Entre las pocas visitas que recibimos en febrero llegó el capellán de la clínica. El enjuto religioso se mostró bastante sorprendido cuando la vio a Eligia; los pacientes graves lo intimidaban. Era un hombre de rasgos regulares, clásicos, y una piel vigorosa y curtida, con una red ordenada de profundas arrugas que partían casi todas del ángulo exterior del ojo y se desplegaban en abanico. Le asomaba una barba gruesa y rala, que crecía en todas direcciones: casi blanca en las sienes, gris en el mentón y negra en el bigote. El cabello, todavía oscuro, se desparramaba en libertad. Mostraba sin disimulo su origen humilde: su cuerpo conservaba en cada rasgo señales de que había trabajado muchos años a la intemperie; una presencia extraña en la clínica de las narigonas con plata. Le preguntó a Eligia si quería confesarse, y los dejé solos antes de escuchar la respuesta.
Cuando el sacerdote salió del cuarto, parecía más indeciso todavía. La mayor parte del tiempo tenía los ojos abiertos con asombro, pero cada tanto los cerraba con fuerza y todo su cuerpo se concentraba en ese gesto, mientras la mandíbula barbada se hundía en el pecho. Entonces sus arrugas se marcaban como si fuesen abanicos sobre las sienes. Había realizado ese gesto un par de veces mientras yo permanecí con él y Eligia, en el cuarto. Al salir, después de un instante de vacilación, repitió el mismo gesto. Me echó una mirada de estupor, y dijo que esperaba vernos en la capilla apenas Eligia se pusiese en pie, pero, en cuanto a mí, podía ir sin aguardar la recuperación de ella.
Cuando chico, yo había pasado por todas las etapas habituales de catecismo, comunión de traje azul oscuro —el primero de largo— con moño blanco en la manga, misas los domingos con novia para charlar a la salida. Después, como era de rigor en aquellos años, dejé de cumplir con los preceptos, pero nunca llegué a burlarme de los símbolos. A mis compañeros de estudio les decía que era una tontería perderse todo el arte sacro que había financiado la Iglesia o, cuando estaba un poco tomado, que ser católico era la única manera que yo conocía de disfrutar de mis pecados, pero en los momentos de gran angustia o de miedo, entraba en una iglesia y rezaba.
En Eligia, había notado cierto acatamiento blando a la religión, mezclado con una lasitud que podía provenir de su padre ateo o del hecho de que había iniciado sus trámites de divorcio de Arón a los siete meses de casarse y, cuando Arón la atacó, veintiocho años después, él la había convocado precisamente con la excusa de resolver definitivamente esa separación que siempre terminaba en reconciliación, ese apasionado divorcio infinito. Con sus escritos judiciales se podía escribir un tratado del amor en negativo, no tanto por lo que los papeles decían —ambos habían mantenido un tono general de recato en las causas—, sino por lo que se adivinaba en lo que los escritos no decían. La pila de documentos que comenzaban con un «Inicia juicio de divorcio…» terminaba por remitir a esa zona callada e inexplicable en la que se gestaban tanto las reconciliaciones de los litigantes como los próximos conatos de divorcio.
Arón, por su parte, se veía a sí mismo como un rival de Dios, de cualquier Dios. Lo apostrofaba con frecuencia, en parrafadas bastante largas. Nada de «¡maldito Dios!» o imprecaciones de dos o tres palabras: le dirigía discursos de igual a igual, y le escribía largas cartas —a Él o al Papa— que después incluía en sus moralizantes novelas pornográficas. Tenía una habilidad especial para terminar siempre en los márgenes de la sociedad, pero no como lo hace la mayoría de los escritores más o menos malditos, que, por debajo de sus invectivas, golpean la puerta con respetuosa tenacidad para entrar en el poder y la fama, sino con un sentido absoluto del margen, como si fuese su mundo natural o como si él se sintiese el creador del margen. En su correspondencia con Dios, se mostraba más bien acusador que iracundo. Le suponía una bondad indiscutible y la obligación de realizarla en la Tierra, principalmente entre los desgraciados. Por lo tanto, Arón representaba sin darse cuenta un rol que él nunca hubiera aceptado explícitamente: el de alcahuete. Le señalaba a su corresponsal la maldad del Universo en un tono que escondía, detrás del tremendismo, los «mire, señorita, lo que está haciendo el niño Fulano» de los alumnos más aplicados de la escuela. Como Dios no daba señales de prestarle más atención que al resto de los humanos, Arón se sintió profundamente defraudado. Una de las razones de su suicidio fue, sin duda, tratar de humillarlo mostrándole hasta qué punto había fracasado con Arón Gageac.
