Ein Zeichen
kämmt es zusammen
zur Antwort auf eine grubelnde Felskunst
PAUL CELAN
(Un signo / se habría de unificar /
como respuesta a un cavilante arte rocoso)
?, ? de septiembre de 1966
Encuentro a muchos idiotas que me miran con envidia porque viajo solo. Creen que todo es fácil, que ser joven y viajar solo es el máximo de libertad al que se pueda aspirar.
Como experiencia, la situación tiene un aspecto muy distinto. El viajero solitario es un peligro. Lo miran torcido en los circuitos turísticos. De alguna manera, sin embargo, se las ingenian para lidiar con él: la manicura del hotel hace alguna hora extra o hay una de esas putas que, ¡oh casualidad!, está sentada sola en el cabaret donde termina el tour nocturno. Pero en los lugares no turísticos el solitario se transforma en una amenaza insólita; un huno descolgado de la horda, más vulnerable que amenazador. Lo digo yo, ahora; por más que te hagas el bueno y digas que «sí» a todo, todos te tienden alguna trampa: las putas, los restaurantes, los taxímetreros.
Viajar así resulta una experiencia multiplicada de lo que significa ir solo al cine o al teatro. Lo sé. Odio a esos idiotas que no pueden despegar ni a la esquina sin que su entrepierna complementaria los siga a dos pasos. Nadie me convencerá de que creen en el arte. Muy lindo los actores, el texto, el director, el mensaje, la charla en el bar después de la función, pero sin la entrepierna complementaria sudando —y a veces sangrando— al alcance de la mano, no van ni a la esquina. Con los viajes es igual: la pinacoteca, el castillo, todo muy bonito, pero sin la pareja al lado, no salen de casa.
¿Qué mierda hago aquí? ¿Qué les explico a los habitantes de estos pueblitos? ¿Qué puedo explicarles? ¿Que Eligia, después de su segundo colgajo exitoso, con abundante sustancia en la cara, está en Ginebra, embobada por Piaget? ¿Que el dinero que yo tenía para viajar durante más de un mes me lo gasté en tres días, en whisky y una puta polinesia? ¿Que no tengo a dónde volver, porque en la clínica desocupamos nuestra habitación, y la reservamos recién para fines de este mes de septiembre? ¿Que el único valor que me quedó fue el circolare, el billete de segunda clase que permite tomar cualquier tren hasta fin de mes? ¿Que desde más de veinte noches estoy durmiendo en los trenes de segunda y tomando de lo más barato? ¿Que —como Italia es larga y estrecha— tengo que pasar un día en el sur y un día en el norte, para poder dormir unas seis o siete horas? ¿Que cuando me despierto, me bajo en el primer pueblito (y los de segunda paran en todos los pueblitos) para poder lavarme la cara, me bebo algunas grapas y camino por aldeas de cuyo nombre no me he enterado siquiera? ¿Que inevitablemente, siempre, pero siempre, encuentro maravillas repartidas al voleo, que no figuran en las historias del arte, portentos que se me aparecen a la vuelta de la esquina, como en otras ciudades se te puede aparecer un puesto de diarios o una señal de tránsito? ¿Que se te presentan con naturalidad, sin bambollas, sin que antes de doblar la esquina puedas siquiera prever si van a ser Risorgimento, neoclásicas, barrocas, renacentistas, góticas, románicas, clásicas o etruscas? ¿Qué puedo decirles a estos estúpidos que ven sus maravillas sin darse cuenta de que son maravillas?
¿Y qué puedo decirles a ellos sobre ellos mismos? ¿Que durante las charlas en los compartimientos del tren he aprendido a sustituir mi apellido paterno por el de mi bisabuelo italiano? ¿Que en seguida preguntan? «Presotto, Mario, ¿oriundo?, ¿oriundo?», y yo contesto «oriundo», ¿y todos tratan de averiguar después si conozco al primo tal o cual? ¿Que a la hora de comer salen a relucir los larguísimos paninos y las botellas de tinto, y entonces mi oriundez tiene premio? ¿Qué inevitablemente, sin fallar nunca, una mano me tiende como medio metro de panino y una botella de tinto para besar? ¿Que gracias a esa mano infalible ando todavía en pie?
Hace ya más de media hora que camino por estas calles de no sé dónde. Frente a una placita minúscula —menos que un jardín de Milán— una iglesia enorme. Estoy cansado y entro. Me siento en uno de los bancos. Las grapas de esta mañana fueron muchas; unos obreros que esperaban su turno para empezar a trabajar me convidaron con generosidad: «¡Mira el oriundo cómo se calefacciona! ¡Y eso que hace todavía el verano!».
Me inclino hasta que la cabeza queda por debajo de las rodillas. Pongo mis manos en la nuca y presiono con la cabeza hacia arriba para que la sangre vuelva al cerebro. Se me acerca un cura.
—No puedes quedarte aquí, este banco del coro está reservado para los acólitos, en la próxima misa.
—Está bien, padre.
—¿No se te ocurrirá pedir aquí adentro? Solo puedes hacerlo en el portal, pero eres demasiado joven para eso y no tienes todavía la mirada de derrota. Eso es lo único que convence verdaderamente, más que la ropa gastada y la palidez. Si quieres comer, ven conmigo a la sacristía.
