Un día cercano a ferragosto, cuando en la ciudad no había nadie, Dina entró al bar para preguntarme si quería acompañarla a un cabaret muy divertido pero lejano, al que nos invitaba un cliente que vestía una camisa a rayas verticales azul oscuras y blancas, que parecía interesado en llevar allá a la mayor cantidad de gente posible.
—Verás, te placerá —me dijo el hombre.
—De acuerdo, pero no olvides —contesté dirigiéndome a Dina— que debo retornar a la casa de cura antes que Eligia despierte, para darle el desayuno.
Cuando llegamos al San Silvestro, en la fachada lucía un gran cartel: «Noche especial dedicada a los tíficos del Milán… y como de habitual, ¡gran celebración de Año Nuevo!». Una empleada robusta nos dio pitos y matracas al entrar. Terminó su rito de aceptación soplándonos su propio instrumento de viento en la cara, mientras un mecanismo de papel y plumitas plegado se extendía hasta hacernos cosquillas en las narices. Nos colocó unos sombreritos con los colores del Milán, blanco y azul oscuro.
El lugar permanecía bastante colmado, si se tiene en cuenta que la ciudad estaba vacía por las vacaciones de verano. La poca turisticidad con la que las agencias sancionaban a Milán —un par de horas para ver el Duomo y la Galería—, era un favor que preservaba sus secretos más delicados para unos happy-few. En el San Silvestro no vi extranjeros a la vista; se divertía allí una regular cantidad de italianos, casi todos ya se habían conseguido alguna de las chicas del local. Todos, hombres y mujeres, llevábamos esa noche gorritos de fantasía, azules oscuro y blancos; las comedías o sonajeros nos sobresalían de los bolsillos. Se oían pitazos o matracazos completamente a destiempo de las canciones que salían por los altoparlantes.
Dina se acodó en el bar, con un gesto suyo muy característico, los hombros cerca de la cara. Nos sirvieron un champán barato y ácido. El hombre de la camisa a rayas saludó a todos como si fuese un viejo parroquiano del lugar. Después se dedicó a susurrarle ternuras en el oído a Dina. De pronto, la música se detuvo y una voz sin sexo, pero con entusiasmo, anunció por los altoparlantes: «Son ya las once. Dentro de una hora celebramos el Año Nuevo. Prepárate para la gran diversión. Echa por la borda todos tus problemas. Esta noche festejamos el año que va del 13 de agosto de 1965 al 13 de agosto de 1966. ¡Adiós año bruto! Os saludo, impuestos; chau políticos, y sobre todo, chau esposas». Una exclamación general de euforia acompañada de pitazos recibió estas dos últimas palabras.
La voz prosiguió con sus palabras de falsa alegría, pero después de las primeras frases, un desperfecto interfirió los sonidos más graves con un acorde electrónico fantasmal: «El San Silvestro es el único lugar donde estás a salvo de todos los males, también de los tíficos del Inter. Aquí, esta noche, todo es Milán, todo es blanco y azul, nada es rojo y negro. Mujeres hermosas y alegría asegurada. Champagne para todos —trató de pronunciar champán a la francesa—. A quién le importa mañana, mañana es el primer día del resto de nuestras vidas. Es más, si quieres, mañana vuelves de nosotros y celebramos juntos el fin de año, el fin de año del catorce de agosto al catorce de agosto. El quince, por respeto a la santa Madonnina, cerramos. Pero todas las noches que no sean fiesta religiosa, son festivos en el San Silvestro. ¡Todas las noches es fin de año!».
