A fines de marzo del 66 los médicos consideraron que el colgajo había prendido y le quitaron a Eligia los aparatos ortopédicos y el inmenso yeso que le sostenía el brazo junto a la barbilla. Las operaciones a que era sometida tuvieron, a partir de entonces, un matiz positivo, porque consistían en distribuir de una manera funcional la materia ganada.
Aprovechamos la mejoría para que diese sus primeros pasos después de muchos meses, breves excursiones por los corredores, ante la mirada aterrada de las narigonas que, en vela de bisturíes, se paseaban nerviosas esperando la próxima carnada de operaciones. Cuando la marcha de Eligia cobró firmeza, decidí realizar una visita que debíamos hace tiempo. Un domingo, muy temprano, fuimos a la capilla de la clínica, moderna, con vitrales alegres y altares claros y estilizados. Nos sentamos en un rincón escondido donde el oficiante no nos podía ver. Concurrían pocos feligreses; todas enfermeras y mucamas meridionales. El mismo sacerdote que nos había visitado en el cuarto, ofició con fe intensa. Después echó una mirada asombrada a las jóvenes y dijo su sermón.
* * *
—Aprovechemos que a esta misa temprana no vinieron los pacientes y podemos hablar de temas que os interesan en especial, mujeres jóvenes, solas, lejos del hogar, en una ciudad llena de tentaciones. Os hablaré de las tentaciones de la carne. Sois criaturas en una situación peligrosa, abandonadas a vuestras propias fuerzas. Éste es precisamente el primer sentido de la palabra «carne»: aquél de una criatura que ha sido abandonada por el sostén de Dios. Está ya claro en San Juan: «El espíritu es aquél que da la vida. La carne no sirve a nada».
Dos mucamas se susurraron delante de nosotros.
—¿A dónde fuiste anoche, picarona?
—Al cine, a ver un filme con el Newman.
—¿Cuál?
—El Premio. Hace el escritor borracho.
—¿Cómo ha estado?
—Quieren matarlo, porque, sin saberlo, se coloca en el camino de los malos. Denuncia una conspiración de un servicio secreto, pero nadie le cree, ¡a él! Con esa boquita que insulta y besa al mismo tiempo. Después lo tiran al agua cuando pasa un transatlántico. ¡Le tiran encima un transatlántico! No presté mucha atención porque estaba acompañada… El tiene siempre un aire como de quien no sabe nunca qué va a hacer en el próximo segundo… Esa nariz de boxeador junto a esos ojitos de nene desprotegido. ¡Hummm!… ¡Cómo me place! ¿No tendré el Edipo con este Newman?… ¡Pero no! ¡Qué voy a tener Edipo yo!
—… Pero por debajo de este primer estado, esta idea de «materia viva dejada de la mano de Dios», hay —nada de menos— un estado peor. No encontramos ya lo abandonado, sino aquello que ha sido poseído por el deseo del placer inmediato: ya no es un elemento indiferente al espíritu, sino un elemento opuesto a él, instrumento del Diablo. Por eso habla San Pablo de la necesidad de esclavizar y castigar la carne: «Me impongo una disciplina y domino mi cuerpo»…
—No entiendo esta parte del sermón —le dije a Eligia—, ¿de qué placer inmediato está hablando?
—Habla bien, en pies espontáneos. Se nota que hizo sus Humanidades a fondo.
—¿Y has andado al cine con Esteban? —le preguntó la misma mucama a su compañera.
—Sí, pero él no es Paul Newman.
—¿Te tocó?
—Un poquito.
—No te hagas la interesante… ¡recuéntame todo!
—… Pero no debemos ejercer una disciplina que trate de aniquilar, de negar, sino que apunte a reconquistar y transfigurar la carne para llevarla a un estado espiritual positivo…
—… y entonces me regaló una radio portátil tan pequeña que se lleva en cualquier parte, en la cartera, en el corpiño, puedo escuchar música mientras trabajo…
—… pero, ¿qué número de corpiño tienes?