—No, no es necesario. Me quedaré tranquilo unos minutos en aquel banco y después tomaré un poco de aire afuera.
—Ve, sí, ve que te hará bien.
Me repongo; me pesa la soledad. Pasan diez minutos. Se me acerca una pareja de viejitos turistas, vestidos con mucho recato y colores oscuros. No llevan ni sandalias con medias ni camisas hawaianas. El hombre me extiende un dólar y me lo guardo en el abrigo.
—Excúseme, ¿usted habla inglés? —me pregunta.
—Muy poco.
—¿Puede usted traducirme esta bellezallena lápida?
—Puedo intentar… A ver… Obispo Alessandro, no se distingue bien… Aquí… una fecha… seis de septiembrede 1266… Buenos tiempos para morir, especialmente para aquellos obispos y comerciantes que se podían pagar una bella tumba.
—Es muy linda.
—Sí. Tiempos de sencillas tumbas —siento la necesidad de hablar y me desato—. Una estatua yacente tan natural como posible, un idealizado muerto, porque no es el uno que vivió, pero el uno que va a resucitar, perfecto en un mundo perfecto. Mire el pedestal con santos en bajorrelieve: un viejo conservador, este Alessandro; otrocamino, él hubiera preferido pequeños ángeles inspirados en los Ancianos Tiempos, algo muy fino y vanguardista en aquellos años. Como puede ver, no hay nada tenebroso en la tumba. En el mil doscientos, tumbas usaban ser como segundas madres, lugares que envolvían el cuerpo, así que él pudiese renacer fresquito y sin pecados. Una perfecta simetría con el nacimiento. Solo después, con la Contrarreforma, aparecieron las tumbas modelo «abismo», con muchas oscuras concavidades, esqueletos y calaveras. Pero, ¿usted sabe?, es curioso, el más tétricas trataban de parecer esas tumbas del seiscientos, el más trataban de asustar… el más lujosas las construían; más mármoles y ónix en exhibición, más putti.
—¡Eso que dice es muy, muy interesante! ¿Cómo sabe usted alrededor de estas cosas? —me mira con atención.
—Bueno… En algún viaje anterior… Yo recuerdo que mis padres llevaban una guía turística muy buena. Todavía tiene que estar, algunlugar, con las anotaciones que hacían.
—¿Usted no es italiano?
—No, Yo soy sudamericano. Mi nombre es Mario. ¿Y el suyo?
—Yo soy australiano: Yo soy Charles, y mi mujer es Sarah. ¿Hay allí un cementerio en este pueblo?
—Supongo que sí. ¿Por qué pregunta? ¿Puede ser? Usted piensa como Yo: si quieres conocer una ciudad italiana: el duomo, la plaza y el burdel; pero si tú quieres conocer un pueblito… el cementerio, el mercado y la puta.
—Podríamos ir de visita. ¿No nos acompañaría usted?
—¿A la puta o al cementerio?
—No… no… ¡A mi edad! Al cementerio, por supuesto… Además, Yo viajo con mi mujer.
Sarah ríe; escruta la tumba de Alessandro. Los viejitos exudan dignidad y honradez.
—Yo supongo que podríamos.
—Usted habló en italiano, unos pocos momentos antes, con un sacerdote.
—¿Ellos hablan italiano en Sudamérica? —interviene por primera vez la señora.
—No, pero mi madre’s familia es italiana.
—¡Oh, sí! Inmigrantes. Nosotros también tenemos muchos italianos inmigrantes allá… ¿No está casado, no tiene novia?
—No.
—¿Por qué?
—No tuve buenos ejemplos.
Mientras Sarah habla maravillas del hotel en el que están, su marido toma unas fotos de la tumba del obispo Alessandro. Me agrada encontrar por fin un turista que se interesa verdaderamente por lo que ve.
—Antes de ir al cementerio, podemos tomar una mirada en esa tumba sobre allá —dice el viejo señalando con su máquina fotográfica un sepulcro, dos capillas más adelante.
—Por supuesto.
Estamos en una iglesia extraña, eco desacomodado de los templos de las grandes ciudades. Se ven algunas estructuras románicas y, en la pared, sobre los arcos laterales, pequeños fragmentos de pintura medieval al fresco, redescubiertos y restaurados, incomprensibles e insignificantes: un brazo, una cara, una escena trunca, diseminados por la superficie clara y limpia. Las columnas que separan las tres naves son ostentosamente ricas, fuera de escala y mucho mayores que todos los otros elementos arquitectónicos del recinto. Más que sostener, parecen rellenar el espacio que las circunda proyectando la luminosidad glauca y estriada de sus mármoles. Son el fruto del saqueo a algún templo pagano desaparecido, que en esta iglesia se toma venganza desentonando con toda la fuerza de sus columnas. Sobre los muros antiguos se ven tumbas medievales, renacentistas, neoclásicas y —mucho más estridentes— barrocas y decimonónicas, éstas con sauces y ángeles de mármol blanco que lloran y dejan caer sus larguísimas cabelleras sobre los pedestales. Pero el sepulcro hacia el que nos dirigimos es, otra vez, un elemento extraño a todo lo demás. Representa un templete de granito gris claro, con un gran portal que se abre hacia un calculado agujero de vacío negro y por el que podría pasar un auto entero. Al costado, la estatua de un monje encapuchado y con la cara en sombras, señala el abismo inminente, a punto de tragarnos a todos en cualquier momento. El efecto es teatral y siembra dudas consistentes respecto de las alegrías por la resurrección de la carne.
