IV

Mientras el invierno se acercaba, mi vida en Milán era atrapada por la rutina. De noche, dormía sobre la cama sin cambiarme. En las primeras mañanas de mi estada en la clínica, la mucama me decía con tono de reproche:

—Una otra vez ha dormido sin abrir el lecho. ¡Pero qué chico extraño es usted! Si hubiera sido educado antes de la guerra, no resultaría tan holgazán. Hay que ver cómo aprendían entonces los muchachos a hacerse la cama y andar bien pulidos. ¡Qué hombre ese Mussolini! Pecado que se equivocó con la política exterior…

… Y se ahorraba el trabajo de tender mi catre alisando sólo las frazadas plegando el mueble para transformarlo en el sofá de plástico adosado a la pared. A los pocos días dejó de hacer comentarios.

Inducida por el despojamiento de sus músculos, Eligia entró en un período de quietud. Para mí, el mayor inconveniente era la falta de párpados de ella. Durante las lecturas en voz alta que yo sostenía durante una hora, más o menos, a la mañana, y dos a la tarde, me resultaba difícil precisar si Eligia dormía o no. Sus pupilas podían estar presentes, señalando un completo estado de alerta, o ausentes, señalando la caída en sueño profundo, pero la mayor parte del tiempo permanecían la mitad ocultas, la mitad al aire, en una posición indecisa entre la vigilia y el sueño. De tanto en tanto, interrumpía mi lectura para decirme que lo último que recordaba era tal o cual pasaje del texto. Yo había pasado por ese fragmento varios minutos atrás, de manera que tenía que releer una considerable cantidad de páginas. No me hubiera molestado releer buenas páginas, pero en el primer envío desde mi país recibimos novelitas sentimentales y revistas de ayuda personal, del tipo «su enfermedad es una oportunidad espléndida para empezar una nueva vida». Solo aprovechamos un libro de divulgación de sociología con análisis de la vida cotidiana condimentado con un poco de alienación a la rosada. Escribí a mi familia aclarando el tipo de publicaciones que prefería Eligia. En noviembre nos llegaron novelas del boom latinoamericano y ejemplares de la revista de historia en la que habían publicado la proclama de Arón. El número más reciente incluía un artículo con la descripción de una batalla, lucha fratricida y sórdida, recordada por uno de sus participantes y cuyo manuscrito fue hallado pocos meses antes de nuestra llegada a Milán.

* * *

… Esa fría mañana, desperté a nuestro querido comandante y caudillo con unos mates antes de la salida del sol. Los otros oficiales se nos sumaron, y algunos trajeron sus porrones. Ante la inminencia del combate y el frío que nos calaba los huesos, el comandante hizo la vista gorda, y aun dio unos besos a las vasijas que tan bien nos predisponían. Nuestro comandante insistió después en montar un potro tordillo muy delgado y medio redomón. Me dijo que el caracoleo del animal levantaba el ánimo combativo de sus soldados. A mí me pareció pura vanidad. Para su mal, lo hizo herrar esa misma mañana, y, al internarse en los pajonales, el brioso bruto empezó a patinar como si caminase sobre lozas.

En ese campo de poca visibilidad, avistamos a los bandidos que perseguíamos, aunque una extraña niebla azulada, desconocida en esa región, no nos permitía ver cuántos eran esos forajidos. Nuestros héroes y esos salvajes cargaron con entusiasmo, unos contra otros, pero al son del primer tiro, ambas líneas se volvieron y huyeron a la disparada. Cuando después de mucho galopar, los oficiales de ambos bandos consiguieron reunir a sus cuadros y formarlos otra vez frente a frente, la tropa se negó a atacar de nuevo. Nuestro comandante, para instar a la carga, hizo caracolear al tordillo, y, después de unas palabras seguramente gloriosas que el vacío de la llanura se llevó sin que nadie pudiera antes registrarlas para la historia, desenvainó y emprendió el avance. No lo siguió ni un solo hombre.

La línea se mantuvo inmóvil. Esos cobardes sólo atinaban a mirarse furtivamente entre sí. A partir de ese momento, todo se me presenta en la memoria como extraordinario e inexplicable. Cuando el comandante se percató de que cargaba solo, trató de sofrenar a su tordillo, pero éste parecía actuar por alguna otra voluntad enloquecida, y llegó hasta pocos metros de donde los enemigos contemplaban en silencio lo que ocurría. Allí, el bruto resfaló y el comandante dio por el suelo. Ante esta situación, yo piqué mi alazán y llegué adonde había caído mi jefe. Traté de que se parase, pero el comandante estaba tan enfervorizado por el aguardiente que había probado antes de la batalla, que cada vez que yo lo incorporaba, tropezaba con una mata y volvía a caer. En esos forcejeos nos demorábamos, cuando el enemigo comenzó un avance al paso, quizá por curiosidad, porque la escena que protagonizábamos con el comandante era inexplicable para ellos. Tomé al comandante del pescuezo y le grité:

—Aguánteselas, desgraciado borracho. Yo me repliego.