—… Transfigurada, la carne se predispone a la alegría de Dios. Es… —la voz del sacerdote se elevó y vaciló suspendida en un silencio indeciso, después retornó a un tono natural, como si se hubiese arrepentido del camino que estuvo a punto de emprender—… Se transforma en un instrumento de la buena voluntad, instrumento para hacer el bien a los demás, lo cual resulta particularmente importante para vosotras, que habéis elegido una profesión humanitaria. Ya no es la carne contra el espíritu, sino la carne que tiende la mano para ayudar al prójimo y, a través del necesitado, ayudar a su propio espíritu…
—¡Si es exactamente lo que yo pienso! —murmuré para mí mismo.
—… pensad en vuestra experiencia, pensad en esas horas perdidas que os pasáis en el cine o frente a la televisión, horas en que vuestra carne «no vale nada», como dice San Juan, y esto siempre que estéis viendo un programa sano; otramente, si os empecináis en ver un programa de los malos, vuestra carne se convierte en mala y «con un deseo de placer», como dice San Pablo; eso os ocurre cuando veis algún programa de esos planeados por el demonio o los comunistas. ¡Levantad por un momento un ángulo de esa pantalla de perdición! Espiad cosa hay del otro lado. Como si fuese una mortaja, la pantalla esconde detrás de ella vuestra propia calavera y despojos. Estáis vosotras mismas allí enterradas, al final de una vida de ociosidad, malgastada ante esas imágenes engañosas y tentadoras: contemplad vuestro cadáver, descomponiéndose detrás de la pantalla, como bien sabéis que ocurre con los cuerpos que, recubiertos por una sábana, todos los días sacáis de las habitaciones a las tumbas, carne ya indiferente a Dios, hasta que el Juicio Final la restituya. Solo si durante la vida habéis aprovechado la oportunidad que os ofrece Dios, os reconciliaréis y reconciliaréis vuestra carne con el espíritu. Porque bien dice el santo: «Nos alegraremos en Dios por nuestro Señor Jesucristo, por medio del cual hemos conseguido la reconciliación».
—No me recuerdo el número de mi corpiño… porque lo dejé en lo de Esteban. Es más pequeño que el de la Sommer, te lo aseguro. ¿Cosa le habrá visto Newman a esa alemana?
—… Por eso, sólo mediante la disciplina y la piedad lograréis dominar la carne, y una vez dominada ésta, dominaréis mejor todo el miedo a la muerte, seréis dueñas de vuestros huesos polvorientos. Le haréis una buena jugarreta a la muerte, que tanto os atemoriza cuando se lleva un paciente. Os diré un secreto: todos esos artistas cuyas obras veis en las iglesias, que representan una muerte terrible, de aspecto espantoso, que hace danzar a los humanos —del Papa al campesino— no son verdaderos cristianos…
—Unos violentos, unos irracionalistas —susurré al oído de Eligia, que no se interesaba para nada por el arte.
—… Para el verdadero cristiano, para aquél que ha dominado su carne, la muerte no es más que un resfrío pasajero, niñito desprotegido que trata de asustar a sus mayores. Los elegidos no morirán, se han liberado del miedo y saben que lo único mortal es la pobre muerte. ¡He aquí que tendríamos que tener lástima de ella, de las putrefacciones de la carne, de sus huesos engañosos y provisorios!…
—Siente, estuve distraída… si la caba me pregunta sobre qué habló el padre hoy, ¿qué le digo?
—Que debemos esmerarnos en limpiar un cuarto después que alguien murió en él. ¡Vamos que se nos hace tarde! Este no la finaliza nunca.