Mientras el australiano toma fotos desde distintos ángulos, me aparto unos pasos y, bajo el intradós del arco que da acceso a una capilla vecina, observo el conjunto de la iglesia. Ahora que lo he mirado bien, tomo conciencia del pastiche que los siglos han armado; este amasijo no está destinado a las guías de turismo. Me recuesto contra una reja decorada con hojas y flores de hierro. Vuelvo a mirar la perspectiva de la nave mayor y apoyo mi cabeza. Fijo mis ojos en el falso abismo de la tumba del monje.
De pronto, todo se sale de quicio. Esa mescolanza de ángeles barrocos, arcos románicos, capuchinos románticos y columnas romanas, hace rechinar a cada elemento en su lugar, los desacomoda entre sí y los convierte en una totalidad heterogénea. Así debe de trabajar Dios, con lo heterogéneo, con lo casual. Recuerdo los lugares de culto asépticos que tratan de definir a Dios por ausencia —como la capilla del sanatorio y las iglesias «goticizadas» por restauradores modernos— hasta un punto en que todo es del mismo estilo en ellas, como si hubiesen sido construidas en un instante, por un solo artista. La versión pueblerina italiana me sirve más: el avance de Dios por exceso de tiempo y creación, por casualidades, por disonancias, por contradicciones. Dios no puede ser algo tan delicado como el vacío ni tan simple como lo inconfundible. A Él le sirven todos los materiales, hasta los deberes mal hechos y las narigonas.
—Es hermoso. Nosotros no tenemos tanto arte allá abajo —me comenta el viejito—. ¿Quién está enterrado en la tumba del monje?
—Un famoso cantante de ópera del siglo pasado. Había nacido en este pueblo.
El cementerio, un kilómetro afuera del pueblo, me decepciona, con tumbas que sólo se remontan a fines del ochocientos. Mi compañero no parece, sin embargo, desilusionado. Fotografía varios monumentos decorados con estatuas de marmolería y me pide que le traduzca algunas lápidas. Me las arreglo mejor con el italiano que con el latín de las tumbas de la iglesia. Los textos tratan de expresar una emoción frenada pero poderosa, y por lo general terminan con puntos suspensivos y signos de admiración. En las lápidas más recientes descubro influencias de los cantantes de moda; en las más viejas, influencia de la ópera: «Madre: Con tu angelical sonrisa partiste, y a tus hijos en desolación dejaste». O: «Marcelito: A dos días de aquel día lleno de gloria para ti y oscuridad para nosotros, te fuiste de los brazos de tu mamá a la que tanto querías, para encontrar el abrigo de los brazos de la Virgen María, que tanto te ama. Pero queremos decirte que extrañamos tu risa, tus tibias caricias y te perdonamos todas tus travesuras, incluso aquella gorda de quemar a la gallina más ponedora. Solo de saberte en el regazo de la Santísima Virgen nos da consuelo, y estar seguros de que llegará la hora del reencuentro». La tumba correspondiente está abandonada desde hace por lo menos cincuenta años. En todas las placas se entrecruzan —por debajo de la cursilería— amores auténticos, de hijos a padres, de padres a hijos, de hombres a mujeres, de mujeres a hombres, y todos esos sentimientos.
Mi viejito australiano empieza a disponer de mí con demasiada autoridad. En cuanto puedo me escabullo hacia un sector donde están las tumbas humildes. Los textos aquí son más directos, más breves, más claros y no temen la exageración: «¡No te olvidaremos, garantizado!» «¡Qué disgusto nos diste, cara!».
Después de pedirme que le traduzca algunas lápidas más, y tomar anotaciones y fotos, el anciano nota que falta algo.
—No hay tumbas de los viejos tiempos. Si la iglesia es vieja, ¿por qué el cementerio no es tan viejo como el cementerio?
Hablo con la florista. El cementerio anterior ha sido levantado porque ocupaba mucho espacio. Ahora crece en su lugar un huerto donde se cultivan habas con forma de grandes canutos, famosas entre los degustadores de toda la región.
—Se imagine —me dice la florista—, vienen también desde Boloña, para comprar esas habas. Hay mujeres que dicen que las habas tienen virtudes milagrosas, curativas; yo le aseguro que son sabrosísimas. Si quiere, le puedo vender unos kilos…
—Gracias, estoy en viaje, ¿cómo quiere que las cocine?
—Llévelas como amuleto de amor, mire que sirven también para el amor. Un joven como usted, y de viaje… no debe ser fácil. Aquí las mujeres son todas decentes… salvo que alguien le dé la única dirección apropiada —y me escrutó sin agregar nada.
—No insista. ¿Cómo quiere que coma habas en pleno septiembre? No hace frío, todavía.
—¡Ah…! Pero nuestras canelini son famosas como amuleto de viaje. Las usaban ya los peregrinos, en el Medioevo, para llegar seguros a Roma. Tiene que poner en una bolsita trescientas sesenta y cinco habas canelini junto con una ramita de romero. No falla nunca, si quiere llegar a destino.