En ese preciso instante, una pedrada golpeó al pobre hombre, que quedó tendido, resoplando y regurgitando. Yo apenas tuve tiempo de montar, cuando me vi rodeado de nuestros bravos rivales. Creí que me había llegado la hora, pero, increíblemente, nuestros caballerescos adversarios formaron a mis costados. Yo no cabía de asombro. Pasamos junto al comandante y no pude menos que pensar que si esa caterva que simulaba ser su ejército no fuese tan cobarde, él no estaría tendido en situación tan desairada.

Mientras tanto y contra mi voluntad —¡lo juro por mi honor!— tuve que conducir la línea de la caballería adversaria en una carga contra esos bandoleros que había rejuntado el comandante. Ambos ejércitos se encontraron frente a frente, y se entabló el más insólito movimiento militar del que se haya oído en la historia de la táctica. Cuando atacaba un ala de cualquiera de los bandos, las dos líneas, siempre frente afrente, empezaban a girar sobre los pajonales neblinosos, en el sentido de la presión, pero, antes de entrar en combate efectivo, el bando que estaba cediendo se recuperaba, hacía ceder a su vez alguna de las alas rivales, y el giro de los dos ejércitos se producía entonces en sentido contrario. Esta extraordinaria danza de ejércitos se prolongó durante horas, sin que hubiera que lamentar bajas, y sin que a la postre cambiasen en nada las posiciones de los dos cuerpos, de manera que más perecía una contradanza o un minué. Finalmente, las tropas del comandante —que a esta altura del combate dormía roncando con estrépito— empezaron a presionar en todas las líneas hasta que me liberaron de mi cautiverio. Pude así abrazar a mis heroicos compañeros y su esforzada tropa. Ante el enemigo en retirada, todos nuestros bravos prorrumpieron en hurras por tan difícil victoria, sin que nadie se cuidase de perseguir a esa caterva mal entretenida. Pero algún desgraciado me acusó, vaya uno a saber por qué rencor, de haber colaborado con el enemigo. Sin más trámite, esos brutos que me habían abrazado pocos minutos antes, me desmontaron y se dispusieron para hacerme la violín-violón, sin querer escuchar ni mis ruegos, ni mis lágrimas, ni mis razones, que son como sigue: Para protegerme de las inclemencias del tiempo, mi santa madre me había dado una de las esclavinas que vendía en su puesto en el mercado, única que le sobraba de una partida de cuatro, porque las otras tres se las habían comprado unos oficiales del bando contrario. Eran estas prendas muy solicitadas, porque mi madre empleaba los antiguos usos indígenas de los Andes, y telaba en un urdido que era igual que el tramado, por lo que sus prendas resultaban muy abrigadas e impenetrables a la humedad. Precisamente por causa de la húmeda neblina, me coloqué la prenda antes del combate, y el otro bando me confundió con uno de los suyos. Mis explicaciones tan sencillas no fueron atendidas y me aprestaba a dejar mi alma como única baja de la batalla.

Sin embargo, la caterva que festejaba a puro porrón la victoria, divisó de pronto a lo lejos una columna que se dirigía hacia donde estábamos. En mi desesperación grité «¡Vuelven los salvajes con refuerzos!» y esos peleles que estaban a punto de degollarme escaparon como almas en pena. Solo yo quedé en el campo, desmontado y sin armas, pero con vida. Esperé en pie la columna cuya aparición puso en fuga a los bellacos del comandante, que seguía roncando. Pude así comprobar que se trataba de una patrulla de avanzada que habíamos enviado la noche anterior, y de la cual todos nos habíamos olvidado. Estábamos dándonos las explicaciones del caso con el oficial a cargo de la patrulla, cuando aparecieron unos jinetes a lo lejos. La columna puso cascos en polvorosa, porque según decían no habían recibido orden de combatir, sólo de observar. Por segunda vez quedé solo entre los pajonales.

Resultó que los arrieros que se nos acercaban no pertenecían a ningún bando, sino que estaban en la tarea de llevar unos animales para vender al ejército de los oficiales con esclavinas. Cuando llegaron hasta mí, me trataron con gran consideración y me ofrecieron su mejor caballo. Yo me asombré de que agasajasen tan cumplidamente a un prisionero, pero no abrí la boca porque los arrieros llevaban tremendos cuchillos. Así llegamos hasta el campamento de quienes hasta esa mañana eran mis enemigos. Yo me di nuevamente por perdido, y estaba a punto de arrodillarme para pedir clemencia, cuando uno de los arrieros empezó a explicarles lo que había visto, y era lo siguiente: que yo, desmontado y sin armas, había puesto sólito en fuga a toda una patrulla enemiga. Tan pronto como terminó el relato del arriero, los gloriosos soldados entre los que me hallaba, me nombraron por aclamación su mariscal. Esa misma noche, entre los fogones en que se asaban las reses de los arrieros y se tomaba un vino espeso, empezaron a rodar las más veraces leyendas sobre mi valentía inagotable. Así me vi al frente de este ejército corajudo. Decidí para la mañana siguiente marchar sobre los salvajes que hasta esta madrugada me retenían con sus engaños, e imponerles a sangre y fuego los principios de la civilización, y si no alcanzan los argumentos contundentes de las Luces y la Ilustración, será entonces a puro violín-violón.

Y como no soy hombre de cortedades, a la mañana entramos a pata de lana en la ciudad y arrestamos a esos facinerosos que con engaños me habían hecho su compañero de armas. ¡Era cuestión de verlos bizquear mientras los degollábamos! Mis hombres dejaban clavados los cuchillos en las cabezas jugosas.