Por las noches iba yo al bar, donde tarde o temprano aparecía Dina, que me trataba de una manera distinta, con un tono jovial y fraterno. Sobre nuestras charlas pesaba siempre la posibilidad de que la llamasen desde un coche. A veces, sus ausencias eran tan cortas que cuando volvía reanudábamos la conversación en el mismo punto. Nuestros temas versaban sobre los nuevos productos de las tiendas o nos divertíamos criticando a los clientes de ella o los parroquianos del bar. Pero en poco tiempo se agotaron estos temas y preferimos permanecer juntos y callados. Nos inventamos un silencio acogedor, en el que cada uno se concentraba en sus problemas, pero cerca del otro, quien a su vez estaba tan amistosamente dispuesto a entenderlos, que no necesitaba hablar. Después de que cerraba el bar, a medianoche, me quedaba junto a ella y, si cabía, la acompañaba con algún cliente que nos conocía. Pero si el cliente ponía fea cara, me quedaba solo, en Corso de Porta Vigentina, tomando de la petaca, bajo el invierno todavía riguroso.
En una ocasión, Dina entró al bar con un anciano delgado y pálido, de carnes colgantes, al que le temblaba la papada, por algún Parkinson incipiente o porque estaba emocionado. Me invitó a acompañarlo, junto con Dina, a su departamento.
—No me interprete mal. Se trata de algo serio, artístico.
Dina lo arrastró a un rincón y conversaron en voz baja. Ella le mostró la mano con los cinco dedos bien abiertos, y se la volvió a mostrar unos segundos después, pero con sólo cuatro dedos extendidos. El anciano asintió resignado. Después, Dina me pidió que aceptase la invitación y los acompañara.
Nuestro amigo vivía en un par de cuartuchos oscuros y pobres. Charlamos apenas unos minutos, como si se tratara de una reunión de familia no muy íntima. Después de uno de los silencios, el viejo miró esperanzado a Dina y preguntó: «¿comenzamos?». Ella dio el visto bueno con un aire serio de autoridad.
El decrépito dueño de casa se retiró al cuarto vecino y volvió vestido con un tutú. Las piernas estaban ceñidas por calzas y los brazos por un buzo, de manera que sólo quedaba descubierta la cara blanca. Era muy flaco, pero tenía una gran papada temblorosa. Se escondió en el sector más oscuro de la salita, iluminada por una bomba de luz que, sin ninguna pantalla, colgaba del techo, muy cerca de la puerta de entrada. El viejo apoyó su frente en la pared.
—Dale —exclamó Dina—, muéstranos lo bravo que eres.
De espaldas a nosotros, agitó negativamente la cabeza, en silencio. Dina insistió varias veces y le aseguró que tenía mucho interés en ver su arte. Le hablaba razonablemente, hallaba argumentos con facilidad, porque era obvio que ya había sido persuasiva con él en otras noches, pero el anciano —por lo menos su espalda— se mostraba terco en la negativa. Finalmente, Dina arguyó: «Piensa en el señor, que ha venido desde Sudamérica exclusivamente para admirarte, y no le puedes hacer este desaire». El anciano giró tímidamente y murmuró: «Solo por el señor crítico que viajó desde tan lejos».
En la sala no había ningún aparato que pudiese reproducir música, pero eso no amedrentó al pobre viejo, que dio unos pasos de prima ballerina hacia la luz cenital, sin matices, y dijo: «Primera posición», con los pies en una sola línea y los codos levemente hacia afuera. Desarrolló una ilustración elemental de ballet, y cada nuevo paso era anunciado con voz cascada pero entusiasta. Después venía la ejemplificación. Realizaba sus pasos con torpeza, como si hubiera avanzado muy poco en las prácticas de su niñez y luego hubiese dedicado toda su vida a tareas que nada tenían que ver con su cuerpo. Repetía la posición varias veces y saludaba con una reverencia que yo aplaudía con entusiasmo sarcástico. Al practicar una attitude croisée, golpeó con la pierna levantada un florero que cayó y se quebró. Era el único adorno de la sala, muy despojada y sin cuadros, aunque se veían clavos y marcas de polvo que denunciaban el fantasma de imágenes ya evaporadas de esas paredes grises. Con aire desolado, se sentó en un sofá de dos plazas.