—Mire que yo no voy a Roma. Además, no las digiero bien.
—Las nuestras son famosas a punto por lo livianas que son. Tienen propiedades curativas para el estómago, el resfrío, la anemia, el estreñimiento, la calvicie y tantas cosas más. ¿Qué le llega? ¿No comen habas allá?
—¡Momento! Nosotros tenemos un guiso criollo de porotos que ya quisieran ustedes… Mucha carne dorada en el mismo aceite en el que antes se doró el ajo, una bella cantidad de morrones, un poco de chorizo colorado y papas. Mi familia tenía una cocinera en las sierras que hacía un guisote de suspirar. El secreto, según ella, era, primero, lograr que el punto de los porotos fuera igual que el de las papas; segundo y principal, evitar el tomate, que es cosa de italianos, y además tiene ácido oxálico, que es tóxico.
—¿Esto sabía la su cocinera?
—No. Esto me lo dijo un doctor.
—¿De evitar las manzanas de oro?
—Así es.
—Propio de salvajes. Si me compra las habas, le doy una receta para prepararlas con salsa de tomate. Así aprende un poco de civilización.
—Pero mire que el tomate es originario de América.
—¡Atento con las mentiras que dice, el oriundo! ¡No me haga reír! Las manzanas de oro… de América… América del Sud… Todavía más lejos que el África…
—Bueno, dejemos los tomates donde usted quiera… ¿Pero qué hicieron con los sepulcros antiguos?
—Todo se lo llevaron vía los comerciantes, los anticuarios.
—¿Y los cuerpos?
—Al osario —me señala una construcción cónica de cemento—. No abultaban mucho; este clima pudre, no preserva. Si usted supiera —y la florista cambia su sonrisa por una exagerada expresión de dolor— cómo me hacen mal los huesos en ciertos días, con esta artritis… ¡qué cosa!
La mujer me cuenta algunos de los rumores que ha oído en sus años de estar sentada a la puerta del cementerio. Después yo agrego algún detalle de mi propia cosecha, mientras transmito los relatos a la pareja australiana.
—Los huesos los tienen reservados para construir una capilla —les explico, desfachatado.
—¿Cómo es eso?
—Sí. Aquí en Italia, cuando un cementerio es demasiado grande, se convierte en desleal competencia para la agricultura. Italia no es Australia. Así, lo desarman y reutilizan las mejores piezas. Siempre fue como esto: sarcófagos etruscos reocupados por inquilinos romanos, estelas godas borradas y reinscriptas, tumbas desalojadas; fervientes católicos que esperan la resurrección velados por dioses paganos. Es una manera de ecumenismo: la tolerancia a través del ahorro funerario. Se acuchillaban por el sexo de los ángeles, pero después, si había que pagar el entierro, se olvidaban de las diferencias. A veces, usted encuentra cadáveres de épocas muy distantes entre sí que comparten la misma tumba. Pero una solución mejor es construir capillas con los huesos. Si usted va a Roma, debería visitar la capilla de los capuchinos, en Vía Véneto, toda de huesos humanos. Lámparas armadas con sacroilíacos: la luz sagrada que llega desde lo que fue el sexo (una idea magnífica, pienso para mí, como mirar las estrellas a través de un hermoso culo). Los ángeles de los altares son los esqueletos de los principitos Barberini muertos por la peste. Como se dice en Roma: quod non fecit barban, fecit Barberini; «lo que no hicieron los bárbaros, lo hicieron los Barberini».
—¿Usted no está burlándose de nosotros? —y Sarah, incrédula, me atraviesa con su duda.
—No. Vayan y compruébenlo ustedes mismos. Hay otra, en Milán, pero es muy alta y menos estable; tuvieron que ponerle un alambre tejido para sostener los muros de fémures y cráneos, para evitar un derrumbe… Si no fuese por esas capillas, casi toda Europa sería un cementerio. Usted tiene aquí más muertos que metros cuadrados… Tome por instancia los arqueólogos: llevan consigo, en sus trabajos de campo, pequeñas cámaras fotográficas. Con aparatos de sonar buscan las antiguas tumbas. Cuando hallan una, a varios metros debajo del olivar o trigal, taladran un minúsculo agujero, y con esa especial cámara sacan fotos. Si encuentran valiosos objetos, abren; si no, ¡oquéi!, deja los campesinos arando. No es bueno que los cementerios crezcan demasiado, a expensas de las semillas. Déjalos sembrar habas… como aquí.
—Esa cosa de desarmar los cementerios me parece un pecado, una falta de respeto —observa muy preocupado el viejito, mientras toma fotos y fotos—. ¿Cómo sabe usted tanto de tumbas?
—Está en la familia. Mi padre construyó en su rancho una gigantesca, de doscientos pies de alto, y una catacumba de mármol negro debajo, para enterrar a su primera esposa, de sólo veintitrés años, con todas sus joyas. Él leía Poe.
Los australianos se miran entre sí.
—¡Una tumba de doscientos pies alto! —exclama Charles. Usted está bromeando. Usted ha estado entontándonos todo el tiempo. ¡Qué fantasía!