Después me lo trajeron al comandante, ese borracho por el que me había jugado noblemente mi vida sin que me concediese un mero ascenso, para no hablar de alguna medalla. Lo hice arrodillar sobre unos guisantes crudos, con orden de no quitar su mirada de las cabezas de sus compinches, clavadas en picas a diez pies de sus ojos.

Cuatro días lo tuve así, hasta que las moscas y los caranchos dejaron en blanco los cráneos. Tenía resuelto degollarlo también, pero los guardias me señalaron que era inútil, que de todas maneras había perdido el seso y ahora sólo les dirigía sus palabras a los muertos y las calaveras, como si fuesen los únicos seres que lo pudiesen entender…

Muchos años después, ya senador, pasé por ese mismo paraje y me hallé con unas plantas de guisantes cubiertas de figuritas de plata y papelitos. Me dijo un lugareño que habían nacido de los que estaban bajo las rodillas de mi rival, y que eran muy milagrosas. Para completar estas supersticiones, en toda la provincia se recordaba que mi rival había vagado durante años haciendo milagros a troche y moche, y que un rayo se lo llevó al cielo.

* * *

—Mario, me dormí.

—¿Cuándo?

—Cuando el oficial se pasa de bando.

El narrador se había pasado de bando en tantas ocasiones que decidí releer todo el artículo desde el comienzo, pero recordé a tiempo el final espeluznante y le dije a Eligia que nada bueno se podía sacar de ese texto.

Las cirugías tomaron un ritmo acelerado, o a mí me parecía así porque la falta de acontecimientos en la clínica echaba a volar el tiempo.

En Navidad, un sacerdote pasó a saludarnos, pero Eligia había sido operada dos días atrás, y no pudo recibirlo. Ésa fue la única de sus operaciones en la que, por la fecha, no la acompañaron cinco o seis narigonas, pero ella tenía tanto empeño en avanzar en su tratamiento que no quiso desperdiciar ni un solo día, sin cuidarse de las fiestas tradicionales.

El profesor nos veía con frecuencia y demostraba un interés científico y humano en el caso. Cuando ya la luz de Milán había tomado esa cualidad sin horario ni sombras que la caracteriza en invierno, ese gris difuminado que tan bien matiza con dorados, rojos y azules, pero aplasta el ánimo cuando ocupa solo todo el campo visual, el profesor miró con atención la cara de Eligia y exclamó satisfecho:

—Progresamos, progresamos. —Su índice volvió a planear trazando volutas, y dirigiéndose a mí agregó—: Mire cómo se ha simplificado la situación. No hay más laberintos; vamos directo al fondo del problema. Y en más, el cuerpo de esta mujer es solidario: fíjese cómo los labios de sus heridas cooptan en lugar de confrontar. Prueba de que trabajamos con un ser en armonía. Ahora que ya hemos terminado con el desorden, podemos sanar lesiones que por lo menos son coherentes. Vía con los queloides.

Mientras se dirigía a la puerta, extrajo con una sonrisa franca un papelito del bolsillo de su guardapolvo y me lo entregó.

—Estudie latín. Aprenda de su madre. ¿Qué va a hacer todo este tiempo, aquí en Milán, sin amigos ni amigas?

Guardé el papel sospechando que se trataba de algo que Eligia no debía ver. Me refugié en el baño y leí:

«VITRIOL: Visita Interiorem Terrae Rectificando Invenies Operas Lapidem: Desciende a las entrañas de la tierra y, perfeccionándolas, encontrarás la piedra fundamental».

Si durante las sesiones de lectura se me secaba la garganta de tanto leer, aprovechaba algún sueñito de Eligia y me iba al bar. Muchas veces cruzaba en la acera a la mujer que me llevó a la tratoría, que se paseaba en un trayecto de pocos metros o se acodaba contra el muro en Corso de Porta Vigentina. Se vestía con cierta sencillez, si se comparaban sus ropas con los atuendos de fantasía con los que trataban de llamar la atención sus colegas en otras zonas de la ciudad, más rojas que la aburrida vecindad de la clínica. La encontraba tiritando; se tenía que envolver en tapados de confección que no la protegían mucho ni del frío ni de la humedad.

Para bien o para mal, era la única persona con la que podía hablar, de manera que tomé la costumbre de convidarla con lo que ella quisiera, por lo general leche chocolatada caliente. Se llamaba Rovato, Dina. Mientras conversaba conmigo, controlaba de reojo el rincón del muro en el que solía esperar a sus clientes. Si llegaba un auto hasta allá, salía disparando mientras murmuraba, de espaldas a mí: «Discúlpame, un cliente». Apenas había desaparecido, el barman retiraba su vaso, de manera que a los veinte minutos, cuando volvía, yo tenía que convidarle otra chocolatada si quería seguir charlando.

En uno de los primeros encuentros, me preguntó quién era la mujer que estaba conmigo en la clínica.

—¿Quién te dijo que estoy con una mujer en la clínica? ¿Anduviste de chismes con alguna mucama?

—¡No! —dijo Dina entre risas—. Las mujeres de servicio no hablan conmigo; ni siquiera se detienen aquí, ahora que están todas a comprar la seiscientos… quién las aguanta a esas presumidas. Preguntaba así, por preguntar.