—Tengo un día horroroso. Primero esa caja chica que no cierra. Después ese cliente mandón que me dejó desconcentrado. Y claro, mi arte se perjudica, pierdo precisión.
Dina se sentó de rodillas sobre el sofá, muy cerca del vejete, cuya espalda se había encorvado.
—Pero no, si has estado espléndido. Una presentación muy bella.
—¿Lo crees?
—Estoy segura. ¿No es verdad Mario que estuvo perfecto, igualito a las chicas del ballet de San Remo? —y me cabeceó para que me acercara a ellos.
—Ah, sí; muy bien —agregaba yo, mientras obedecía—, aunque faltó un poco de seguridad en la quinta posición.
—¿Faltó seguridad en la quinta? ¿Es cierto eso, Dina? —preguntó otra vez inquieto—. ¿Crees que he descendido tanto como para tener que conformarme con la compañía de presentación del Festival?
—¡Pero no! Son bromas. Estuviste siempre perfecto. Además, ¿qué tiene de malo el Festival? Lo ve todo el mundo.
Acarició al viejo de una manera extraña, refregándole la mano por la panza en un movimiento circular y automático.
—Mario, demuéstrale al señor cuánto lo quieres.
Puso mi mano sobre la panza del vejete para que yo continuase con la caricia que ella había comenzado, mientras Dina a su vez se dedicaba a tironearle suavemente de la nariz, con movimientos iguales, sin ninguna variación, absurdos.
Más que un rito entre ellos, lo interpreté como un juego, y decidí rivalizar con Dina inventando caricias disparatadas, sólo que las mías tomaron en seguida un matiz burlón y agresivo que las de Dina no tenían. Ella estuvo un par de minutos dándole palmaditas en la coronilla; de tanto en tanto se detenía y lo miraba con curiosidad, colocando sus ojos muy cerca de los del anciano, que murmuraba: «Por favor, continúa».
Yo, entre otras maravillas de ternura, inventé unos pellizcos en la pantorrilla, a través de las calzas, mientras le decía:
—Esto es importante, le hace mucho bien a los músculos y le da seguridad para la quinta posición.
—Sí, es muy importante para mi quinta.
Lo que empezó como un juego, fue creciendo en violencia por mi parte. Sabía que el viejo no podía protestar ni armar un escándalo mientras llevase puesto su tutu. Concentré mis caricias en su papada. Se la estiré, la sacudí, la masajeé, la apreté para que se deformase. Este juego impedía cualquier expresión del viejo, porque si quería sonreír, le estiraba los labios hasta que su cara fuese una caricatura. Lo mismo ocurría si él esbozaba algún ademán de protesta. La presión de mis manos desordenaba sus gestos hasta un punto en que el reflejo de cualquier sentimiento era imposible en esa cara. Yo trataba de anticipar las reacciones de mi víctima y ridiculizarlas en su propia cara antes de que apareciesen. Cuanto más impedido se veía el anciano de reaccionar, mayor era mi energía con las manos para modelar caricaturas con esas carnes fláccidas.
En lugar de mis caricias crueles, Dina le dispensaba al viejo ternezas y besos, siempre sobre el límite entre lo paródico y lo cariñoso. A pesar de que no había un acuerdo previo, nuestras zonas de acción nunca se superponían, de manera que si yo le estiraba una oreja y le soplaba con fuerza en ella hasta terminar con un alarido imprevisto, Dina le acariciaba con un solo dedo el hombro opuesto y le aplicaba pequeños masajes en la piel correosa y colgante.
Al mes de dejar la clínica, Sandie volvió con una caja de bombones para Eligia. Me invitó a comer a su casa. Le habían quitado el vendaje y remitía la hinchazón de los ojos. El edema atenuado ponía un toque sensual, dolorido y carnoso en su cara, nota que en pocos días perdería para siempre, puesto que no era probable que su futuro marido le pegase; quizás algún accidente de auto, un parabrisas resistente, y Sandie volvería a ser sexy como cuando nos visitó esa segunda vez.