Pero el viejito no está enojado; en realidad, parece bastante complacido.
—Bueno, sí… era una broma, una grande, pero ahora les diré la verdad: en mi país hay unos salvajes que no sólo reducen las cabezas, sino también todo el cuerpo de sus enemigos: quedan como muñecos de apenas medio pie de alto. Sus mujeres los consideran los adornos más preciados; no los cambiarían por ningún brillante del mundo. Nadie sabe qué sustancia usan para la reducción.
—Sí, algo oí en torno de eso. Me parece a mí muy interesante —comenta Charles— pero tampoco me parece una buena idea. Esos salvajes, ¿no entierran en tumbas a sus pobres enemigos?
Cuando el anciano comprueba que mi plan de viaje no es muy rígido, me invita a acompañarlos un trecho en su auto, aparatoso modelo norteamericano, tres veces más largo que los pequeños fiats que pululan a su alrededor. Es un convertible, dos puertas, con cuatro focos al frente separados por una barra vertical en la mitad del radiador. Cuando subo, toda esta enorme cuna de metal se balancea mucho más suavemente que los taxis de Milán. Me acomodo en el asiento trasero.
—¿Le gusta mi Firebird? —me pregunta Charles.
—Supongo que llega más en tiempo que los trenes de por aquí.
—Es un gran auto. Para reales hombres. Es lo que Yo quiero más en el mundo… después de mi Sarah, por supuesto.
No consigo ensamblar el gusto de Charles por el arte con su gusto por los autos deportivos juveniles.
—Sí, un auto para hombres, pero no para irlandeses. Originariamente lo nombraron el Banshee. La Pontiac ya había distribuido los folletos de propaganda y empezaba a tomar anticipos para los primeros modelos, cuando alguien en la fábrica, algún maldito sabihondo, hizo notar que un banshee es un ser sobrenatural del folklore irlandés, mujer que canta quejumbrosamente anunciando una muerte en la familia. Por supuesto, le cambiaron el nombre por Firebird. Pero, extraña cosa, muchos clientes que ya habían pagado el anticipo, se retiraron cuando supieron del cambio de nombre; irlandeses ofendidos, Yo supongo. Por supuesto, en Estados Unidos hablaron de antiirlandesa discriminación. Yo vengo de una polaca familia, y no me podrían importar menos todas esas fantasías. Me gusta el auto por sus características técnicas: mucho mejor desempeño que el Camaro o el Mustang. ¿No quiere sentarse al volante?
—No sé manejar.
—¡Cómo es eso siempre posible! —gritó Sarah, consternada como si yo hubiese anunciado mi lepra—. Tendremos que hacer algo acerca de eso.
Nos detenemos en un par de ocasiones para visitar las iglesias abandonadas que se ven desde la ruta secundaria que transitamos. Es un trámite engorroso, pero parece divertir a mis acompañantes: hay que preguntar por el vecino que guarda la llave de los templos, buscarlo, convencerlo con propina para que nos abra.
Mientras camino por los recintos vacíos y oscuros, mis acompañantes revisan cada piedra y me llaman de tanto en tanto para que les traduzca alguna inscripción. Los impresiona mucho cuando simulo traducir latín, alentado por las raíces de las palabras, la brevedad de los epitafios, el sentido obvio de las lápidas, la imposibilidad de que los difuntos me corrijan, pero sobre todo por mi fantasía.
Mis compañeros miran mi abrigo y después mis ojos.
—¿Cómo sabe usted todas estas cosas, Mario?
Me encojo de hombros y simulo modestia.
Dejamos la segunda de las iglesias vacías; el sol ya se está poniendo.
—Es tarde —dice Sarah—. Por qué no tiene cena con nosotros y lo llevamos después a la estación, para que usted pueda tomar un tren de regreso a su hotel.
—No tengo hotel.
Mis amigos se cruzan una mirada de inteligencia.
—Bueno. Si lo hemos tomado aparte de su ruta puede quedarse en nuestro lugar esta noche. Yo pago para usted; sea mi huésped.
Acepto con la mente puesta en una ducha. Llegamos a un hotel cinco estrellas, construido en parte sobre unos viejos muros que han pertenecido a una abadía, lo cual le permite llamarse Albergue de la Vieja Abadía. Los empleados apenas pueden disimular su sorpresa cuando me ven, pero acatan respetuosos las órdenes del viejo. Con dos dedos, el botones lleva mi pequeño bolso hasta el cuarto. Cuando quiero darle las pocas liras que me quedan, me sonríe y me guiña un ojo mientras repite «no hace nada». Me encuentro en una habitación con una cama infinita, que invita a dormir atravesado. Tomo una ducha durante media hora, y el agua arrastra tierras de todos los caseríos de Italia. Vuelvo a colocarme mi único pantalón, y me echo el mismo abrigo sobre los hombros, pero me he cambiado la camisa. Desde mi ventana se ve un viejo pueblo de piedra, en la cima de una colina situada frente a la colina que sostiene a mi hotel, al borde de una pequeña llanura. De aquel caserío en la cumbre vecina sobresalen los campanarios de iglesias que, con seguridad, mis amigos ya han visitado. A lo lejos, un tren atraviesa la llanura y se dirige a unos edificios de cemento, al pie de la colina del pueblo, el barrio «moderno» del caserío.
