III

Es suave como su mejilla se crispa

Fluyen las miradas que reconocen límites

y su cuerpo es una mezcla de maderas,

chapas y miedos nocturnos

RAÚL SANTANA

Nos albergamos directamente en la clínica donde operaba el profesor Calcaterra, en el sur de la ciudad, Vía Quadronno, callecita de edificios de posguerra que no eran más que cirugía de urgencia urbanística para paliar los destrozos de las bombas. Nos acercamos por Corso de Porta Vigentina, bordeando un paredón triste que escondía escombros, y al doblar nuestro taxi en la esquina de Quadronno, vi un barcito minúsculo. Llegamos a la clínica después de las diez de la noche y pedimos el cuarto más pequeño y un descuento por estada prolongada. Aun así, a la mañana siguiente, en la administración, confirmamos las sospechas que nadie en la familia había querido decir con franqueza: el precio del tratamiento quirúrgico de Eligia iba a terminar de arruinarnos.

Desde que pusimos nuestros pies en la clínica, todos los empleados demostraron que sabían al dedillo lo que tenían que hacer; ni una enfermera, ni una mucama vacilaba nunca. A nadie parecía llamarle la atención el aspecto de Eligia; la rodeaban de un aire de «aquí es donde debe estar».

La puerta de nuestro cuarto era verde, muy ancha, y su hoja se articulaba en dos, pero con una sola de las secciones sobraba para que pasasen tanto la gente como los carritos de curaciones o comidas. Daba acceso a un pasillo interior, con armarios del tipo de los que se encuentran en los clubes deportivos, y a través de otra puerta, pequeña, al bañito minúsculo, sin bañadera: por el tipo de accidentados sin movilidad propia que se atendía en la clínica, habían sido planeados sólo para el uso de los acompañantes. El vestíbulo y el bañito estaban diseñados al sesgo respecto del recinto principal del cuarto, de manera que si se dejaba la puerta abierta, no llegaban hasta la gran cama las miradas indiscretas desde el pasillo. La intimidad era sepulcral.

El recinto del cuarto estaba dominado por esa gran cama céntrica, articulada y con un mecanismo de ruedas que las enfermeras accionaban moviendo un pie. Frente a ella, se veía una reproducción con un panorama del Monte Sainte-Victoire en colores brillosos que impedían cualquier perspectiva aérea. Tapé la imagen con una toalla, pero durante los próximos dos años las mucamas la quitaban una y otra vez: «¡Pero por qué hace el malo! ¿No ve que los colores alegres tiran arriba el ánimo de la señora más que esas brutas toallas?». El profesor Calcaterra, en cambio, sonreía al ver la reproducción tapada.

En la misma pared, a la derecha del espectador que admirase la lámina —es decir, el paciente inmóvil— se abría, tan alto como la pared, un ventanal angosto con sistema de persianas regulable que permitía entrever el exterior. Afuera, casi todo el panorama era invadido por el ábside de la iglesia de Santa María del Paraíso.

A la izquierda de la cama estaban el vano que llegaba desde el vestíbulo sesgado, lo cual le daba un aire teatral a la irrupción de los visitantes, que aparecían en un solo paso y sorpresivamente, si no se anunciaban antes de viva voz. Sobre la misma pared del acceso, paralelo a la cama principal, un sofá verde, de plástico, que se transformaba en un pequeño catre de acompañante, mucho más bajo que la complicada cama central, puesto que apenas llegaba a la altura de las manivelas y palancas que elevaban o bajaban distintas secciones del gran artefacto.

A la derecha del lecho del internado se estacionaba la tabla-mesa, con ruedas, que se usaba para dar de comer a los accidentados sin moverlos. En pocos días comprobé que su pésimo diseño resultaba inútil. El piso del cuarto era verde y plastificado para facilitar su lavado con soluciones desinfectantes. Odio los plásticos.