En un par de minutos, casi todos los feligreses se fueron de la aséptica capillita, para tomar su turno de la mañana. El sermón se había prolongado demasiado, y el recinto se vació bajo la mirada asombrada del capellán, que reflexionó mientras se concentraba con su típico ademán de cerrar los ojos, apretar la mandíbula contra el pecho y desplegar la red de arrugas de sus sienes. Luego los abrió, echó una mirada circular y lenta a la capilla vacía y dijo en voz baja, pero con determinación: «¡Que me sancionen otra vez, ahora!». Y con tono encendido siguió predicando:
—Porque no hemos sido hechos según el modelo de la muerte, sino según el modelo del amor, el modelo de la carne enamorada que el Hijo asumió cuando se encamó por amor infinito. ¡Qué maravilla! Alguien por fin que, en lugar de ejercer todo el poder que tiene, se mete límites deliberadamente. Una kenosis, un empobrecimiento voluntario de Cristo, que renunció a comprender el mal y le bastó con padecerlo; así como en el Antiguo Testamento, Yahvé se contrae y empequeñece voluntariamente para dejar espacio al hombre y su libertad…
—Se nota que también sabe griego, ¡qué envidia! —exclamé.
—… Ese es el modelo: debemos amar tanto como hemos sido amados. En el origen, es decir en el amor de Él, «tanto» quiere decir «infinito». Depende de nosotros mantener este nivel. ¿«Cómo», os preguntáis y me pregunto? La respuesta está ya en el Antiguo Testamento: si uno ama sin límites a otro que no lo merece, tarde o temprano, la grandeza de ese amor convertirá al otro en alguien digno de ese amor. «Amor», esa palabra que figura tanto en las cancioncillas que tienen ocupadas vuestras orejas, es la palabra, y no «dinero», ni «guerra», ni «destrucción», como creen los señores del mundo…
—¡Qué horror, la violencia! —dijo Eligia con callada convicción.
—… Esta es la interpretación del amor, según el profeta: «Porque yo soy Dios, no un hombre / En medio de ti yo soy el Santo / y no me gusta destruir»… Durante este Concilio en el Vaticano estamos viendo muchos cambios, pero estas palabras no cambiarán, os lo asegura el más insignificante de los hombres.
Repitió su gesto de concentración; después miró extraviado al vacío.
—Terminaremos por comprenderlas cabalmente, por el camino bueno… o por el malo… —vaciló, esta vez apenas un segundo, y continuó con alegría—: en estas palabras nos encontraremos todos, tarde o temprano, y si para entonces ya no quedan palabras, nos encontraremos en el cuerpo crucificado que se desnudó para que todos podamos reconciliarnos en la caricia de ese cuerpo…
* * *
A fines de esa primavera, el profesor Calcaterra palpaba con mucho cuidado la cara de Eligia, principalmente su cavernosa mejilla derecha. Creí percibir una vacilación decepcionada en los movimientos de sus dedos, mientras Eligia le preguntaba cuándo iban a cubrir esos pozos. El profesor contestaba evasivamente.
—Algunas cicatrices hipertróficas… Veremos.
Nuestro médico tenía varias maneras de observar las heridas: las raspaba, les aplicaba un cristal en las zonas más congestionadas, pero finalmente terminaba confiando siempre en el tacto. En un día de primavera se sinceró: haría falta un segundo colgajo, lo que habíamos ganado era poco. Eligia no habló. Traté de transmitirle ánimos, le aseguré que más «material» era precisamente lo que se requería para un trabajo perfecto, le expliqué que ella no había sufrido todas las peripecias anteriores para echarse atrás ahora o desanimarse en este punto. En realidad, Eligia no había dado señales de echarse atrás o desanimarse en ningún momento, ni tampoco en ese día primaveral. Simplemente, no había hablado.
Esa noche tomé mucho. Dina me pidió que la acompañase a lo de unos clientes que la habían citado por teléfono, chicos buenos y conocidos.
—¿Para qué quieres entonces que te acompañe?
—Eres mi amigo, y te veo muy mal. No quiero dejarte solo.