Debo reconocer que las chicas y los empleados del lugar hacían bien su rutina. Parecían divertirse verdaderamente… ¿y por qué no habrían de hacerlo? Era un buen trabajo, en tanto los clientes tuviesen el humor apropiado. La tarea debía de ser un poco más difícil en las jornadas frías, con pocos clientes, entumecidos por el invierno o la falta de liras, las chicas simulando felicidad en el vacío, y haciendo sonar sus patéticas trompetitas mientras zapateaban para quitarse el frío. De todas maneras, en esa noche de verano la euforia se mantenía e iba aumentando a medida que se acercaban las doce. Los camareros reían mientras llenaban las copas; sólo echaban en ellas unas gotas de su espumante ácido. De lo que sí se cuidaban era de hacer sonar bombásticamente las botellas cada vez que destapaban una. El barman anunciaba a gritos el acontecimiento y tañía antes una campana que colgaba del techo. Cuando el corcho salía volando, lo acompañaba un coro de vítores mientras se iniciaba una búsqueda en la penumbra, porque la casa regalaba una copa gratis al que lo encontrase, y de paso los clientes se colocaban en situaciones propicias para robarles algo mientras gateaban por debajo de las mesas. Después, si advertían que les faltaba la billetera, todas las chicas y los camareros buscaban prolijamente murmurando: «El bajito de pelo corto que partió apurado un momento hace, tenía una cara de ladrón que no te quiero contar».
Al servirme a mí, el barman, después de preguntarme de dónde era, estalló en risas:
—¡Sudamericano! ¡Como Sívori! ¡El mejor jugador de fútbol del mundo! ¿Pero cómo es jamás posible? Tienen allá tan buenos jugadores y tan malos equipos… porque esos de Independiente, no sólo pierden con el Milán, pierden hasta con la Inter…
Decidí no ser aguafiestas. Sentía ganas de absorber todo lo que me proponían las circunstancias. No quería tener problemas. Lo que pudiera ofrecer Dina me parecía muy pequeño comparado con este derroche de mujeres, años nuevos y champán. Las señoritas me proponían ir a cualquier rincón oscuro por unas pocas liras. Venían de todos los rincones de Italia y también había extranjeras de los cinco continentes, incluido Oceanía. Nunca me había montado una africana, ni una oriental. Por monedas, podría decir —sin mentir y por el resto de mi vida— que conocí mujeres de todas las latitudes.
Milán ofrecía abundancia verdadera, hipnotizada por los mecanismos del derroche, que en el San Silvestro se contorneaba al alcance de la mano: un gorrito de cotillón, una trompetita de payaso, una mujer de rasgos insólitos, tanto daba. Esta entrega a los abalorios del presente exigía, por supuesto, abandonar toda idea de organización: esa exigencia era también el premio.
De pronto, la música cesó y el maestro de ceremonias impuso silencio entre el público. Se apagaron todas las luces y algunas manos femeninas se deslizaron en los bolsillos masculinos, mientras la misma voz andrógina gritó en los altoparlantes, que funcionaban a medias: «¡Silencio! Faltan sólo cuarenta segundos para que se acabe el año. Treinta, veintinueve, veintiocho… ¡Adiós año sucio! Llévate todas tus desgracias. Veinte, diecinueve, dieciocho. Se nos viene encima un año mucho mejor. ¡Vas a ver, año de mierda, lo que es un año de verdad! ¡Negocios de oro, salud de hierro y mujeres de carne! Cinco… cuatro… tres… dos… uno… ¡Y viva! ¡Y viva el Año Nuevo!».
Titilaron todas las luces y cayó una lluvia de papel picado. Las coperas hicieron sonar sus trompetitas y entre nubes de humo artificial vi a Dina, con su vestido claro de verano, que en el otro extremo de la barra, miraba aburrida el techo.
Un par de horas después entró en el San Silvestro un grupo de hombres, entre los que se destacaba uno pelado y corpulento, con cara grande, de la que, con la misma facilidad, manaban risas y gotas de sudor. Ya habían bebido antes de venir a nuestro cabaret. El grandote se instaló en una banqueta cercana a la mía. Pidió vermut a las dos de la mañana. Se lo negaron, hasta que anunció que lo pagaría al mismo precio que el champán. Entonces por milagro llegó el vermut. Se mostraba dicharachero y eufórico. Lo rodearon dos mujeres, y siguió tomando sus vermutes mientras ellas pedían el champán de la casa.