Eligia parecía esperanzada. A partir del momento en que entramos en el edificio, aquella primera noche, se notó que un peso desaparecía de su ánimo. La actitud del personal de mostrarse familiarizados con las heridas tuvo en poco tiempo efectos narcóticos, la desconectó. Su espíritu se retrajo a una región más alejada de la vida de relación, menos responsable, en la que los pensamientos quedaban libres de girar hacia la esperanza sin arrastrar consigo las tristezas cotidianas. Pero este abandono de su identidad carnal también causó una pesadez mayor en las heridas, mayor densidad de la naturaleza rocosa de su mal. Mientras en el fondo de sus ojos brillaba una nueva serenidad (difícil de apreciar detrás de los plomizos párpados cubiertos de quelonios) el resto de la cara se cargó de una densidad silenciosa, que no había sido visible mientras ella se apoyó en la sustancia del dolor, en las muecas que hacía en la otra clínica para ir verificando el progreso de las transformaciones de su cuerpo. En ella, lo rocoso había tenido —allá en nuestro país— una ingravidez lunar, pero en esas primeras horas en Milán, invertía su dirección, y en lugar de señalar la trayectoria ascendente del ácido, se había tornado en una materia entregada que quería arrastrarse hacia abajo, despegarse del hueso que tan mal la apoyaba, y caer hasta donde no llegase ninguna mirada, como si compartiera las intenciones de los arquitectos que tan bien habían planeado la privacidad del cuarto mediante el bies del vestíbulo de la habitación.

Por arte de la arquitectura y el trato impersonal permanecíamos tan solos como anacoretas. El aislamiento de toda tibieza incluía —de parte de los que trabajaban en la clínica— un formalismo disfrazado de humanitario buen humor. Mientras los cuerpos se atareaban por cumplir con su trabajo, sus voces propalaban fórmulas repetidas hasta el cansancio, que sonaban como la música de esos pianistas que recorren el mundo tocando unas pocas sonatas, ejercitadas todas las mañanas mientras leen el diario. Se escuchaban los «¡Buenas tardes! Le traemos una rica sopita, pero antes le vamos a controlar la temperatura». Se entendía desde la primera sílaba, que nadie esperaba una respuesta. Hubiera producido asombro una contestación que demostrase que se escuchaba atentamente la fórmula, un atisbo de diálogo, algo así como: «No es necesario que me tome la temperatura porque sé que estoy perfectamente bien. En cuanto a la sopa, primero quiero probarla, y si no me gusta, tráigame un muslo de pollo con salvia». Una réplica de este tipo era inimaginable, y aunque yo la imaginase y la pusiese en boca de Eligia cada vez que traían la comida, ella permanecía siempre en silencio, aceptando todos los platos y todas las fórmulas verbales.

La previsibilidad en la que quedaban encerrados los pacientes, sumada a aquellos interiores tan planificados, tenían un solo objetivo: que nadie molestase demasiado por el simple hecho de yacer destrozado, que nadie expresase una idea personal, que ningún adolorido hallase en el mundo que lo rodeaba el más pequeño asidero para creer que estaba justificado quejarse por su desgracia.

Si alguien lloraba porque le habían cortado una mano o la nariz, las enfermeras ponían una cara de consternación en la que se advertía una pizca de ofensa personal: «¿Por qué hace así? No ve que todos cuanto lo quieren bien aquí y hacen lo mejor para curarlo». Y si cabía, deslizaban una frase sobre el ocupante del cuarto vecino al que le habían quitado las dos manos y hacía bromas sobre las largas vacaciones que se iba a tomar. El final era infalible: «Y después, piense a los suyos caros, que lo quieren tanto bien. ¡Qué pecado si lo viesen lamentarse así!». Por lo general, el paciente se sentía al final de este discursito bastante avergonzado de sí mismo.