Dispersas en la llanura, se yerguen algunas hileras de cipreses y álamos, trazos verticales que fijan la tierra con un marco de ángulos rectos… Recuerdo mi llanura natal sin árboles, ni colmas, ni hoteles, extensión desatada de toda referencia, tierra que flota ante los ojos y que vence a todos los pintores que se le enfrentan. Vengo de un país inapresable, hecho con materiales que se convierten en sueños y dudas apenas uno les da las espaldas; un lugar aéreo, donde las categorías no tienen sentido.
Mis nuevos amigos me esperan en el bar, puntuales.
Tomamos un par de whiskys y pasamos al comedor. Los camareros tratan con todo respeto a los viejitos, y me dispensan cierta campechanía. Para ellos es muy importante dejar sentado que entienden de diferencias sociales. Se muestran un poco más considerados conmigo a partir del momento en que pido una botella de Barolo, caro y sabroso. Sarah duda antes de pedir una hamburguesa; el viejo lo semblantea al maître:
—Supongo que en verano no tendrán ningún plato con habas.
—Pero cierto, signore. Tenemos el carpacho con habas.
Su inglés suena como el de los actores de Hollywood que representan a un italiano que habla en inglés, y las palabras italianas que mecha aquí y allá, también suenan como los actores de Hollywood que representan a un italiano que habla inglés.
—¿Qué es ese carpacho?
—Nosotros cortamos la carne en delgadas fetas, como hojas de papel, y nosotros la servimos cruda, junto con las bien cocidas habas. Los secretos son —se dirigió a Sarah— un poco de romero desmenuzado, el oliva aceite, que debe ser extra virgen, y las canelini habas, que son, por supuesto, de Molcone, un caserío de aquí cerca. Ellos dicen que trae suerte para las sociedades comerciales. Hay que hacer una buena comida con las famosas canelini y después, con tres pedos, el negocio no puede ir mal ni los socios pelearse entre ellos.
—Bien, tráigame el carpacho.
—Yo recomiendo a usted que lo acompañe con un buen clarete de Fiésole, signore.
—No, voy a tener el mismo lombardo rojo que Mario ya ordenó.
—Cuénteme —le pregunto al maître—, ¿el carpacho tiene tomate?
—No, sin tomate. Capuchina lechuga como una base, y unos cebolla’s aritos, crudos, pasados por agua caliente.
—Yo voy a tener otro para mí.
Cuando llega el carpacho, Sarah se asombra por la delgadez con que ha sido cortada la carne cruda, pero no la prueba.
—¿Cómo ustedes consiguen esto? —le pregunta al maître.
—Solo para usted, signora, el secreto está en poner la carne diez minutos en el congelador antes de cortar las fetas.
La cocina es de primera, sencilla, sabrosa, platos que sostienen con firmeza todo el vino que se les echa encima y en los que se descubren sabores frescos como las brisas que entran por las ventanas, empujando un poquito de otoño. Charles come ceremoniosamente: ensarta una feta de carne cruda casi transparente y después pincha dos o tres habas. Cuando ambos manjares están a su disposición en el tenedor, cierra los ojos, toma el bocado y mastica lentamente.
—¡Hmm! Sabe bien.
—Toda Europa se alimentó con esas habas —le advierto.
Durante la comida, por momentos me remuerde la conciencia ocuparme más del vino que de mis anfitriones tan amables. Pido otra botella. A medida que avanzan los platos, ellos me tratan con más y más afecto. Me hablan del viaje que hacen por Italia, sin itinerario fijo, libres y —no me lo confiesan— con abundante dinero. Trato de evaluar cuántas botellas más estarán dispuestos a pagar. Por sus preguntas, me doy cuenta de que sobrevaloran mis conocimientos. Tienen esa fe parecida a la de Eligia, que cree que todo lo que se sabe, se adquiere con mucha voluntad y la escuela apropiada. Hablamos de mi país, y me llama la atención lo inadecuada que es la información que les doy. Miento porque me hace sentir más seguro, porque la extrañeza de todo lo que me rodea me lo permite, con un placer puro y fantasioso.
Tratan de que les hable de mí, pero no suelto prenda. No hablo de mí ni de mi país, puede ser peligroso; prefiero mentir. Como defensa, los interrogo a ellos.
—Yo tengo allá algunos hermanos, nada más —el anciano parece avergonzado—. Perdimos nuestro hijo, el solo único. La culpa es de esos malditos Firebirds. Tiene que haber sido algún problema con los frenos, aunque los muchachos en la compañía de seguros no lo querían reconocer. Mi Andrew era el mejor volante de toda Gamberra y muchos kilómetros a la redonda. Él era un real hombre. Debimos tener más hijos. Mi juventud fue muy dura y me casé tarde. Me hubiera gustado ser un médico, pero nosotros trabajábamos mucho, ¿sabe Mario? Y después, ese terrible auto accidente… No; usted no sabe lo que perder un hijo significa, lo que significa depositarlo abajo allá. Yo mismo, con estas manos, cumplí todo el servicio. Hacía años que no cavaba directamente en el terreno, pero tuve que nacerlo. Yo pensé que se lo debía a nuestro Andrew.