La prostituta más joven y bonita del «San Silvestro» le clavó los ojos varias veces, a pesar de que estaba lejos, junto a un señor canoso y de corbata, que lucía muy próspero y muy borracho, pero el hombrón no se dio cuenta de las miradas que recibía. A la media hora, la mujer se dirigió al toilette. Tuvo que encaminarse por un sendero que pasaba cerca del parroquiano de los vermutes.
Como había hecho con todas las mujeres que se pusieron al alcance de su voz, el hombre de la cara grande le gritó también a la bella alguna barbaridad. Mirándolo, la mujer se detuvo a unos pocos pasos. El hombre de los vermutes quedó cortado. Echó con temor un vistazo al sofá del potentado, que allá lejos aprovechaba la pausa para conversar con la puta del sofá vecino. La bella le preguntó al hombre de la cara grande:
—¿Lo sabes quién soy yo?
El hombre vaciló.
—No.
—¿Pero estás seguro de que no sabes quién soy?…
En ese momento, el potentado reaccionó, se puso de pie y se encaminó hacia el hombre de la cara grande. Cuando con paso vacilante llegó a la pista, rebrilló un par de zapatos grises, muy ahusados y estrechos. Previendo la bronca, detrás de él vinieron todos los clientes del lugar, identificables por sus sombreritos de cotillón. Por su parte, los que habían llegado con el hombre de la cara grande, cerraron filas junto a éste, al grito de «¡A nosotros! Los de la antigua Ambrosiana, la guardia del viale Goethe». Entonces me percaté de que todos llevaban prendas o detalles de vestimenta que combinaban el rojo y el negro. Ambos grupos se apostaron belicosamente, cada uno a un extremo de la pista de baile. Albiazules contra rojinegros. El magnate señaló a la bella, y le gritó:
—¡Ven aquí!
—No puedo. Tengo que hablar con este hombre —señaló la carota sudorosa y atemorizada.
El magnate empezó a cruzar la pista, pero —sea porque sus zapatos eran nuevos, porque la pista estaba encerada o porque él estaba completamente borracho— cuando había recorrido más de la mitad del trayecto cayó y quedó despatarrado. Sus amigos albiazules no se movieron, pero en ese momento apareció, entre las filas de esas formaciones quietas, un caballero delgado, de saco, y con una corbata muy parecida a la de algunos tíficos rojinegros. Trató de reincorporar al magnate, mientras con respeto le susurraba al oído:
—¿Cómo nunca, comendador?
Intentó levantarlo tres veces, pero el cesáreo millonario recaía siempre. El grupo rojinegro, al advertir tanta impotencia, se acercó por curiosidad al comendador. El caballero delgado que lo asistía, palideció al ver lo que se le venía encima. Sacudió el pescuezo del comendador y le gritó:
—¡Desgraciado! En qué embrollo nos metiste, borrachón. Yo te dejo.
En su ímpetu, los rojinegros pasaron por encima del comendador y rodearon al caballero delgado, pero, contra lo que todos esperábamos, no le hicieron daño.
La bella ni se inmutó cuando vio al ricachón en el piso, pero los amigos de éste, que eran muchos más que los rojinegros, reaccionaron. Ambos grupos rompieron botellas y las blandieron contra sus rivales con fiereza. Por momentos, unos avanzaban y otros retrocedían sobre la pista, hasta que, siguiendo razones inexplicables, la situación se invertía y la facción que antes avanzaba, después retrocedía. Finalmente, uno de los rojinegros gritó: «¡Son más!», y bastó esta presunción para que todo el grupo huyese, entre exclamaciones de «Nos volveremos a encontrar en San Siró».
Los clientes con gorritos azul oscuro y blanco no se dieron cuenta de su triunfo porque los camareros, para apaciguar los ánimos sin correr riesgos, arrojaron en ese instante tanto papel picado y humo de color que no se podía ver la propia mano. Solo al despejarse la atmósfera comprendieron que eran los triunfadores. Ya se levantaban algunos brindis de victoria, pero alguien gritó: «¡Vuelven los del Inter con refuerzos!», y el bando que un segundo antes celebraba el triunfo desapareció como por encanto de magia.