—Andá, Mario, te hará bien salir —me alentó Eligia.
Acepté sin pensarlo mucho. Faltaban diez días para la fecha de la invitación, y yo no contaba el tiempo con las medidas astronómicas normales, sino por los servicios que prestaba a Eligia: hora del desayuno, del lavado, de la lectura.
Pasó el tiempo convenido. Sandie llamó para recordarme la velada. El taxi me llevó hasta la puerta de un lujoso edificio, sobre el elegante Corso Magenta, en la zona norte de la ciudad.
La sala del piso donde vivía con su padre estaba decorada con pisos y columnas de mármol blanco, alfombrado negro, cortinados de raso púrpura y falsos muebles imperio.
Sandie se recostó en una chaise-longue con águilas doradas que parecían cacarear; en la cabecera, un almohadón-rollo tapizado también de negro, como todo el mueble, ofrecía su respaldo. Conservaba un aire levemente salvaje por el edema, ya casi imperceptible. Había calculado con precisión la fecha de la comida, para que su cara estuviese ya desinflamada, aunque subsistían unas vagas sombras verdes y moradas en los párpados y el ángulo interior de las ojeras.
—¿Cómo me ves?
—Bellísima.
—Pero demasiado, no. Falta todavía el tratamiento de masajes para activar los músculos y, por la noche, tengo que usar dos meses más las máscaras correctoras, pero lo que menos ha progresado es mi adaptación interior. Dice mi therapist que es un trabajo sólo comparable con un parto. Tengo que reflejar, en mi nuevo rostro, las esencias de mi personalidad escondidas durante toda mi vida anterior. Voy a necesitar la ayuda de todos los astros y la prudencia de todos los psicoanalistas.
Levantó un brazo en actitud de odalisca y lo colocó junto a su cabeza. Entró su padre. Luego de las amabilidades convencionales, pasamos al comedor, que estaba amueblado de una manera completamente distinta. El gusto lujoso y falso de la sala cedía a muebles del Renacimiento, con una mesa de roble sostenida por macizas quimeras. No había alfombras y en la pared lucían naturalezas muertas, también renacentistas, con manjares o piezas de caza listas para la cacerola. Me pareció que una sensibilidad más sólida y sensata que la de la sala había puesto mano en el comedor.
Sobre la pared, frente a mi lugar en la mesa, colgaba una imagen del siglo XVI que yo nunca me hubiera atrevido a concebir. En el marco, una placa de metal rezaba «El Jurisconsulto». Bajo un capote con cuello de pieles, se veía parte de un chaleco muy adornado con flores bordadas, sobre el cual caía una gruesa cadena de oro, señal de que el personaje representado gozaba del favor del emperador, pero de la cadena colgaba una medalla sin inscripción ni figuras. Por debajo del chaleco, allí donde debía estar el cuerpo del retratado cubierto por una camisa, aparecían en cambio tres gruesos volúmenes, uno sobre otro, que, a tapa cerrada, se los adivinaba áridos y soporíferos. La gorguera era de hojas de papel escritas, y un casquete negro cubría la cabeza.
Todos estos elementos, representados con mucha naturalidad, enmarcaban el rostro más extraño que yo hubiera visto en mi vida, compuesto por pollos desplumados y amañados de tal manera que un ala constituía el arco superciliar, otro pollito, entero, formaba la enorme nariz, y un muslo con pata componía la mejilla. Un pescado aparecía doblado sobre sí mismo, de manera que su boca era también la boca del retratado, mientras que la cola simulaba una barba.