—¿Quién te dijo que estoy mal? Déjate de diagnósticos estúpidos.
—¡Vamos! Tienen un bar con toda clase de whiskys.
Caminamos por una zona de la ciudad de construcciones revestidas de piedras pulidas, picadas o lajeadas. No había superficies lustrosas y claras, de las que abundan en Roma. Dina sacó de su cartera un llavero con unas iniciales doradas que no eran las suyas. Entramos en un gran portal oscuro. En el pasillo, por el que podían circular dos automóviles, se veía una luz confusa. Marchábamos a oscuras, en silencio. Cuando llegamos al final, dobló a la izquierda y apretó el interruptor de corriente. La luz tenue se convirtió en una fuerte claridad que iluminó un enorme ventanal. Del otro lado, en lugar del patio gris que esperaban mis ojos, crecía un jardín cuidado, de inesperada frescura. Nada en el exterior ni en el pasillo anticipaba ese rincón lozano.
Toda la arquitectura que abrazaba a ese patiecito, se presentaba con un ademán amenazador y plúmbeo, pero los brezos, enebros y arándanos, entre los que asomaban rododendros pupúreos y, en el centro, un fresnito orno, se plantaban impecables, aunque no frondosos, ante mis ojos. Permanecían en un modo de latencia expectante, reservándose la exuberancia y los desbordes para cuando comenzase el verano. Esta flora urbana, tan civilizada y prudente, tenía una manera colectiva de existir, con orientaciones y formas que se complementaban de especie a especie. Los austeros enebros azuzaban a los románticos arándanos y les señalaban las direcciones de la libertad; los rododendros asediaban con su color fuerte la copa esférica y todavía sin florecer del horno. Esta sabia complementación creaba, por relaciones de colores y formas, un espacio armónico que parecía mucho mayor que el espacio que un geómetra hubiera llamado «real» o perspectivo. El espacio del jardincito estaba hecho por colaboración, en el que cada planta preguntaba a su vecina y consultaba a la totalidad antes de construir su propia plenitud. Quedé hipnotizado, tratando de recordar qué había hecho mal.
El departamento resultó una leonera de nuevos ricos industriales, con mucho brillo violeta, rosa, fucsia y salmón. Eran dos empresarios de no más de cuarenta.
—¿No tienes corbata? —me preguntó el más joven de los dos, pocos minutos después de que Dina nos presentara (a ellos: «es un primo que ha tomado una copa de más»; «son viejos clientes, amigos de confianza», a mí).
—¿Quieres una? Elige, en el armario hay muchas. Después ve y compra algo de comida —me habló con toda buena voluntad y me dio un billete inmenso, casi una sábana—. Cerca del ángulo de Vía Spartaco hay un restaurante que tiene buena cocina. Quiero un plato de carne, una costeleta bien rellena o algo por el estilo.
—¿Es muy lejos?
—Cómo, ¿no tienes máquina? Toma las llaves de la mía. Yo tengo dos… Y ahora, ¿qué esperas?
—No sé manejar.
—¡Ufa! —me espetó mi nuevo y magnánimo amigo, mientras Dina se reía y el otro hombre parecía molesto—. Toma un taxi —me alargó otro billete, pero por lo menos éste era de tamaño discreto.
A mi partida, Dina me dijo con una sonrisa: «Excúsalos, es el milagro económico que los pone así». Cuando volví, no había nadie en la sala y se oían crujidos en el dormitorio. No estaban tan bien provistos. Tenían botellas italianas y francesas, pero nada escocés. Tomé algo, hasta que Dina salió del cuarto y se encerró en el baño. El hombre más joven me pidió comida. Le señalé un paquete en la cocina.
—Ponla al horno y sírvete también tú. Tienes mala cara.