Cuando ya el local estaba casi desierto, aparecieron por primera vez unos viejos parroquianos a los que no les importaba el fútbol. Preguntaron asombrados por qué había tan poca gente. Un barman hizo un gesto ampuloso y dijo: «¡Hubo una batalla que no le quiero ni contar…!». Y así entró esa noche del 13 de agosto de 1966 en la historia y la leyenda.
Pero el único efecto inmediato de este comentario, que con toda seguridad se amplificaría hasta el mito en pocas noches, fue inquietar a los recién llegados. Bastó que estos vieran llegar a tres turistas finlandeses, borrachos y extraviados —sólo buscaban un teléfono— para que salieran como flechas. El caballero de saco que tanto asistía al comendador blanquiazul como encabezaba la carga de los rojinegros, se ofreció a guiar a los finlandeses dándose aires de conocedor de la noche, y de persona que siempre salía a flote.
Solo quedamos en el local los camareros, Dina, su amigo, yo, el hombre de cara grande y la bella.
—¿… y todavía no sabes quién soy?
—No… No sé…
—Soy tu hija.
—¿Ana?… Tantos años… ¡Ana, claro!
—Sí, tantos años.
—No sabes todo lo que he pensado en ti y cuántas veces he querido verte.
—No, no lo sé.
Por un momento el aire se tensó entre los dos, pero de pronto ella, aflojándose, le dio un beso en la mejilla. El hombrón explotó de alegría. Puso sus brazos en torno de la joven y después de hablar unos minutos en voz baja, estalló en gritos exultantes.
—¡Esto es extraordinario! ¡Hay que celebrar… vermut para todos! Yo pago.
No se veía a casi nadie en el cabaret; las tres botellas que mandó a abrir quedaron al alcance de mi mano. Bebí y bebí, y a cada copa, el hombre de cara grande me miraba peor. Finalmente estalló:
—He convidado a todoscuantos, y tú te lo bebes solo.
—Este no es un lugar para avaros.
El hombre de sudor grasoso vaciló, miró a su hija y me tomó del cuello del abrigo negro, sacudiéndome como una campanita. Busqué en mi bolsillo la navaja, la aferré, pero mi mano se paralizó. Cuantos más insultos me arrojaba el hombre de la gran cara, más pesada y rígida quedaba mi mano en el bolsillo. Me decía a mí mismo: «Solo se trata de sacarla y toda la situación cambiará». Pero no moví mi brazo.
Cerca de la madrugada, Dina y su amigo me subieron a su auto. Me recosté en el asiento trasero y todo Milán se convirtió en una calesita. Pedí que se detuviesen. Caminé dos pasos y me senté en la acera.
—¡Qué mal se te ve! Trata de vomitar —me dijo el hombre.
—No me van a voltear con champán barato y vermut, después de haber digerido tantos licores de mierda; no es justo.
Tenía ganas de acostarme, pero no tenía ganas de vomitar. Nunca tenía ganas de vomitar, entonces.
—Para qué te emborrachas si no tienes hígado. Mira, voy a un hotel con Dina. No te podemos llevar. Ya te arreglarás. Me dice ella que tienes la costumbre…
Partieron. Crucé la acera en cuatro patas hasta llegar a un muro en el que pude apoyar mi torso.
Clareaba apenas cuando volví a abrir los ojos. Dina me estaba sacudiendo el hombro. Se reía en cuclillas, a mi lado. Después fue perdiendo el equilibrio por la risa y se deslizó a una posición despatarrada. Detrás de ella, sobre la acera, dos mujeres, una anciana vestida de negro y otra con un rosario en su mano, nos miraban en silencio.
—Dale. Haz un esfuerzo y vámonos de aquí —me exhortó Dina—. Cuando me senté, cruzó mi brazo sobre su hombro y me levantó. No dejaba de reírse. Entre su risa y el peso de mi cuerpo que se apoyaba en ella, le costaba llamar a los taxis. De todas maneras, los que pasaban no se detenían.
—Ahora apóyate aquí y resta callado, calladito —señaló un reborde en uno de los muros.