—¡Usted es enterrador!
—Yo lo fui toda mi vida. Ahora Yo poseo una empresa. Estamos haciéndolo bastante bien, y con este viaje intento ampliar nuestros modelos y personalizar más nuestro servicio. Las costumbres están cambiando allá. Cada tiempo piden más símbolos para sus tumbas. Cuanto menos ellos entienden la muerte, más símbolos necesitan.
—Yo no entiendo a la muerte. Yo necesito esos símbolos, ¿sabe? ¿Usted entiende a la muerte?
Se reserva la respuesta.
—Nosotros podríamos usar a un joven como usted allá. Mi Sarah ya no quiere trabajar más, no después de lo que ocurrió con Andrew. Ella lo lavó y lo vistió. Después, ella no quiso volver a la oficina. Tengo empleados, pero nadie con clase, alguien que pueda pararse en el medio de la sala, recibir a un deudo destrozado y hablarle con conocimiento sobre distintos modelos de tumbas, citando en latín a los papas y reyes que las eligieron. Usted tiene lo que hay que tener para el trabajo. Mire a usted mismo: usted está ya vestido de negro. Por supuesto, tú no tendrías que cavar ni nada de esa clase. Ahora tenemos empleados y palas mecánicas. Pero yo no puedo negar que es un duro oficio el de «llevador hacia abajo» —se detiene en esa expresión y reflexiona sobre ella—. Esa misma expresión, Mario, no deja muchas salidas: «llevador hacia abajo» es una expresión que pone más confianza en el infierno que en el cielo.
—Una cree que ya ha superado los escrúpulos, que es una profesional —comenta Sarah— y de pronto muere un ser querido y toda la profesionalidad no sirve de nada. Solo el Señor ayuda.
—Quizá mi Sarah tiene razón —agrega el viejo—. Yo no sé mucho de religiones. Ser de una específica religión no me conviene, reduciría mi clientela. Estoy en este negocio porque cuando tuve que ganarme la vida, y eso ocurrió apenas dejé de ser niño, «llevador hacia abajo» fue el mejor y único trabajo que pude conseguir. Lo que sí sé, es que es abajo hacia donde los llevo, y abajo los dejo.
A partir de ese punto, los papeles se invierten y soy yo el que carga con el peso de la conversación, inventando más historias sobre Italia o mi país, mientras mis amigos se quedan cada vez más callados. Las dos últimas botellas las pide él. Los camareros retiran los envases vacíos mirándome con una sonrisa cómplice. Nos levantamos tarde de la mesa. El viejo se despide de mí con un: «Nos vemos en la mañana. No dejes de considerar nuestra oferta. Es una buena oferta».
No tengo necesidad de encender la luz de mi cuarto; a través de la ventana abierta de mi cuarto la pequeña llanura envía un resplandor nocturnal firme. Una de las puertas del ropero vacío ha quedado entreabierta, mostrando en su interior una oscuridad gangosa. A diferencia de la tumba del cantante, ésta parece a punto de devolverme algo, de entregarme un regreso no solicitado.
Me levanto y salgo a caminar. En el vestíbulo del hotel encuentro a uno de los camareros; me pone unos billetes en el bolsillo. Oigo que farfulla una frase que termina con «comisión por las botellas. ¡Por Baco! ¡Qué hígado!». Me dirijo al pueblo.
En el trayecto, desciendo por la ladera sin cultivar de la colina del hotel. Allí encuentro al borde del camino las mismas plantas que he visto en el jardín de Milán, pero ahora están alejadas entre sí, como si esa contención que mostraban en la pasada primavera, ese mirarse unas a otras antes de existir, se hubiera convertido a fines del verano en una libertad un poco salvaje y anárquica. A las relaciones que en el jardín se entablaban entre las plantas, se impone, en la ladera y la pequeña llanura cercana, en el antiguo pueblito de piedra que se esconde en la colina próxima, una totalidad superior, que no depende de cada elemento ni de las vinculaciones que estos pudieran tender entre sí.
Miro la oscuridad y la encuentro rica. Las sombras unen todo, lo multiplican con sombras creadas por las mismas sombras, más alguna chispa arrancada a la aplacada luz del cielo, que las penumbras reciben como un remedio precioso, para armar, en la noche, un sentido colectivo de la forma.
Recuerdo el paseo en Firebird durante el día. Demasiada velocidad, demasiadas impresiones; no he podido ganar nada con aquel vértigo. Mientras camino, brezos y enebros se balancean indiferentes. ¡He estado encerrado tantos meses!: la clínica de aquí, el departamento de Arón, la clínica de allá. Estos días de vagabundaje se limitaron a compartimientos de trenes y pueblitos. Después de tres años, doy mis primeros pasos fuera de la arquitectura. Ya no se trata de arcos y columnas. La mirada que en mí había construido con tanta tenacidad el profesor de bellas artes Bormann, y que yo había asimilado con demasiado orgullo, se adentra ahora en espacios incomprensibles. Pero la noche me da su lección simplificándolo todo, remitiéndome a lo elemental, a lo que unifica, saltando del individuo, el detalle, el ejemplar, a la composición.