—Es una mujer muy importante y una verdadera belleza de mi país. A mí me paga para que la acompañe mientras se hace la cirugía rejuvenecedora.

—Extraño que no prefiriese una dama de compañía.

—Necesitaba alguien que además de cuidarla la protegiese. Tiene enemigos poderosos. Tú no sabes cómo son estas cosas allá, en mi país.

—Extraño que hayas aceptado un trabajo así. No te creo… ¿Cómo aprendiste a hablar italiano?

—Con los filmes de Gassman.

Dina permaneció unos segundos dubitativa. Finalmente se animó:

—Contigo hay alguna cosa de extraño, pero no sé cosa. —Y agregó con tono profesional—: ¿Por qué no me cuentas?

—Bébete esa asquerosidad y vete a girar.

Luego de este cambio de palabras, no nos hablamos durante un par de semanas. Al tomar mis copas, podía verla por el rabillo del ojo, acodada en su muro. De tanto en tanto, me echaba miradas sonrientes, pero no sarcásticas. Después de unos quince días, entró una noche en el bar con un hombre.

—Te presento a mi príncipe —le dijo—. Es el que me violó por primera vez. Ten cuidado porque es sudamericano. Lleva una navaja y sabe cuidar a las mujeres.

El hombre me miró con temor. Pidió dos ristretos.

—Invítalo a tomar algo a él también —agregó Dina.

Pedí whisky sin esperar que abriera la boca. La mirada temerosa del hombre se tiñó, además, con la angustia del amarrete.

—Siénteme, caro: no tengas miedo, éste es mi hermanito, que me respeta mucho.

—Sí, claro —contestó el hombre mientras no me sacaba los ojos de encima.

Dina me miró.

—El señor quiere invitarnos a su departamento —me encogí de hombros.

Bastó que recorriéramos unos metros en el auto para que estuviera yo completamente perdido en esa ciudad de círculos excéntricos. Llegamos a un departamento pequeño y húmedo. No había ni whisky, ni vino, ni nada: me quejé. El hombre se me acercó con una mirada ahora despreciativa y burlona; medía unos quince centímetros más que yo. Me tiró unos billetes y dijo: «Ve a comprar lo que te guste; hay un local cruzando la calle; el pasaporte lo dejas aquí. Te quiero de regreso».

—El pasaporte no te lo dejo nada. Te dejo mi abrigo y basta.

A las dos horas estábamos los dos completamente borrachos. Dina hablaba con susurros sensuales a los oídos del hombre, sentados en un sofá, mientras yo me mantenía alejado en el otro extremo de la habitación. En el tocadiscos sonaba una cantante metalizada, con gritos dramáticos y operísticos.

De pronto, la voz de Dina se sobrepuso con sus matices de prepotencia insegura, esta vez también con cierto dejo burocrático: «Ven, Mario. Sé bueno y viólame». Me saqué los pantalones con un «¡ufa!» de hastío. Dina, que ni se había quitado la pollera, trató de compensar mi desgano exagerando su resistencia teatral. Los pelos de su pubis se movieron como patas de hormigas que no van a ninguna parte. El hombre miraba atentamente hasta que, excitado, me incitó:

—Dale, pégale.

—Yo no le pego a nadie.

—Es mejor que lo hagas tú —me dijo Dina en voz baja.

—¿Qué, tienes miedo de una puta? —insistió el hombre.

—Si te gusta así, bien; si no, buenas noches. Yo no le pego a nadie.

—Déjame ver; apártate un poco, pero no salgas.

El cuerpo vestido de Dina se agitaba fingidamente en la oscuridad, mientras simulaba placer. Yo apenas me movía de aburrido. El hombre empezó a zurrarla con calma, pero con todas sus fuerzas; tenía su ritmo. Sentí que Dina se encogía de dolor, pero seguía representando la farsa de la violación. Mis manos, que sujetaban los brazos de Dina, recibían dos comunicaciones de dolor: una, continua, de movimientos desgarbados que simulaban resistirse a una violación; otra, espasmódica, auténtica, recorría eléctricamente a Dina al recibir los golpes espaciados del hombre. Trataba entonces de no gritar y hundía la cara en el sofá, pero su respiración se cortaba cuando recibía uno de esos puñetazos. El hombre sabía pegar provocando sufrimiento pero sin marcar. No era primerizo: sabía dónde trompear con la mano cerrada y dónde pegar con la mano abierta. Cuando después de un puñetazo, Dina gimió involuntariamente, el castigo cesó. El hombre le ordenó:

—Ahora chúpasela, pero hazlo venir afuera de tu boca.

Dina se aplicó obediente y estuvo afanándose durante un buen rato, hasta que el hombre exclamó defraudado:

—¿Entonces…?

Ni Dina ni yo contestamos. Finalmente, apartó a Dina de mí, echó una mirada resentida a mi verga erecta y me dijo:

—Pídeme que te la corte.

—Escúchame, tengo una navaja en mi abrigo.

—¡Bravísimo! Te doy plata. Te doy toda la plata que quieras, sudamericanito. Aquí estamos de milagro económico. Un pequeño cortecito superficial, en la base, como si te castrase, apenas lo necesario para ver la sangre, ya que no tienes leche. Te imaginas que no quiero líos. Soy una persona para bien. Es un capricho inocente.