Esta camisa de fuerza aprisionaba a todos los verdaderos internos, aquellos de «larga estada»: al mes de yacer en esos cuartos, la muerte se presentaba como una alternativa insignificante para el cuerpo, que ya había sido abandonado por los sujetos gracias a la ascesis de los imperforables modales del «humanitarismo sonriente». Ninguna extravagancia, ninguna acción imprevista de los pacientes acontecería nunca.

Detrás de esos modales discretos se percibían, escondidos y firmes, los límites verdaderos: el personal de seguridad en la planta baja y la sorda «línea de desmontaje de la vida», que funcionaba con formidable eficiencia llevándose los cadáveres y limpiando el cuarto en un instante.

La situación de Eligia ganó, con el tiempo, sus beneficios secundarios: un aire de importancia animaba a los más antiguos cuando decían que llevaban allí quince o veinte días. Se presentaba una oportunidad de despreciar a los que no eran en realidad de cirugía reconstructiva, a los colados de la plástica, a los de las narices con internación de dos días, para estar más bonitos, más lisos, los que no se internaban por una necesidad tan evidente como la falta de boca o nariz. Un respeto épico la rodeó después del primer año de nuestra estada en el sanatorio, pero al instalarnos, ante la pared de «humanismo sonriente», añoré a Arón.

Para recordarlo, mi memoria empezó por el globo de sus ojos, muy blanco y marcado cuando quería infundir terror y se esforzaba por mirar sin piedad. A partir de esas esferas blancas, la remembranza pasó a otros puntos prominentes —las cuencas de los ojos, el puente de la nariz— y de allí una cascada creadora fue generando las ventanas de la nariz, las mejillas… hasta que se completó mi reconstrucción deductiva, en la que cada forma llamaba a la siguiente. Solo entonces advertí que el origen, la esfera blanca del globo de los ojos, carecía de mirada.

Emprendí una búsqueda suplementaria, no ya de memoria visual, sino de reconstrucción de intenciones —la imprecisa psicología que en aquellos tiempos de mala divulgación me parecía además estúpida— con las que traté de recrear esa voluntad de Arón por penetrar en la carne de cualquier manera, de poseer con violencia a todo cuanto estuviese a su alcance, sobre todo aquello que se le escapaba o se estaba por desvanecer. Me encontré, sin quererlo, con el carozo de su pánico: la presencia de cualquier vulva. Conseguí por unos momentos apiadarme de esos espoletazos que lo habían convertido en Don Juan y violento. Pero después recordé las agresiones que yo mismo había sufrido de él y, egoísta, me sentí alguien con una conciencia ultrajada, un puro que odiaba toda agresión. Me declaré pacífico, no por amor a los destinos que la paz pudiera depararme, sino por conocimiento temeroso de los rincones del alma en donde se genera la violencia.

¿Qué hubiera hecho él en ese sanatorio? Sin duda, pelearse hasta la exasperación, arrastrarle el ala a alguna de las desabridas enfermeras, protestar por la disposición del cuarto, por la pobreza de la lámina, pedir que sustituyesen la montaña de Cézanne por algún grabado porno o de Goya, y armar una batahola bien tarde en la noche, para que se enterasen todos en el piso de que él había llegado con su bata de pelo de camello, alamares y solapas matelasé de seda negra… y llegaba para pelearse con cualquier ser que hablase con él durante más de diez minutos. Una ola de simpatía pasó por mi sangre. No lo podía concebir como acompañante, en un papel secundario, ni tampoco como paciente. Para internarse en ese sanatorio había que padecer alguna destrucción, pero no pude representármelo con las heridas de Eligia a cuestas. No tenía casi señales de deterioro cuando lo retiramos de la morgue. Lo habían guardado al frío, y lucía como un cadáver saludable, como si conservase todavía algún elemento indestructible: «Podría haber vivido mil años más», dijo el forense, frente a los familiares, que acariciábamos la esperanza de que algún cáncer fuese la explicación de su gesto final. Le habían anudado una banda que escondía las perforaciones de sus sienes y también sujetaba la mandíbula al resto del cráneo.