Al reclinarme comprobé que los ladrillos a mi espalda estaban tibios, que conservaban una temperatura más agradable que la de la acera. Apoyé mis manos en el muro para no tumbarme ni hacia el este ni hacia el oeste. Esto pareció causarle mucha gracia a Dina. Se rió tan sinceramente que yo, contagiado, estallé también en risas. Así llegó el vómito, a mí, que estaba orgulloso de que nunca me ocurriesen esas cosas húmedas. Reía y vomitaba en alternancias equilibradas: unas buenas risotadas y tres o cuatro torrentes que salían por mi boca neptuniana. Noté que las oleadas correspondían exactas a las risotadas: si éstas eran cinco, las olas eran también cinco, todo ello sin ninguna participación de mi voluntad. Brotaba un vómito completamente líquido y traslúcido, con el vermut y el champán intactos. Dina procuró enjugar la catarata que salía de mi boca con un pañuelo de cuello de gasa verde. Después giró y se fue. Traté de seguirla. Me adormecí riéndome.
Cuando reabrí los ojos, Dina estaba otra vez a mi lado. Detrás de ella había un taxi con la puerta trasera abierta. Se me había pasado el humor risueño y me invadía un sopor muy pesado. Escuché al conductor.
—Este angelito… lo tenías escondido. No me habías dicho nada.
Se apeó del auto y me puso de pie con facilidad. Después me alzó en brazos y me acomodó a su lado.
—Estás hecho un verdadero asco —giró hacia Dina, que se había desplomado sobre el asiento trasero—. Esta me la tienes que agradecer.
El coche arrancó en una de aquellas direcciones desconcertantes que, para mi asombro, guardaba siempre la ciudad. De tanto en tanto, el conductor me hacía una broma sobre mi estado, que terminaba siempre con una observación sobre lo bueno que había sido él, y giraba en seguida la cabeza para sonreírle a Dina. El taxista tenía razón; había sido un buen tipo. Me miró.
—Ahora estarías en la cuestura. ¿Tienes alguien que se haga responsable de ti?
—Es extranjero —dijo desde atrás Dina, desganada.
—¿Y tú? ¿Tienes alguien que se haga cargo de ti?
—Tengo la tía.
—¡Ah…! Qué suerte tu tía, una linda sobrina como tú.
El coche se movía lento. En duermevela, vi que circulaba fuera de la calle, sobre tierra, en uno de esos espacios libres que quedaban entre los monobloques que se construían a ritmo febril. El conductor detuvo la marcha y se pasó al asiento de atrás. Con esfuerzo me bajé yo también, para orinar. Me sostuve contra el auto y miré a mi alrededor, hacia los edificios. Desde los balcones y ventanas, unas pocas personas nos observaban en el silencio de la madrugada. Alguien gritó algo, risueñamente, a lo lejos. Traté de abrocharme el pantalón, pero no lo conseguí. Me tiré a lo largo del asiento delantero. El coche se balanceaba suavemente, como una cuna, mientras en el asiento de atrás alguien gemía. No pude distinguir si era una voz de hombre o mujer. Después sentí que el conductor me acomodaba con una sola mano:
—Quédate sentado, eh, no te vayas a caer —me dijo mientras con la otra mano me toqueteaba sin disimulo el pecho, hasta que encontró lo que buscaba.
Me sacó la billetera, la vació de dinero y me la volvió a colocar en el bolsillo del abrigo. Me había robado las dos mil liras que yo reservaba para la única puta del San Silvestro que había nacido en la Polinesia. Me pregunté cuándo tendría otra vez la oportunidad de hacer el amor con una mujer de Oceanía.
—No entiendo cómo no te mueres de calor con ese abrigo —fueron las últimas palabras que me dirigió el taxista.
Le dio el dinero a Dina, que, todavía recostada, no supo de dónde habían salido los billetes. Cuando llegamos al sanatorio, nos hizo bajar.
—Bueno, ahora se las arreglan ustedes. Ya yo hice mi buena obra. Ni siquiera les cobro el viaje.