Fui a buscar la navaja de la azafata y la desplegué con la hoja dirigida hacia él.

—Lo de la navaja lo dije porque te voy a abrir si sigues hartando con eso de castrarme.

—Dale, qué te cuesta, es una cosa mínima, casi no se ve, lo hice tantas veces antes. Qué te cuesta; tanto, estás en el extranjero, ¿para qué la quieres?, ¿para estas putas? Si me das el gusto te ganas unas liras y te ahorras otras.

Acerqué el filo a su cara. Me miró a los ojos.

—Pero qué te habías creído… que era sobre serio. Ya me habían dicho que ustedes los sudamericanos tienen un carácter peligroso. No saben jugar. Son malos allá abajo.

Abrió su bragueta y puso su verga en la boca de ella. A los pocos segundos exclamó excitado:

—Chupa y guárdalo en la boca.

Dina emitió unos sonidos abdominales ahogados, mientras el hombre eyaculaba en su boca. Cuando retiró su miembro húmedo, exclamó «no escupas, no escupas, no tragues tampoco».

—Ahora ve y escúpelo en el pelo de tu sudamericano. Te doy cinco mil liras más.

Dina me abrazó con ternura y refregó su mejilla contra la mía. Después me fue dando besos en la cabeza, y en cada beso dejaba un poco del contenido tibio de su boca. Cuando estuvo vacía, encendió un cigarrillo. Mientras el hombre se lavaba, ella me susurró al oído: «Discúlpame, pero necesito el dinero… eres bueno; a mí me friega cosa te ocurre: ahora eres mi amigo, pero en serio… ¿Por qué no aprovechaste para venirte? Después de tantos meses en el extranjero. ¿Tienes alguna enfermerita en esa casa de cura?».

Todavía preso de mi erección intemporal, me quedé paralizado desde que sentí la humedad en mi cabeza, pero de pronto me llegó una intensa conciencia de mi cuerpo, sentado sobre la alfombra, reclinado contra un sofá. Tuve después también conciencia de la vulva húmeda de Dina y el miembro todavía húmedo del hombre, y aun de todos los hombres que caminaban por la ciudad o dormían, con sus ridículas vergas, y todas las mujeres con sus ridículas vulvas húmedas, todas escondidas bajo calzones y calzoncillos, mientras sus dueños hacían compras, saludándose muy ceremoniosos, vendiéndose estupideces entre sí. Sentí que una gota se deslizaba de mi cabeza hacia mi espalda. Estallé en una carcajada. El hombre le hizo una seña a Dina con su índice sobre la sien y le dijo:

—Sírvele algo de beber.

Casi no podía tomar por la risa. Pude controlarme por momentos, pero tres copas después todavía me atacaban conatos de carcajadas.

Cuando regresé a la clínica, sentía demasiado cansancio para ducharme. Al día siguiente, tenía la cabeza llena de costrones blancuzcos, gomina reseca y tensa. También mi almohada quedó manchada, pero no tomé ninguna precaución ni la mucama notó los costrones.

Eligia atravesaba el período más descarnado de su tratamiento: los huesos de la mandíbula y de la nariz se mostraban con descaro. Amarilleaban los fragmentos en contacto con el aire y blanqueaban los cubiertos por una película de materia orgánica que no llegaba a formar piel, apenas una cutícula. Me pidió que le leyese un artículo, el último por unos días, puesto que en la próxima mañana había programada otra cirugía.

Salió del quirófano con un gran yeso en torno del tórax y aparatos ortopédicos con correas y hebillas, para inmovilizarle el brazo izquierdo, que quedó levantado, en ángulo recto sobre la cabeza, el antebrazo apoyado en la coronilla. Una tira de carne unía la parte interna del brazo —fijo, muy cerca de los huesos de la cara— con la parte inferior de la barbilla. Los médicos la llamaban un «colgajo», pero no colgaba, sino que estaba tensa y no permitía ninguna libertad.

Durante los siguientes días desarrolló un original sentido de la cinética. En la primera clínica, había inventado movimientos que le servían para autopercibirse sin manos ni espejos. Empleaba entonces gestos y temblores locales de la piel, parecidos a los de los caballos para espantar las moscas. En Milán, después de esta operación, desarrolló una gimnasia que estaba centralmente referida al colgajo. Cualquier parte del cuerpo que entrase en acción, lo hacía articulándose con el colgajo. En comparación con el plan original de la anatomía humana, las posibilidades de movimiento resultaban escasas y, por supuesto, se agudizaron los inconvenientes para asistirse a sí misma. Los médicos le explicaron que atravesaba un momento crucial del tratamiento, que gracias al colgajo iban a tener materia para trabajar, de manera que Eligia tomaba precauciones patéticas para asegurarse el éxito. A través del hueco de su mejilla podían verse con claridad los dientes apretados, durante los esfuerzos que hacía por correrse unos centímetros sin movimientos bruscos.

Dos noches después encontré en el pasillo a uno de los grupos de exnarigonas, a las que los asistentes de Calcaterra habían operado, totalmente anestesiadas, en los minutos libres que les dejaban las intervenciones importantes.