El pollito de la nariz, desplumado como sus congéneres en el retrato, colocaba su cabeza de manera que su ojo fuese también el ojo del jurisconsulto. Cuando presté atención a ese detalle recibí el golpe: el pollito estaba desplumado y vivo. Esa mirada tenía una cualidad que yo no había visto nunca: en un momento, se percibía un aire de víctima asombrada; pero si el espectador ponía distancia, el ojo adquiría un brillo distinto, que revelaba una mente siniestra de estratego. Nunca, en mi sostenido interés por el arte, había visto un «anamorfismo psíquico» tan marcado, de manera que el mismo punto de vista y las mismas pinceladas representasen, a la vez, la inocencia más despojada y el cálculo frío y despiadado. Para el espectador, no era necesario cambiar el lugar de observación si quería percibir la diferencia; el esfuerzo debía ser interior. Quien escrutase ese retrato, debía forzar en sí mismo un cambio de ánimo, de atención, si quería ver los dos aspectos del mismo ojo pintado. Me sorprendió que esa cara imaginada cuatrocientos años atrás conservase el poder de revelar dos estados de signo moral contrarios y superpuestos. Reconocí en la segunda mirada que despedía el retrato —la fría y despiadada— una materia tan atenta al mal que había perdido conciencia de sí misma y exhalaba esa misma cualidad maligna de no poder reconocerse, que yo hasta entonces le había atribuido a las rocas, esa perversidad más allá de las posibilidades humanas, instrumento de la transrazón, que de pronto encontraba yo encarnada desde tiempos remotos, como si las rocas conformasen, detrás de la carne sin plumas, una aterradora y escondida referencia al desierto.
* * *
—Veo que le place mi Arcimboldi. Mi marchand dice que ahora vale una fortuna. ¿Usted lo sabía que era un pintor de aquí, de Milán? Al Duomo se pueden ven algunas vidrieras dibujadas de él. Hago sentar a mis visitas allí, precisamente donde está usted, porque cada una ve cualidades diferentes en ese cuadro. A mí me divierte ver las reacciones de los que miran ese retrato. Hay quienes me piden que los cambie de lugar… Usted me dice que ve dos estados de ánimo localizados en el mismo punto del ojo, pero que no coinciden nunca en el mismo tiempo… que se siente como si le hubiesen hecho tragar por fuerza una contradicción que no quiere llevar en su interior, que de ninguna manera le ha estimulado su apetito. Curioso. Yo veo allí claramente la falta de voluntad. Piense, ¿de dónde proviene la fascinación de ese retrato, si no es del contraste tan evidente entre las ropas y los libros del jurista, que simbolizan un orden social, y el caos de esa cara? Ese contraste hace evidente, para mí, aquello que está ausente en el cuadro. ¿Sabe qué le falta a esta carne de pollo desplumada y en contacto con otras carnes que no son de su raza, como la del pescado? ¡Voluntad! Voluntad de acción, de dominar, de cohesionarse… ¿Pero lo sabía usted que Arcimboldi conocía los cuadernos y escritos de Leonardo? ¿Sabe qué cosa hizo Arcimboldi con las enseñanzas de Leonardo? ¡Se las fregó en los pantalones! ¡Bueno, así también somos yo y mis amigos! Que no nos vengan con idealismos florentinos. Nosotros somos gente de acción, de trabajo, hasta en el arte. Usted que muestra tanta sensibilidad, tiene mucho para aprender en esta ciudad. No soy yo, modesto comerciante, quien se lo podría enseñar, pero algún día le presentaré a mi amigo marchand, que fue quien me explicó el significado de esta pintura y su valor. Heredé el cuadro y estos muebles de sala de comer de la mamá de Sandie, pero la mía difunta esposa tenía la cabeza plena de prejuicios tradicionalistas… No me diga que este Arcimboldi no veía las cosas con audacia degenerada. Lo odio tanto que me fascina. ¡Nada de perspectiva, ni espacio racional, ni movimiento localizado! Según mi marchand, Arcimboldi descubrió que la yuxtaposición, la falta de perspectiva y de escala, desnudan la carne mucho más que todas esas reflexiones tan racionales. Con perspectiva, sólo hay copia de la naturaleza; sólo la falta de escala permite la mezcla de carnes, la expresión de la irracionalidad de cada ser, que así, por ausencia de normas, se convierte en carne disponible para el tenedor o el cañón. Para comer o hacer la guerra, hay que dejar de lado la razón. Arcimboldi hizo de la enciclopedia un laberinto; de Linneo un guiso; de la anatomía un bocado, y todo ello antes de que existiesen la Enciclopedia, Linneo y la Anatomía. ¡Con cuatro pinceladas! Pero nuestro artista milanés no eligió cualquier tema. Eligió como motivo central materias orgánicas, comestibles. Es aun más famoso por sus caras compuestas con frutas jugosas y grandes hortalizas.
—Sí, sí… He visto algunos de esos en Viena y en mi país.