—Sí… figúrate —le contestó Dina.
Calzó mi brazo sobre sus hombros para que no me cayese.
—¿Qué hago contigo? Mira que eres un incordio.
—Deja. Me voy al cuarto.
Dina me soltó, di dos pasos y caí en cuatro patas. Me volvió a alzar.
—¿Hay algún guardia?
—Aquí siempre hay algún guardia, pero a esta hora va al baño y dormita lo que puede. ¿Por qué?
—¡Qué cara de miedo! No pensaba entregarte. Quería saber si el camino está libre hasta ese cuarto tuyo. ¿Qué número?
—El 407.
Esperamos el momento en que la entrada estuvo despejada, y pasamos sin que nadie nos detuviera. Compartimos el ascensor con una administrativa. En el pasillo del piso encontramos a la mucama del primer turno.
—Señor Mario, ¿pero qué le ocurrió… un accidente?
—No, no tengo nada. ¿Cómo va la señora?
—Su madre descansa. ¿Usted no está herido?
—¡Su madre!… —Dina pegó un respingo y agregó indignada—. ¿Por qué no lo acuesta a este nene?
—Porque no es mi trabajo —contestó la mucama, cuyas recomendadas yo no había querido contratar como enfermeras suplementarias—. ¿Por qué no prueba de acostarlo usted? Se ve que tiene experiencia. ¿Y por qué no le cierra la bragueta?
Colgado de su hombro, abrí la cartera de Dina y tomé dos billetes de mil que estaban a mano y me olían a taxista. Se los entregué a la mucama y le hice una señal con mi dedo sobre su boca. Me dio las gracias. Dina me reacomodó y fuimos avanzando hasta el cuarto, al ritmo muy incierto de mis pasos. En mente, me despedía de mi amada de la polinesia. Solo cuando llegué a la puerta, recordé que mi cuarto era también el cuarto de Eligia.
—Shh —le increpé a Dina—, no hagas tanto ruido, estáte callada. Una vuelta que seamos dentro, yo me arreglo solo.
Abrí la puerta de un manotazo torpe. Una voz lúcida preguntó en seguida:
—¿Mario?
—Estoy bien. Estoy con una persona que me acompañó.
Di dos pasos por el vestíbulo sesgado que no permitía ver la cama. Antes de llegar al recinto principal, caí sobre la pared y me fui deslizando hasta el suelo. Eligia volvió a preguntar por mí, con tono más preocupado; Dina me puso en pie.
—Permiso. Disculpe señora, no quería molestar. Su hijo está bien. Solo tiene que dormir un poco —iba balbuceando mientras avanzábamos por el vestibulito.
Cuando llegamos al cuarto en sí, Dina quedó en silencio. Las presenté.
—Es Eligia. Es Dina, me ayudó mucho, pero yo no se lo pedí. Llego justo a tiempo para darte el desayuno.
—Ya tomé el desayuno hace una hora… Gracias, Dina.
Estábamos a dos pasos de mi camastro. Dina permanecía tiesa, mirándola a Eligia. Noté que los músculos de ella que me sostenían, se olvidaron de mí. Me desprendí de su brazo y me tiré en mi pequeña cama. Cuando dirigí la vista hacia Dina, todavía estaba como petrificada, mirándola a Eligia.
—¡Y por qué no te vas! —le grité.
Se fue sin despedirse; fue una huida sin descortesía. Dormí hasta que la misma mucama a la que le había dado dos mil liras trajo el almuerzo. Entró haciendo todo el ruido posible y gritando «Aquí está la minestra», como lo hacía siempre para ahorrarse el trabajo de despertar a los pacientes.
Creí que podía sostenerme erguido por mis propias fuerzas.
—¿Está ya en pie, señor Mario? —dijo la mucama con un tono maligno.
Sabía que Eligia tenía que haber visto a Dina, ya que la misma mucama se había negado a acompañarme al cuarto. Traía una sopa espesa, hirviente. Antes de irse, me señaló la cabeza:
—Le queda muy bonito. También yo soy del Milán, y odio al Inter.