Algunas charlaron conmigo; lo de siempre: «¿Cómo es de ustedes, allá abajo? ¿Cómo se la arreglan los italianos? ¿Usted es oriundo?». Era un coqueteo que implicaba matices originales: provenía de mujeres que habían estado convencidas de que eran feas, y desde veinticuatro horas atrás estaban convencidas de que iban a ser hermosas, pero en realidad tenían la cara hinchada y enormes ojeras moradas de boxeador, con vendajes que les cubrían la nariz y las obligaban a hablar en tonos nasales, con frases cortas y sin aliento. Nadie sabía a ciencia cierta cómo iban a quedar, y menos que nadie ellas mismas.

La que me dirigió la palabra con más frecuencia fue una morenita menuda de pelo corto y bata celeste, que mechaba su conversación con palabras inglesas, además de las abiertas vocales italianas, las cortantes labiodentales del dialecto milanés y la forzada nasalidad francesa del vendaje. No se le entendía mucho, pero me divertían tantos sonidos heterogéneos y me gustaba su cuerpo ancho y poco profundo, construido en sólo dos dimensiones. La bata lucía un complicado dibujo de paillettes y estaba cerrada con un gran botón cerca del cuello.

Las enfermeras se dirigían a ella con particular deferencia y satisfacían —incluso adivinaban— todos sus deseos, por lo que supuse que debía ser hija de algún médico accionista de la clínica o que provenía de alguna familia con influencia política. Era muy joven y me dijo: «Sabes, tengo un primo allá de ustedes. Se fue al final de la guerra, apenas levantaron las restricciones a los emigrantes. Se llama Peter Schweppes ¿No lo conoces?».

—No, hay mucha gente allá. ¿Por qué partió?

—Estupideces… cosas de la política.

Una a una, las otras operadas se volvieron a sus habitaciones, y quedamos solos. La enfermera de guardia nocturna nos sonrió y dijo: «Andad a dormir, que ya es tarde… tanto… ¿cosa queréis hacer?».

—No sé qué me sucede, no tengo sueño —comentó la morochita.

Conversamos hasta muy tarde. Me dijo que se llamaba «Sandie» Mellein, que todavía iba a la escuela secundaria y que vivía en Milán, con su padre. Me confesó una ristra de intimidades, pero en aquellos años era habitual que un extraño comentase su vida privada en el primer encuentro, por la divulgación desmesurada que tenían las teorías freudianas. Esas charlas no revelaban nada importante de la persona que se confesaba, pero —en aquel entonces— servían para romper rápidamente el hielo y entablar una relación cercana. Después de un par de horas, las revelaciones íntimas y trascendentes se repetían hasta el cansancio. La conquistada franqueza servía para darnos cuenta de que los sujetos se agotaban rápido.

—¿Sandie es abreviatura de Sandra o de Sarah? —pregunté—. Pero ella se encogió de hombros sin resolver la duda. La manera de hablar de Sandie era precipitada. Por causa de esas mismas vendas que la embozaban, más la hinchazón de los ojos, yo no conseguía distinguir sus rasgos. Al farfullar detrás de las vendas, revoleaba su mano izquierda en vuelos que hubieran debido subrayar su discurso, pero que en definitiva actuaban completamente divorciados de las palabras.

Me contaba, además, banalidades simpáticas sobre sus compañeras de escuela y su familia; tenía un modo fresco de equivocarse. Advertí que usaba palabras inglesas como beach-boys, a propósito de sus vacaciones en Hawai, o «cereal» (lo pronunciaba «siria», y la ele final apenas si asomaba por su garganta con una hipercorrección pedante) a propósito del desayuno que había ordenado para la mañana siguiente. Sin preguntárselo, me dijo su edad: diecisiete… y me preguntó la mía.

—¡Ah! Veintitrés. Eres ya un hombre.

«Seis años de diferencia no deberían ser tantos —me dije—, Arón le llevaba veinte a Eligia». Traté de seguir las palabras banales de Sandie, pero de pronto me asaltó desde adentro una frase rotunda: «Así terminaron».

Tuve el impulso de volver al cuarto o ir al bar. Para desterrar tentaciones, volqué toda mi atención sobre mi interlocutora. Su familia pertenecía a la ciudad, donde fabricaban desde mucho tiempo atrás las medias para mujer «Cavaliere Marco» y, recientemente, telas para ropa. Le pregunté sí no convenía un nombre más femenino, algo como «Piel Suave» o «Durazno», pero resultó que el tatarabuelo fundador de la empresa se había llamado Marco y las medias se seguirían llamando «Marco».

Lucía un peinado cuidado, batido y con un flequillo sobre la frente, auténtica hazaña de coquetería, si se consideraba que un día antes le habían aplicado anestesia total, y algún ignoto cirujano interno le desmenuzó la nariz a martillazos.

Me esforcé por recordar si la había visto antes de la operación, pero, o no la había visto, o no me había impresionado. Perdí así la última oportunidad de conocer a Sandie al natural. Luego se había abalanzado voraz sobre el borrón y cuenta nueva. Notaba en ella la prisa por estrenar con coqueterías su otra cara, de medir su poder. Un extranjero era el terreno apropiado para esos experimentos. Se le transparentaba la intención de vivir el primer amor de su nueva bella vida, de convertir ese romance en un tapón de los años anteriores, los años de las narices largas. Yo había sido elegido como terreno experimental de sus seducciones, testigo que debía desaparecer cuando los mohines estuvieran perfeccionados.