De la morgue, rápido al crematorio. Como el amigo testigo se desmayó, tuvimos que pasar nosotros. «Es una formalidad, no hace falta mirar», nos dijo el empleado del cementerio. Miré fascinado: primero la inmovilidad wagneriana rodeada de llamas, después la oscura carbonificación y hasta algún breve retorcimiento de despedida.

La imagen de Arón no cuajaba en esta clínica de restauración del rostro. La ola de simpatía volvió, pero la reprimí en seguida. No iba yo a permitirme esas afinidades. Él había planeado cuidadosamente su despedida para dañarnos a todos con el máximo efecto posible. No iba a dejarle ninguna puerta entornada —pensaba yo en aquella noche italiana—, me reconstruiría a mí mismo con la misma tenacidad que Eligia, contradiciendo todos los designios de Arón. Yo sería el anti-Arón; tendría mi propia manera de ser fuerte, de desafiar destinos. Mi indiferencia no iba a ser una deuda filial.

—No hagas como en el sanatorio de allá. Acostáte y dormí bien. Estamos cansados por el viaje —me dijo Eligia, esa primera noche en Milán.

La enfermera nocturna nos trajo algo de comer y anunció que al día siguiente, por la mañana, nos visitaría el profesor. La alimentación de Eligia ya estaba en los honorarios de la clínica, pero tuve que firmar un vale extra por mi sándwich. Consideramos con Eligia el problema de mi comida.

—Vos tenés la alimentación incluida —le dije— y yo voy a encontrar alguna fonda por ahí.

Me prometí buscar un lugar barato para aligerar el presupuesto de la familia y amortizar de paso algunos tragos. Fui al bañito para colocarme el piyama, mientras ella se cambiaba en el cuarto. Nos dormimos en seguida, pero desperté en una hora incierta de la noche. Comprobé que en ese lugar la oscuridad no cerraba nunca, porque por la celosía regulable de plástico se filtraba un poco de la iluminación lejana del Corso de Porta Vigentina, sobre el cual estaba la fachada de la Iglesia del Paraíso. El resplandor caía en el cubrecama de algodón blanco de la cama de Eligia. Dormía empequeñecida, inmóvil y tapada hasta el cuello. Las frazadas de mi catre eran verdes, pero mis sábanas brillaban tan blancas como las de Eligia. Al tratar de incorporarme sentí una humedad tibia cerca del ombligo. Me indigné. ¡Hacía tanto que no me ocurrían esos derrames! No los esperaba, mucho menos después de los tragos en el avión. «Si uno se toma la molestia de beber hasta que lo suben a una ambulancia, lo menos que puede pedir en compensación es que no le sucedan estas cosas tan repugnantemente húmedas», pensé aquella lejana noche. El pantalón del piyama estaba mojado y el líquido se había escurrido por la cadera izquierda hasta encharcarse en los fondillos y humedecer también la sábana. Miré con terror a Eligia, que dormía en las alturas. Me imaginé el día siguiente, cuando alguna enfermera parecida a Catherine Spaak viese una mancha costrosa. Las olas de mi indignación crecieron. Le atribuí la culpa al medicamento que me dieron en la ambulancia, alguna de esas porquerías que disipan el efecto de la borrachera en un segundo, apenas clavan la aguja. No era la primera vez que, por borrachera, terminaba en una ambulancia; por lo general me daban coramina. Maldije al enfermero del aeropuerto, pero más maldije a la azafata que primero me había dado tantos tragos, para delatarme a sus compañeras y al comandante después.

