corso de Porta Vigentina, pero el conjunto en sí permanecía alejado de la historia de los detalles.
Había cometido un error al concentrarme sólo en una pequeña fracción de piel del brazo, aquel día en que la vi acodada en el bar, y estaba cometiendo otro error al fijarme en callos y vacunas. Dina era infragmentable; resultaba inútil tratar de deducir algo de sus labios o de sus músculos abdominales, porque ella era el principio mismo de la unidad. Cada parte de su cuerpo existía tomando en consideración a la que la continuaba. Recordé mi Nietzsche: «tu cuerpo no dice “yo” mas actúa como Yo». Era con toda ella con lo que yo tenía que actuar, no con sus fantasmagorías ni fragmentos de su piel. Sentí calor y el pantalón tenso. Di un paso en su dirección.
Dina comprendió que yo estaba conmovido. Cerró sus ojos y acercó sus labios. Tomé de mi bolsillo la navaja. La saqué sin vacilar y le corté un pómulo. Pude ver el hueso por un segundo, antes de que se cubriese de sangre. También tuve tiempo de aplicar un segundo corte en la cara, antes de que Dina abriese los ojos horrorizada, no por las heridas, sino porque no entendía lo que estaba ocurriendo. Recuerdo que en aquel momento pensé que sus cicatrices serían vistosas, pero no graves.
Le pregunté qué comisión le habían dado aquella vez en la tratoría, cuando me estafaron con la historia de l’etto. Ella enterró la cara en el sofá hostil, que no absorbió su sangre.