Las sombras más claras delinean los pocos árboles del camino. Un soplo alcanza apenas para estremecerlos. No se trata de un lugar salvaje. Al pie de la colina se ve el sector moderno del pueblito y a mis espaldas las luces del hotel se alejan con cada uno de mis pasos. No es un paisaje que excluya lo humano, pero por cierto que lo subordina con gentileza.
Recuerdo las paredes que enmarcan con indiferencia el jardín de Milán. El pequeño cuadrado de verde prisionero invitaba a quedarse en él, pero la desordenada disposición de los planos y las perspectivas en la colina invitan a moverse en muchas direcciones. Considero, por ejemplo, el regreso a mi país, en donde una mujer bella no me espera pero me quiere; mi hogar, allá, era el departamento chamuscado de Arón. En seguida comprendo que no vale la pena convencer a Eligia de un regreso abrupto a cambio de tan poca cosa. Es seguro que ella también piensa muchas veces en volverse, y con muchas más razones que yo. Otra posibilidad es Ginebra, pero sería una intrusión en la libertad de Eligia, en su derecho de aburrirse con Piaget, un pedido de ayuda que no voy a lanzar. Hasta pasa por mi cabeza la posibilidad de ir a Milán, algún hotelcito barato y a crédito, ya que no tengo habitación en el sanatorio… buscarla a Dina para pedirle ayuda. Pero pedirle ayuda a Dina me parece absurdo. Solo después de considerar todas las alternativas, comprendo que no estoy en condiciones para disfrutar de esta libertad que me ofrece la colina.
El calor del vino y la brisa fresca producen una sensación estimulante en mí, pero aquello que se despierta es el temor de no querer ser ya un solitario, como lo he sido durante todo este vagabundear y durante tantos meses en la clínica. Me arrepiento de haber hablado hasta por los codos con los viejos. Apuro el paso; ya no tengo ritmo de vagabundo, sino de fugitivo. Sin advertirlo, me encuentro de pronto en la estación.
—¿Cuándo pasa el próximo tren?
—¿A dónde?
—A cualquier parte.
Es un tren repleto de estudiantes. Los compartimientos y los pasillos están llenos; algunos pasajeros viajan acostados o sentados sobre el piso. En el abandono del sueño, se entregan con confianza al compañero o la compañera. Me siento en un rincón. Dejé mi bolso en el hotel. No podré cambiarme en los próximos diez días. Dos vecinos se reacomodan entre rezongos. Cuando llegamos a una estación, me pongo de pie para bajar y comprar alguna petaca, pero antes de dar el primer paso, el corredor se colma con otros estudiantes que suben silenciosos y se tienden donde pueden. Sin cruzarse palabra, los nuevos pasajeros retoman en seguida el dormitar que seguramente han empezado en el andén. Me parece injusto despertarlos. Debe de ser lunes: probablemente estemos en camino de alguna ciudad universitaria. Alguien rompe el silencio calmo con una exclamación: «¡Pero cuándo llegamos a Bologna! Ya deberíamos estar allá». Otra voz, más firme, le contesta: «En este país todavía hay gente que no sabe contentarse con lo peor. Tienen el tren, y ahora quieren horarios, también».
Me indigna profundamente la oferta de mis amigos australianos. Uno no anda por ahí proponiendo a desconocidos que se hagan cargo de un negocio. Además, no puedo aceptar ese trabajo, si no sé nada de latín. Sería una estafa. En el recuerdo, hasta me parece desenterrar algún tono suave y paternal en él, alguna indicación maternal en ella. La sensación de incomodidad crece en mí. Vagaré unos días más y luego volveré a Milán. Me gustaría hablar con estos estudiantes, mis compañeros de viaje, contarles lo que vi mientras bajaba por la colina, pero en estos tiempos ya no se habla de la Naturaleza: quedaría en ridículo.
Después de veinte minutos de traqueteo, una voz de soprano joven, imprevista en la oscuridad, pregunta a su compañera:
—¿Leíste el informe del Partido?
—Sí.
—¿Cosa dicen esta vez?
—Que la clase obrera está más pauperizada que nunca. La explotación no se tolera más: los obreros usan boina porque ya no tienen dinero ni para comprar una simple gorra.
—Yo porto la boina porque los cubanos usan boina.
—Dice que el consumo de proteínas en la clase obrera es menor que durante todo el siglo pasado. Que la molicie capitalista está a punto de lograr que los miembros del Partido se queden en casa mirando televisión, en lugar de concurrir a las reuniones.
—¿Lo sabes que a casa nos compramos el televisor? ¿Y de vosotros?
—Lo tenemos ya hace tres años. Ahora papá está por llegar a la seiscientos. Ni él mismo puede creerlo. El abuelo dice que somos todos traidores a la causa. ¿Viste la transmisión de San Remo? A mí, el Celentano de ahora me gusta. No hace más el payaso… Siente, ¿estás segura de que éste es el rápido de las 0 y 45 a Boloña?
—No… —interviene una voz masculina joven—, ése es pasado a las tres por Rimini. Éste es el local de las 4 y 25.
—No, no —asegura una cuarta voz, indefinible en la oscuridad—, éste es un especial a Padua, fuera de cartilla. A Boloña no se detiene.
—¿Pero alguno sabe a qué hora arribaremos?