Tratando de no hacer ruido, me escabullí hasta el pequeño vestíbulo y saqué del armario la lapicera que estaba en mi abrigo. Me duché, y lavé también con cuidado la parte sucia del pantalón piyama. Me coloqué otra vez la prenda húmeda. Volví a mi catre. Sobre la mancha en la sábana, que consistía en apenas un poco de humedad, derramé la tinta de la lapicera. Cada tanto echaba miradas furtivas a la cama que ocupaba casi todo el cuarto. Me movía en la penumbra, alumbrado por el reflejo del cobertor de la cama grande, que me servía de referencia para mis movimientos. Finalmente, me acosté de manera que la parte lavada del piyama coincidiese con la tinta de la sábana. En las horas que faltaban hasta la limpieza del cuarto, el agua, la tinta y el semen se secarían formando una mancha verosímil que delatase sólo a alguien que se había dormido con la lapicera en la mano. El calor de mi cuerpo debía apurar el proceso.

Nunca recordé cuál fue el sueño que me había acarreado esos efectos tan fértiles. Me llevó casi diez años percatarme de que desde esa noche había dejado de soñar o de recordar mis sueños. El último fue el del avión. En la clínica me había despertado con la confusa sensación de imágenes que huían envueltas en la niebla, pero en seguida me dediqué a las operaciones de limpieza y no las retuve. Durante los dos años siguientes, me asaltó con frecuencia la misma ansiedad por atrapar figuras huidizas, pero sin poder precisar nunca qué fantasmagoría había desfilado por mi cabeza. No volví a humedecer la cama en toda mi vida.

Por la mañana comprobé que mi estrategia de limpiar ensuciando había sido inútil. La mucama del primer turno no se parecía a Catherine Spaak: era rubia, de pelo seco y corto, casi de cincuenta, con una gordura sólida, proporcionalmente distribuida en todo el cuerpo. Yo había dejado al lado de mi catre algunos libros, para hacer más evidente la situación. Cuando le traté de explicar lo que había ocurrido, ni me contestó. Quise un «biombo», una de las palabras italianas que no había aprendido mientras veía cine neorrealista. Para darme a entender, tuve que recurrir a gestos, lo que aumentó mi impotencia. Por fin, la mujer, que exhalaba un aliento con regusto a fiambre sazonado, exclamó: «¡Ah! Un paraviento. Pero a usted no le conviene un ‘biom-bo’ —pronunció con dificultad la palabra española y se rió—. Usted debe estar atento a su madre. ¿Usted se sentiría de dar pronto socorro, escondido detrás de un paraviento? ¿Cómo puede hacer atención detrás de un ‘biom-bo’? No, así no se cuida a estos accidentados. Yo me entiendo de estas cosas. Necesita ser alerta. Sería toda una otra cosa si usted contratase a una enfermera, al menos por la noche, para poder descansar o incluso salir a dar una vuelta, a bailar, no sé cosa podría tramar por allí… Entonces sí podría poner un biom-bo».

El precio por una enfermera especial era altísimo. Me pasó por la mente la imagen de una mujer desconocida velando, mientras yo, dormido y traicionado por las imágenes inaferrables, humedecía la sábana. «Comopués —insistió, al ver la cara que le ponía— si no todas las noches, alguna noche; tengo una prima que se especializa en este tipo de enfermos, ¡si viese cómo los mueve, como si fuesen marionetas rellenas de plumas, sin hacerles sufrir nada, nada! ¡es un don!, un don que se tiene o no se tiene. Con estos accidentados, lo más difícil es manejarlos. También darles de comer deviene un arte. Se imagine: un mal movimiento puede arrumar todo un trabajo de injertos; un pequeño descuido y todo va perdido. Y después, en más, el material —supongo que se refería a la piel, no a las gasas y algodones— termina pronto. Hay que cuidarlo mucho. Usted no sabe en qué lío se ha metido, todo solo. Venga después a ver la sala de curas, las grúas y banaderas especiales que hay que saber manejar para hacer este mester». Me molestó también la idea de una mujer con aliento a especias fuertes moviendo con una grúa a Eligia, como un títere relleno de plumas.