Me quité el sombrero de cotillón azul oscuro y blanco. Como todos los días —cuatro veces cada día— acomodé un babero infantil sobre la parte de los injertos que quedaba debajo de la soperita, a veinte centímetros de la cara de Eligia, que era todo cuanto podía extenderse el tubo por el cual succionaba ella. Protegí la preciosa carne ganada con el esfuerzo del segundo colgajo, que le había valido otros cincuenta días de yeso, entre mayo y julio.
Eligia me miraba con fijeza. Cuando terminé de alimentarla, volví a tirarme en mi catre. Me coloqué de manera que, si entraba alguien, pareciese que yo estaba echando una siesta. Mi única preocupación era que no se me notase el hang-over.
Cuando volví a despertarme, faltaba poco para la cena de los pacientes. Me sentía mal: la boca pastosa, aunque advertí que las piernas habían ganado algo de firmeza. Los ojos de Eligia me seguían a todas partes. Antes de la comida, la lavé, tratando de esmerarme en los cuidados. Le propuse cortarle las uñas.
—No, hoy no… por favor, hacé algo con tu aliento.
Me cepillé los dientes. Cuando regresé, me dijo:
—¿Te acordás de los sobresalientes que sacabas en la escuela?
—Bueno, llegó otra vez la hora de la nostalgia docente —le contesté tratando de sonar divertido.
Pocos minutos después trajeron la sopa humeante y una gelatina. Coloqué la servilleta como lo hacía todos los días —cuatro veces cada día—. Tomé el bol en mis manos con decisión. Estaba un poco más caliente que lo habitual, de manera que soplé para entibiarla. Preparé una servilleta de reserva para enjugar el líquido que se escurriese de la boca. Rutina.
—A ver, un sorbo por Piaget, que está aquí cerca, en Ginebra, paseándose en bicicleta, y al que vas a ir a visitar dentro de poco… Otro por Herder… Otro por Saussure… Otro por Dewey…
Reí con forzado buen humor. Eligia no veía la soperita cerca de su boca. Un grumo tapó el tubo por el que succionaba. Traté de destaparlo sacudiéndolo con una mano. Entonces empezó a temblarme la mano que sostenía el bol. Quise controlarla, pero los temblores crecían, aumentados por el mismo peso del bol. El flujo de sopa se reanudó.
—Este sorbo por el profesor Calcaterra, que fue admitido en la Academia y su foto está en todos los diarios importantes…
La mano que había desobturado el tubo, volvió a la sopera. En ese preciso instante tuve una convulsión y el líquido se derramó casi todo sobre los baberos y servilletas que protegían a Eligia, empapándola. Lanzó un grito incontrolable y, con gemidos descendentes, me dijo que llamase a la enfermera. Apreté el timbre. Mientras esperaba, levanté uno de los extremos de la servilleta empapada y humeante. Pegado al lado inferior de la servilleta se levantó también un trozo de injerto mostrando debajo un colchón de tejidos y sangre. En seguida llegó la enfermera.
—¡Un accidente! —grité sin control—. Se derramó la sopa.
—Señor Mario… ¡Precisamente ahora, con los injertos y el colgajo nuevo!
Actuó con celeridad profesional. Bajó con un mecanismo las ruedas de la cama y se llevó a Eligia volando a la sala de curaciones. Todo ocurrió en un segundo. Cerré los ojos y sollocé con la soperita de peltre todavía en mi mano. Después de unos minutos, sin detener mis sollozos, dije en voz alta y clara: «No quería que las cosas resultasen así, Eligia. Verdaderamente quería ayudarte, esmerarme. Te lo juro. Esto no puede seguir. Si salimos de ésta, voy a cambiar. Te lo juro». Me senté en mi camita.
Después de un tiempo impreciso para mí, volvió la enfermera.