—En su país no puede haber Arcimboldi frutales. No tienen suficiente cultura, allabajo; además, valen una fortuna desde que apareció esta historia del surrealismo. Y mucho menos puede haber de ustedes estos Arcimboldi que mi marchand llama «carnales», hechos con lechones, piezas de caza, pescados y pollos. Me pregunto si armaría verdaderos modelos antes de pintar. Se imagine, los sirvientes aguardando que termine el trabajo del amo para poder darse un atracón con el modelo… Una cara de pollos asados sobre un cuerpo de libros. ¡Antropología gastronómica! ¡Sabiduría intestinal! Una cabeza de materias consumibles por el diente y un cuerpo que se consume con los ojos. ¿Puede imaginarse algo más sensual que la cara como deseo del estómago? Para colmo, del estómago del otro: ¡la cara comestible! La figura, el pensamiento y la acción, todos reunidos en el mismo acto… Eso es Milán, el lugar donde el poder siempre es auténtico. Aquí se fundaron los fascios, que eran la fuerza de voluntad del escuadrismo. Después se fueron a Roma… y Roma, ya se sabe… Milán no quiere ser Roma. Allá abajo ha sido siempre el reino de la burocracia y el calor. ¡Antilavorativa! El expediente en lugar del trabajo. No, Milán no quiere ser Roma. No necesita esas oleadas de turismo en verano. Milán es siempre ella misma, la única ciudad italiana que permanece italiana todo el año. Milán también pudo ser Venecia, ¿sabía? Todavía recuerdo los navigli, la red de canales con un puerto completo en Porta Ticinese. Me recuerdo perfectamente de los viejos navigli, con los puentes y las escaleras de piedra que bajaban hasta el agua. No había tanto dorado y bambolla como en Venecia, pero si hubiésemos querido, bastaba un poco de «saneamiento arquitectónico» y ¡una segunda Venecia!, o por lo menos una ciudad de Brujas. Pero no. Aquí decidimos cubrir los canales, enterrar a Venecia… Sí, es verdad, no necesitamos a esos turistas irrespetuosos. Nosotros, los milaneses, el milagro italiano lo hacemos con nuestras propias manos. Además, aquí no hacen falta milagros, ¡hace falta orden y espíritu de lucha! ¡Alguien que ponga orden! Milán es luchadora. Usted cree que antes, con el fascismo, era otra ciudad. ¿No es verdad que cree eso? ¡Me diga!
—¡No! Si yo pienso igual que usted.
—A mí no me molesta esta democracia, en tanto hay negocios para hacer, pero reconozco que aquel Mussolini de los primeros tiempos era todo un hombrazo. Hay que ver cómo liquidó la huelga general que le había combinado Turati en el 31. Se equivocó después, en la política exterior. ¡Pero su programa interior!: ley, orden y trenes en marcha. En Italia, hacer llegar los trenes a horario es la verdadera revolución, ¡otra que Revolución Francesa o Industrial! Milán tenía el fascismo del trabajo, del orden… La alternativa eran aquellos partisanos comunistas; sólo querían meter miedo a las mujeres y cobrar tributo a los empresarios. Recuerdo que en diciembre del 44 los partisanos hicieron explotar una bomba en un cine.
—¡Qué horror! Me considero un enemigo personal de la violencia, ¿sabe?
—Pero vino Mussolini y se paseó por toda Milán, parado sobre un coche descapotable. Todo el mundo lo aplaudía por las calles. ¡La paz, era él! Fue al Lírico, y arengó a la gente contra los comunistas. ¡Una verba!… Pobre hombre, en el fondo, se sacrificó por nosotros. Cuando los nazis lo rescataron de Campo Imperatore, él ya no quería saber nada con la política, pero Hitler lo obligó a asumir en Salò, esa República Social que no era nada. «Si no —le dijo al Duce— trataremos a Italia como a Polonia». Mussolini comprendía verdaderamente a la Italia. Mire usted esas leyes de residencia: ¡cada uno en su casa, en su pueblito, en su región! ¿No es justo? ¡Me diga!
—Cierto, me parece justo. No hay mejor lugar que el hogar.