—Tengo un alma un poco difusa, como si una pantalla de pergamino se interpusiese entre mi conciencia y mi inconsciente. Mi conciencia es nocturna, lunar, como dice el horóscopo de Bella… Lo confirma una psicóloga norteamericana que, basándose en Freud, ha establecido las categorías científicas del carácter femenino, en un libro que se llama The Goddess you will be. Por la falta temprana de la mamá y el tipo de relación que establecí con el papá, queda clarísimo que me rigen divinidades que simbolizan la liberación por mérito propio, como Atenea o Shiva. Ahora que voy a ser bella, debo superar esta tendencia que tengo a explorar mi preconsciente, a actuar según las órdenes del ello, the it. Debo esforzarme por mirar en el espejo sin complejos. Para una ariana como yo, ésta es la época adecuada para los grandes cambios. Por eso decidí operarme ahora. ¿Tú lo sabías que, para Freud, la anatomía es el destino? Por lo tanto, la manera más directa para influir sobre el destino es una bella cirugía plástica. Hay una psíquica, aquí en Milán, que está a trabajar en una combinatoria de las teorías de Freud con los astros. La he consultado antes de hacerme operar, por supuesto, y me dijo que las mías pulsiones cósmicas me modelarán desde el interno, apoyando el modelado exterior del profesor Calcaterra, gracias a una conjunción de Júpiter y Saturno. Ahora que el ascendiente de Júpiter influye sobre mi nariz, empieza el mejor período para cambiar la mía antigua personalidad… It’s the right way.

Etcétera.

—Cuando yo esté mejor, vienes de nosotros, a casa —me dijo de pronto, con seguridad, como si ya ejerciese algún dominio sobre su primer admirador.

A la mañana siguiente, Eligia, todavía muy abotagada por la operación de dos días atrás, me pidió que le leyese la nota de tapa de una revista de actualidad que había llegado con el último envío:

«Les presentamos este documento, que es el fruto de una de las investigaciones más detalladas que se hayan realizado en Sudamérica por un medio periodístico. Gracias a ella, y después de casi un año en que nuestros sabuesos encontraban y perdían el rastro complicado y secreto, podemos escribir lo que debe ser considerado como la verdad definitiva sobre uno de los misterios más celosamente guardados de estos tiempos: el destino del cuerpo embalsamado de la esposa del General que dominó la historia del siglo veinte en estas latitudes. Nos enorgullecemos de haber tenido éxito allí donde los mejores corresponsales extranjeros fracasaron. El material que presentamos en este artículo está respaldado por declaraciones firmadas y cintas magnetofónicas guardadas en lugares seguros…

»Con su habitual energía, la esposa del General luchaba contra sus enemigos de siempre, los ricos. Cuando le sugirieron que viese a un médico por sus hemorragias cada día más frecuentes, contestó indignada: “¡Ni loca! Los médicos son todos oligarcas. ¡Me quieren eliminar!”.

»Mientras la mujer se negaba a atenderse, un eminente científico extranjero abría sus ojos asombrado ante un emisario secreto del gobierno.

»—¡Pero cómo se le ocurre que puedo aceptar una propuesta así! Si la señora está viva. ¡Cómo quiere que me ocupe de ella! Es sacrílego.

»El gran científico no era oncólogo ni médico clínico; su especialidad, el embalsamamiento. Después de una vida de estudios y experimentos, había desarrollado un método asombroso para conservar los cuerpos casi intactos.

»Sin embargo, a medida que el desenlace era evidente y los honorarios ofrecidos crecían, el genio fue cediendo y, media hora después del deceso, el científico instaló su complejo instrumental, que incluía enormes tinas con grúas y otros complicados aparatos, los cuales se emplean habitualmente para manipular a las víctimas de quebraduras múltiples o de quemaduras muy graves y extensas.

»El método del profesor estaba tan perfeccionado que permitía completar el “tratamiento de eternidad” sin tocar el cuerpo, estragado por la agonía. El científico ordenó un secreto absoluto en los cuartos del Palacio Presidencial en los que desarrolló su labor. Había un motivo para tanta reserva. El cadáver debía ser deshidratado y disecado completamente antes de devolverle su belleza para siempre. Nadie traicionó el secreto.

»Solo habló un mandadero poco confiable, un adolescente apenas. Dijo que echó un vistazo a través de una puerta que se entreabrió fugazmente. Palidece y menciona una terrible momia arrugada, de una piel petrificada como un mineral morado, de rebordes que cercaban oscuros abismos de la carne muerta y evaporada. Pero todo esto permanece en la imaginación de un pobre joven que abrió la boca una vez y desapareció para siempre. ¿Encerrado de por vida en un manicomio, como aseguran algunos? ¿Ajuste de cuenta con un bocón, por parte de los custodios? ¿Simple modestia? Toda especulación es inútil. Ese período permanecerá en el secreto para siempre. Lo obvio fue la belleza del resultado final, pero durante el largo tratamiento de casi dos años, ni siquiera el General se animó a mirar a su esposa. Una sola vez vio el cuerpo de su mujer, de lejos y sumergido en esteres perfumados. El curtido militar palideció hasta el punto que sus escoltas temieron un infarto.