A media mañana volvieron las mucamas y enfermeras para repasar el cuarto. Apenas terminaron su limpieza, llegó el profesor Calcaterra, anciano saludable que hablaba con tranquilidad, aunque el sentido de sus palabras fuese inquietante. En seguida transmitió una confianza firme en Eligia. Yo, otra vez molesto, pensé que la pobre no tenía más alternativa que ponerse en manos de los médicos. La cara del profesor Calcaterra era sintética: la boca, la nariz y las cejas se resolvían en un solo trazo económico, mientras los amplios terrenos de la frente y la mejilla se extendían hasta las orejas diminutas, el pelo lacio, ralo, canoso, y la mandíbula en forma de proa.

El profesor estaba siempre rodeado de tres o cuatro asistentes, por lo general silenciosos, pero bien dispuestos a responder a cualquier duda. Parecía un equipo capaz. Los honorarios ya habían sido arreglados por carta. El costo grande provenía de la clínica. La menguada herencia de Arón no iba a bastar.

—Será una larga cura, muy larga —dijo Calcaterra—, mas le aseguro que recuperará todas las funciones. El estrago ha estado grande, pero hay soluciones… Fíjese —fue señalando con su índice los vericuetos caprichosos que trazaban las crestas y cicatrices.

Su dedo se orientaba firme en una dirección, pero terminaba describiendo círculos que duplicaban los de la piel.

—¡Laberintos!, señora mía, en los cuales usted misma se pierde. ¡Invenciones inútiles! ¡Caprichos! ¡Laberintos! ¿Qué sentido tienen? He estudiado atentamente los informes de mis colegas de ultramar y las fotos…

—¿Fotos? ¿Qué fotos? —preguntó Eligia.

—Alguien ha tomado fotos en el quirófano para documentar el proceso. ¿No lo recuerda?… Quizá la anestesia… Un gran servicio a la ciencia —y se concentró en la cara de Eligia.

—¡Ah! Esto es un mal verdaderamente complejo: un laberinto en movimiento… —suspiró con pena teatral—. Hay visiones que sólo deberían estar reservadas para aquel que tenga una mirada superior, aquél que se anime a ver lo oculto con un saber más profundo que la confusión que produce el ácido, «saber reconciliador» dirían los religiosos que andan por aquí… Escúchelos.

—Pero pienso que con lo que ya vio usted en sus años de práctica —puse un poco de ironía en mi voz— habrá conquistado ese saber, esa visión profunda para interpretar aquello que ocurre.

—No, eso no lo he adquirido con la medicina. En esta especialidad, necesita contar también con aquello que no está al alcance de la ciencia, la mano, ni el ojo: los movimientos ocultos de la materia, los cambios bajo la piel. Hubo casos en los que cosía en el hombro y los puntos de sutura reaparecían por la cadera. Todo lo que entra en nuestra carne se convierte en botella al mar. No conocemos las comentes, ni sabemos qué fuerzas se mueven ni hacia dónde ni por qué. Tenemos registros, nada más, de lo que sale a la superficie. Aquello que verdaderamente sucede ahí adentro es inexplicable. ¿Qué nos oculta la piel? Necesita haber una enseñanza fundamental allá abajo, una razón por la que superficies tan deseadas, tan cantadas, tan amadas, se conviertan por un poco de fuego o ácido en un paisaje que asombra. No en desecho, ¿comprende?, no en un derrumbe: es una nueva construcción alejada de la voluntad del arquitecto. Se necesitaría inventar una palabra que no existe, algo así como «derrumbe constructivo del enigma»… Solotanto así se explican esas regeneraciones portentosas que a veces ocurren. ¡Allá abajo hay una potencia! Verá cómo empiezan a emerger viejos puntos que le aplicaron durante ese tratamiento de urgencia; reaparecerán como si fuesen flechazos que vuelven del pasado. ¡Qué nocividad irrefrenable! Toda esta carne ya no sabe qué hacer consigo misma y su historia, ha perdido su norte y su sentido. No es extraño que lo que esté en ella quiera salir. ¿Sabe, señora, cuál será nuestra estrategia? Vamos a oponer, al remolino, el abismo ordenado. En la superficie, en la piel, sólo se encuentran soluciones superficiales, cosas de cirujanos de urgencia. Pero nosotros, los reconstructores, somos gente que trabaja sobre lo profundo. En vez de cubrir, vamos a adentrarnos, vamos a profundizar hasta donde el ácido no llegó. Por ahora, el laberinto ocupa más de la mitad de su piel, no hay salida. ¡Entonces cavemos! Es la única manera corajosa de solucionar esto. Señora, usted ha sido vitriolada. «Vitriolo», comprende —recitó unas latinejos que yo no pude descifrar, pero que suscitaron un chispazo de esperanza y respeto en los ojos de Eligia.