Nos sentamos a la mesa los cuatro, en la cocina. La comida era un crimen: unas milanesas de costeletas sin hueso, con un relleno de miga, jamón y un queso que se babeaba por los bordes y formaba un lecho pastoso junto con las manzanas fritas que servían de guarnición. La carne casi había desaparecido entre tantos engrudos y fritangas, y, al cortar, en lugar de simple sangre auténtica, supuraba queso fundido. Uno tenía la sensación de estar comiéndose un marciano, no una vaca. Extrañé los bifes de mi país.
—¿Te aburres? —me preguntó Dina, al entrar en la cocina.
—No, pero no hay whisky escocés, como me habías prometido.
—¡Ah, mentiroso! Me habías prometido de lo mejor para mi primo —dijo Dina dirigiéndose al más joven.
—Se habrá terminado, qué sé yo.
—Ahora vas con tu famosa segunda máquina y nos compras una botella de whisky escocés.
El joven dudó un momento; después se puso en pie con desgano. Su compañero lo tomó del brazo.
—¿Pero qué haces? Estás loco. ¿Te has olvidado de que es una puta?
—¿Qué te creías… que le iba a hacer caso? —contestó el joven, y rió forzadamente—. ¡Ahú!, nada de whisky para el señorito —y la miró burlón y desafiante.
—¿Ah, sí? Entonces nos vamos.
—Pero vete, con ese vago sin sangre —le contestó el mayor, con tono de hastío.
Dina fue al cuarto y se vistió lentamente, como para darles tiempo a que recapacitasen. En la cocina, el mayor no se movía; el más joven hizo un gesto de contrariedad y murmuró «pero… es bella». Yo trataba de beber la mayor cantidad posible de la botella de vino que habían abierto.
—¡Ahú, despacio! —gritó el más joven—. Piensa en todos.
Dina regresó vestida y anunció:
—Bueno, me voy, páguenme.
—Un culo, te pagamos —dijo el mayor—. El trato era por toda la noche.
—Siente, yo hice lo que tenía que hacer. Quiero midinero. Esto me sucede por confiarme en «viejos clientes».
El hombre se levantó y abrió la puerta de calle.
—¡Vía!
Dina miraba fijo al más joven, mientras el mayor repitió:
—¿Y qué, eres sorda? Vía.
—No me voy hasta que no me paguen.
Sin mucha violencia, el más joven la tomó del pelo. El cuerpo de ella se retorció sensualmente; tiró algunos golpes con las manos abiertas y le arañó la cara mientras respiraba entre sollozos. Terminó en el vestíbulo. Caminé hasta ella; sentí el portazo apenas hube cruzado el umbral.
—¿Te lastimaron?
—No —respondí.
Cuando bajamos, nos metimos en el jardín. Para encontrar el acceso, Dina encendió la luz del portal; en un minuto se apagó, cuando ya retozábamos en el verde.
—Al más chiquito le dejé una marca en la cara… y no se la cavaron por nada.
Sacó de la cartera una estatuilla de porcelana, que representaba una bañista de los años veinte, de pie, con una gran toalla verde y un traje de baño con pollerita, un verdadero adefesio.
—¿Te gusta?
—No.
—¿Quién sabe cuánto valdrá?
—Nada.
—¿Qué, eres anticuario?
—No hay necesidad de ser anticuario para ver que no vale nada.
—Algo me darán…
—Nada… Para los negocios, tú… ¡un desastre!
La estatuilla se bamboleó en las manos de Dina. La colocó en una fuente con forma de concha que sobresalía de la pared del fondo. De una máscara de león borbotaba un hilo de agua que golpeó la porcelana. Con el volumen suplementario de la estatuilla semisumergida, una cantidad de líquido cayó de la concha a un pequeño estanque en el suelo; hubo un ruido sordo y reflejos en la penumbra. Después el goteo se fue regularizando hasta asemejarse a un tictac de reloj. Dina mojó sus manos y me las pasó, primero por la frente, después introdujo sus dedos entre mi pelo. La humedad me causó el efecto de una transfusión de sangre fresca. Sentí que el choque de esta agua tímida y eficaz calmaba el remolino de mi sangre.