—Ahora, en vez, nos mandan aquí a todos esos meridionales. La guerra de Abisinia, él la hizo para tener un lugar donde mandar a nuestros emigrantes sin perderlos, no como toda esa brava gente que fue a Sudamérica y se perdió para siempre. ¡Qué situación absurda! Italianos de pura cepa trabajando en una semicolonia británica… En mis libros de la escuela, allá por el comienzo de los años treinta, ya estaban dibujadas esas llanuras de ustedes con los trenes ingleses: una semicolonia, y nuestra gente allá, cargándose vaya uno a saber de qué vicios, de qué molicies, en aquel país de Jauja infinita… ¿Leyes raciales? ¿Aquí? Bueno… algunas se promulgaron, para quedar bien con Hitler, pero cuando los ministros le preguntaban, el Duce contestaba «¡Ignórenlas!»… Solo una vez en todos esos años de guerra me crucé, en un viaje de negocios por la Dalmacia, con un grupo de civiles custodiado por oficiales. Les pregunté a los militares qué habían hecho esas gentes, y me contestaron: «Hebreos; los portamos al norte». Una sola vez en todos aquellos años, y no era ni siquiera en Italia. Además, esos civiles que llevaban al norte estaban todos muy bien vestidos y cada uno llevaba su regia valija; no crea aquello que ve en las películas de hoy… ¿Me pregunta usted sobre los gitanos? ¿Pero cosa se cree? ¿Que esto es Sevilla?… Tampoco es verdad que haya existido tanta escasez de artículos durante la guerra. Quizás, algunas tonterías. Pero podías ir al Firenze, en Vía Manzoni, o al Biffi Gallería, y comerte un platazo de risoto con vino libre, todo por una lira; y encima te daban la mandarina. ¡Qué risoto! Nada de salsas, de esas que comen los franceses sin saber qué le están metiendo a uno en el buche. Aquí nos gusta todo claro: un poco de sabor de caldo, más tomate, parmesano, muzarela y orégano, todo bien separado y esparcido directamente sobre el arroz. Cada ingrediente a la vista, bien clarito, no como ahora que te sacan un ojo con esos platos pretensiosos hechos con sobras. Me recuerdo que en lo peor de la guerra, íbamos pateando los vidrios de la cúpula de la Gallería, y aun entonces había de todo… ¡Cómo estaba la ciudad! El Corso en ruinas. La Rinascente despanzurrada. ¡Quién sabe cuántas ventas se habrán perdido!… Y después del trabajo —me susurró aprovechando que Sandie se había levantado para servir el postre— ¡al burdel! ¡A sacarse las ganas! Aquí, en Milán, todos prostíbulos de cinco y diez liras, no había ni uno solo de dos. Todo controlado, todas las putas con su libreta blanca. Una vez al mes, revisación. ¡Las enfermas al hospital! No como ahora, que andan por la calle, mezclada con la gente decente. Y si entonces íbamos al prostíbulo era por razones de buena educación, para no tener que cabalgarnos a las señoritas de buena familia —me miró a los ojos— ¿me entiende, no? Bien distinto de estos días en que, con los prostíbulos prohibidos, los jóvenes no hacen diferencia entre una mujer honesta y una puta. Claro que todavía, si se conocen las direcciones correctas…
* * *
Sandie regresó con un tiramisú. No simuló haberlo preparado ella. El postre tenía todas las cualidades opuestas a Sandie: equilibrio de construcción, de sabores, de capas, y las vainillas llegaban a la mesa con el punto de borrachera exacta; good timing de la cocinera.
Su padre se retiró después de una breve sobremesa. Antes de salir del comedor, me metió en el bolsillo su tarjeta con la dirección de un prostíbulo y me hizo una señal de advertencia poniendo su dedo índice sobre el párpado inferior. Se inclinó sobre mí y me susurró al oído: «Si no tiene dinero, no importa. Diga que va de parte del comendador Mellein; les muestra la tarjeta, que lo pongan a mi cuenta».
Cuando quedamos solos, ella me invitó a su cuarto de estudio. Por tercera vez, la decoración cambió radicalmente, como si yo hubiese estado en tres casas en la misma noche. El sofá y los muebles tenían brazales de madera curvada clara y patas delgadas con canutos de bronce. Los tapizados eran de plástico, de un verde artificial con rayitas blancas.
—¿Tu padre estuvo muy activo durante el fascismo?
—Más o menos. Tú también hubieses colaborado. Era la patria contra los extranjeros. Your life or mine.
—Pero Mussolini era un violento, un irracionalista.
—Por qué te interesa Mussolini. Yo ni había nacido. En la guerra todos se hacen daño. ¿Eres tonto?