»Finalmente, de las habitaciones que algunos ordenanzas llamaban con temor la “clínica de la Eternidad”, salió no ya la esposa del Presidente, sino una muñeca angelical: era ella sin duda, pero cuando tenía doce años, cuando su belleza había sido más perfecta, su piel más blanca e impecable y su alma no había sufrido todavía los desgarramientos de la política y la enfermedad. Por su parte, el gran sabio declaró a la prensa: “Es un trabajo perfecto. Este cuerpo es imputrescible, eterno. Solo lo podrían destruir el fuego o algunos ácidos”».

—¿Hay fotos del cuerpo embalsamado? —me preguntó Eligia.

—No, sólo de ella cuando vivía —le contesté.

No se interesó en mirarlas. El artículo seguía con una serie increíble de peripecias que el cuerpo de la mujer sufrió desde que el General fue depuesto hasta que la momia desapareció. Todas las pistas que se siguieron resultaron falsas, incluso algunas que conducían a Europa.

Eligia se mostró particularmente interesada cuando el expresidente civil y constitucional que la había nombrado a Eligia al frente de la educación primaria, y que dirigía el partido al cual ella pertenecía (partido de personas tan estudiosas y razonables que parecían todo lo opuesto a los fogosos partidarios del General, y por consiguiente terminaron siendo sus aliados) declaraba en la nota que el cuerpo había sido destruido con ácido. Según los rumores, eran precisamente los amores de Eligia con ese presidente los que habían desatado la furia de Arón.

Se cronicaban luego en el artículo aventuras aun más increíbles. Terminaba con un informe secreto, redactado según parece por alguno de los militares que con tanto éxito habían planeado la desaparición del cuerpo. Los párrafos finales situaban la acción en un barco:

Después de unos minutos emergió, por la escalera que daba a los camarotes, la figura del sacerdote, impuesto ya con los hábitos. Apoyado contra la borda estaba el cajón, sobre una tabla que serviría de improvisada plancha de deslizamiento. En medio de un silencio tenso, el sacerdote ofició la ceremonia. El responso se alzó lúgubre, seco, sobre la cubierta de la embarcación. La cadencia de las palabras rituales pareció sedante; los hombres bajaron la cabeza y escucharon el amén final.

Después, reducido a su pequeñez material, el ataúd se deslizó por la borda, golpeó el agua con un chasquido, flotó unos instantes y se hundió lentamente.

El marino no pudo menos que asomarse a contemplar ese remolino tan simple, tan definitivo; la sonda indicaba en ese punto veinticinco metros de profundidad…

Interrumpí la lectura para sacarme una vieja duda de encima.

—Cuando a los diez años me llevaron a la cárcel de mujeres con vos, ¿fue por orden de ella?

—No sé.

—Pero vos organizaste un acto de homenaje a la esposa del Libertador, una mujer del siglo pasado «tan de su hogar», el mismo día en que los generalistas realizaron una marcha en homenaje a la esposa del General.

—Sí. Pero a nuestro acto fueron cuarenta personas y al de ella doscientas mil.

—De todas maneras, se odiaban.

Ella pensó largamente antes de responder «sí».

Luego de la lectura, oímos golpes suaves en la puerta. Era Sandie; ya había despachado su «síria-1». La hice pasar y las presenté con curiosidad.

—Cómo va señora. Las enfermeras me han hablado tanto de usted.

Siempre me había resistido a invitar gente al cuarto de Eligia, sin saber cómo le caerían a ella. Me decía que era necesario tener en cuenta que no podía levantarse e irse si algo le molestaba, pero, además, me invadía el sentimiento de que la visita de alguien que no perteneciese a la clínica resultaba una presencia que me ofendía.

Eligia miró la hinchazón de los ojos de Sandie —toda esa sustancia sobrante— y le dirigió unas pocas palabras muy amables. Sandie no necesitó más para disparar con simpatía sus anglicismos y revolear la mano sin ton ni son. No se quedó mucho tiempo. Se le escapó un:

—Después de mañana, cuando Marte entre bajo la influencia de Venus, será un buen momento para trabajar sobre la catexis de nuestro narcisismo secundario. ¡Estoy segura de que mejorará mucho!

Antes de irse, insistió en que la llamase, me dio su teléfono y me susurró…

—… y si no me llamas tú, te llamo yo.

Cuando fue a despedirse de Eligia, se acercó a ella con su mejilla extendida y los labios fruncidos al aire, para darle uno de esos besos de mujeres —cheek to cheek—, pero advirtió a tiempo la gaffe, y se frenó con una sonrisa. Los brazos de Sandie eran de una piel cetrina que parecía una sustancia impenetrable y opaca, que se podía derretir pero no abrir. Se le veían varios lunares en el cuello y me pregunté por qué no se los operaba también, hasta que caí en la cuenta de que, por la manera en que los mostraba, debía creer que la hacían interesante. En cuanto a su cara, era para mí un misterio sin descubrir; cita a ciegas. Blind-date, hubiera dicho Sandie.

Desde la gran cama no se oyó ningún sonido cuando partió, pero varios minutos después se oyó un murmullo entre las sábanas:

—Parece una joven correcta… No dejes de aceptar su invitación.