—Entonces —anunció Dina—, yo me voy, chau. Aguanta, eres fuerte.
—¿A dónde vas?
—Retorno con esos dos. Necesito el dinero y, aunque si tú no lo creas, tienen necesidad de mí.
—Chau.
Los encuentros con Dina me procuraban una cuota de acontecimientos imprevisibles que compensaba la vida planificada del sanatorio; la usaba a ella para atraer sucesos que me aliviasen de las incertidumbres del tratamiento de Eligia. Con frecuencia me sorprendía a mí mismo observando con atención el color de un injerto, y con más atención aun trataba de memorizar el color que había tenido el día anterior, para deducir de una diferencia de matiz la marcha favorable o no del proceso. Ahora bien, es muy difícil recordar un matiz; los colores exigen el presente, la comparación inmediata. El estudio permanente de esa piel me desasosegaba: por momentos, creía que la evolución era favorable y, en otros, me parecía inevitable la necrosis. Hubiera enloquecido, pero Eligia tenía la virtud de generar vida callada y fuerte en todas las circunstancias en que estuviese; sus injertos germinaban en cualquiera de las formas que los aplicaran. Pero mi desconfianza subsistía, y miraba con aprensión las secreciones naturales de las heridas en los extremos del nuevo colgajo, como si en cada una de ellas latiese la amenaza de la infección. Esa materia en tránsito del brazo a la cara, llevaba consigo también todas mis esperanzas.
A la hora en que le tenía que dar el alimento (no lo llamo almuerzo ni cena porque no se componía de los platos habituales, sino de una porción generosa de un líquido espeso y de color indefinible) la situación tomaba un cariz infantil que me parecía ridículo. Para proteger los injertos, la cubría con varios baberos. Eligia no podía masticar porque su mandíbula tenía muy poca movilidad y los médicos le habían aconsejado no hacerlo, para no poner en riesgo sus colgajos, de manera que se limitaba a succionar el líquido caliente y amarillento. Mi tarea consistía en acercarle la soperita, mantenerla cerca de su boca y controlar que ningún grumo obturase el tubo: una misión sencilla, pero que requería cierto grado de atención, porque había que sostener el bol muy cerca de la cara y el segundo yeso, que la inmovilizaba igual que el primero, pero del brazo opuesto.
Todos estos cuidados tediosos los contrarrestaba yo por la noche, con la posibilidad de terminar en cualquier parte. Me parecía, en aquel tiempo, que el único, pobre eco de mis afanes en el sanatorio eran los elogios que me hacían las enfermeras y mucamas, dichos con más sorna por las liras que se perdían con mi trabajo, que sinceridad por las virtudes de abnegación que yo pudiera mostrar: «cuánto es bravo, siempre al lado de la señora». También es cierto que, siempre que podía, Eligia entrelazaba sus dedos con los míos si mi mano pasaba cerca de la suya.
Los cambios bruscos e inesperados de espacio durante la noche se habían convertido en los únicos marcadores temporales que señalaban el transcurso del tiempo en esa ciudad empañada. Las noches en que no encontraba a Dina, pasaban sin registro por mi memoria; volvía al cuarto: me escrutaba atentamente para asegurarme de no haber percibido nada parecido a un suspirante, y me enorgullecía cuando encontraba sólo vacío, y nada de sentimientos.
Vivía en dos esferas —la que giraba en torno de Eligia y la que giraba en torno de Dina—, muy próximas en el espacio y el tiempo, pero aisladas entre sí. La de la noche estaba —según creía entonces— separada de todo proyecto que se vinculase con mi vida. Sabía que la esfera de las heridas de Eligia me ataba para siempre. Lo de Dina, en cambio, yo lo constituía de manera que a ella y lo que la rodeaba pudiera hacerlo desaparecer en cualquier momento.