—Me interesa la gente que hace daño, porque la odio. Es natural.
—Entonces estás en un lío, porque odias a todos. Mussolini no te hace daño ahora… Y además, todos esos discursos sobre el cuadro. La mamá tenía un par de obras auténticas, pero el resto lo agregó el papá, después que ella murió. Son casi todos falsos. ¡Cómo te tomó en giro!
Encendió un cigarrillo y arrojó el fósforo en un cenicero que era también una radio a pilas.
—Te preocupas por demasiadas cosas a la vez. Debes enfocarte, hacer de tu mente un reflector espiritual. Así canalizas todas tus fuerzas en una misma dirección cósmica y entras en acción armónica… ¡Espera un segundo y verás lo que me compré hoy!
Tiró sus zapatos al aire y fue descalza a su dormitorio, caminando sobre una estera de rafia. Volvió con un par de pantuflas en sus pies, adornadas con una peluche rosada que cubría los empeines, y una luz roja en la delantera de cada sandalia, precisamente encima de las aberturas por las que asomaban las uñas del pie, pintadas de color fucsia.
—Son para evitar tropezarme cuando me levanto de noche. ¡Fíjate un poco! —y apagó la luz del estudio.
Las rugosidades de la estera se convirtieron en el centro del mundo. De Sandie sólo quedó una sombra que fue hasta el tocadiscos para poner Rita Pavone y después se arrellanó en el sofá. Me senté frente a ella, a dos pasos. Cuando puso sus pies sobre el sofá, las sandalias iluminaron la rodilla de mi pantalón.
—Mira, la política es el mundo exterior, allí donde el hombre está más a gusto. Si quieres ser demócrata cristiano o socialista, está bien para mí, con tal de que no te hagas comunista. ¡Eso no! Comunista no… En cuanto a mí, me dejas la función femenina, que es el mundo interior, el espíritu, allí donde me siento más cómoda. Lo femenino nunca va a ser completamente conocido. Solo lo podemos intuir nosotras las mujeres, en nuestros sueños, que sólo nosotras comprendemos, cuando los comentamos con nuestros terapeutas.
Giró levemente su pie y el foco rojo se deslizó sobre mis pantalones hasta detenerse en la entrepierna.
—Te falta calma, equilibrio. En una revista leí sobre un ejercicio para parejas que armoniza a ambos con el cosmos.
Se sentó en la estera y sus sandalias apuntaron hacia la falsa chimenea blanca y un jarrón sobre la repisa, con una planta que consistía sólo en unas pocas hojas lanceoladas, más parecidas a sables retorcidos que a vegetales.
—Ven, siéntate junto a mí, espalda contra espalda. Tienes que comprender que tú eres el principio exterior y yo el femenino interior. Tienes que pensar que los dos somos uno, que porque somos uno, no tratamos ni necesitamos comprendernos.
—De acuerdo… pero no con Rita Pavone.
Cambió por una música de cuerdas empalagosa y nos sentamos sobre el piso, espalda contra espalda.
—Además, por qué tanta preocupación por aquello que haya podido decir mi padre. Haz como yo. Digo «sí» y hago mi voluntad. Él es bueno, sabes; basta consentirle alguna fanfarronada y te da lo que quieras. No es nada tonto; un lince para los business. ¡Pero qué tanto Mussolini ni papá! ¿Tienes el Edipo mal resuelto? ¿Lo sabes cosa es el Edipo? Es odiar al progenitor del mismo sexo. Tutta tua lo explica clarísimo: el niño se interesa primero por el padre, luego quiere sustituirlo en todo, hasta en la cama, porque el padre es su ideal. ¿Me sigues? —me tocó el hombro para que girase y la enfrentase.
—Sé lo que es el Edipo, pero no, no creo que tenga Edipo, en mi caso…
—Todos lo tienen…
Su cabeza avanzó peligrosamente hacia mí.
—Yo no… Además, Sandie, tú eres una chica decente y yo no le puedo hacer una traición a tu padre bajo su mismo techo… Te respeto y me gustas, te casaría, pero no sé cosa será de mí, ni si te voy a poder dar la calidad de vida que mereces, comprarte esas hermosas sandalias y los portacenizas con radio… Mi familia va a quebrar después del tratamiento de Eligia, y yo no soy un lince para el dinero.
Me fui y no la vi más.