—Todo bajo control —me miró inquisitiva a los ojos—. ¿Pero qué le llega? No es tan grave, ¿sabe? Todo se va arreglar. Vamos, no se abandone ahora que su madre necesita de usted más que nunca. Un accidente, cualquiera lo tiene; después de tantos meses. ¡Pero si todo el mundo se admira de lo bien que la cuida! Es cierto que, cada tanto, debería contratar una enfermera, y tomarse un descanso. Es demasiado para una persona sola. Seguro que puedo conseguirle alguna que le haga precio por tarea prolongada, si la contrata por más de una semana… Ahora vaya de su madre en la sala de curas y llévele un abrigo liviano. Si comienza a estornudar, estaremos en líos. Vaya, que ella pregunta por usted. Le dé un beso.
Cuando entré en la sala de curaciones, hallé en la antecámara equipada con pileta y mesada metálica, la cabeza de Eligia. Estaba sin pelo, descarnada hasta un punto en que yo no la había visto nunca antes, la cuenca de los ojos vacía y los huesos en distintos grados impúdicos de evidencia. Tenía clavado un compás en la mejilla y sobre la mesada, cuyo brillo metálico y oscuro hacía un fuerte contraste con el color parejo, opaco y cerúleo de la cabeza, descansaba un goniómetro.
Uno de los ayudantes del profesor irrumpió desde la sala principal, me miró, miró la cabeza, y la guardó apresurado en una alacena.
—Estos modelos son muy útiles, sabe. Permiten planificar científicamente las operaciones de los pacientes complicados.
Eligia estaba rodeada de médicos. Le habían quitado el injerto ensopado. Le cubrieron la parte sin piel con una gasa cicatrizante, y los médicos dejaron órdenes para hacer un nuevo injerto a la mañana siguiente. A las más de veinte operaciones que llevaba el tratamiento, había que agregar ésta, inútil.
—No se preocupe señora, será cosa de unos minutos —dijo el médico de guardia.
—¿Cómo estás, Mario?
—Estoy bien. Te traje un salto de cama. ¿Te espero aquí o en el cuarto?
—Volvé al cuarto. Aquí estoy bien cuidada. Trata de descansar.
Me paseé por el cuarto despojado, vacío, sin cama, durante una hora. Desde que había empezado su tratamiento en Italia, yo nunca esperaba a Eligia en la habitación, cuando se la llevaban, sino en la salita cercana a los quirófanos. Esta vez, en el cuarto vacío, sin la gran cama, me movía sin rumbo, descoordinado. Mis pies se habían acostumbrado a medir los pasos según la presencia de la gran cama articulada y se asombraban ahora de poder atravesar espacios que nunca antes habían hollado. Coloqué mi cabeza en el lugar exacto en el que durante tantos meses había yacido la cabeza de Eligia. Desde ese punto de vista, el cuarto tenía perspectivas completamente distintas de aquéllas a las que me había acostumbrado. La ventana y la reproducción de Cézanne eran los elementos más visibles; en cambio, el vano del pasillo por el que habían entrado Sandie, el capellán y Dina, casi quedaba fuera de la visión, y mucho menos se veía mi catre bajo adosado a la pared.
Traté de imaginar lo que podía estar ocurriendo en la sala de curaciones. Barajé todas las posibilidades, desde las más negras a las más leves. Permanecí repitiéndome, sin darme cuenta pero sin cesar, «Dios mío, ¡qué hice!».
Cuando colocaron la cama en el lugar habitual, todo pareció nuevamente en orden.
—No fue nada Mario, ya está. Mañana me reponen el injerto. No andaba muy bien y no era muy grande. Me queda piel de sobra en el muslo.
Al poco tiempo, Eligia se durmió; la noche recién empezaba. Una enfermera pasó como un susurro para tomarle el pulso y la temperatura. Eligia no se despertó.
—Todo va bien. Vaya a respirar un poco de aire fresco. Por esta vez, nosotras nos encargamos gratis. Vaya, tiene que despejarse un poco. Esto le sucede por estar demasiado tiempo encerrado aquí dentro.
No fui al bar de la esquina. Caminé casi medio kilómetro hasta que llegué a una zona que no frecuentaba el personal de la clínica y donde era un desconocido. Entonces encontré un bar oculto y pude tomarme una media docena de coñaques sin que nadie me viera.