El médico me miró de reojo y notó mi desconcierto.

—Quitaremos toda esta confusión. La carne quemada formaba parte de una estructura mayor de músculos, muy compleja y sabia. Los médicos que antes curaron a su madre han quitado lo que estaba evidentemente dañado, pero dejaron restos de la estructura, aquéllos que no fueron quemados. Andamios inútiles ahora. Una estructura incompleta es el caos, o peor aún, un fracaso de la razón, ruinas en la que todo se pierde. Pondremos nueva materia, pero la vamos a fundar sobre bases sanas, cimientos firmes y claros —dijo casi en un murmullo.

Sus palabras tuvieron un efecto balsámico en Eligia, pero a mí se me figuraban como una nueva serie abrumadora de colores y formas; me pregunté cuándo llegarían hasta esos cimientos firmes y claros.

—Señora, cavaremos en busca del Creador, lo buscaremos en el fondo de las heridas de usted, señora. Lo vamos a buscar y cuando lo encontremos le pediremos que rehaga una nueva mujer. En modo que, a partir del odio que la ha herido, a partir de este maldito ácido, de estas heridas, usted, señora, encontrará la su grande verdad, sobre la que podrá edificar de nuevo, esta vez para siempre. ¿Sabe usted, señora, cuál es el símbolo del v.i.t.r.i.o.l.o. en la alquimia? Se sorprenderá: ¡Cupido!, el amor ardiente que flecha y regenera. Pero no es un símbolo caprichoso. Como el amor, el desollamiento por quemadura tiene su aspecto razonable: descubrir la belleza interior… Usted, joven, que tiene tiempo, vaya a admirar la estatua de San Bartolomé en nuestro Duomo, un santo tan transparente.

El anciano hizo sonar las palabras con dignidad y convicción. Las había tomado yo como un exceso profesional, pero surtieron buen efecto en Eligia.

—Podemos empezar mañana mismo. Usted no querrá perder tiempo —terminó el profesor.

Les dio indicaciones a sus asistentes y enfermeras. Desapareció seguido por una nube de respeto y guardapolvos.

Desmontamos nuestros planes de ir esa tarde a Brera. Eligia tuvo que quedarse en la cama, a dieta estricta. Me envió a comprar unas pequeñeces. Sospechaba que otra vez iba a permanecer inmovilizada mucho tiempo y no quería que la tomasen por sorpresa.

Solo tuve tiempo de echar un vistazo al otoño milanés, mientras hacía los mandados. Apenas hube regresado, le trajeron un almuerzo frugal. Después de la visita de un asistente, le dieron sin mayores explicaciones algunas pastillas.

Salí al pasillo. En un rincón alejado de los cuartos y cercano a la guarida de las enfermeras charlaba un grupo de jovencitas, sentadas en pequeños sillones. Me saludaron sonrientes. En aquellos corredores, era el único rincón que tenía asientos. Hablaban de cirugía plástica y elogiaban al profesor Calcaterra.

—Me frota que cueste una fortuna. Es para toda la vida y el profesor es el mejor; ¡te da así… tanta seguridad, confianza! Y además, a mí me explicó todo lo que me va a hacer. ¿Ustedes saben que la nariz es una estructura? Cuando no es armónica, hay que derruirla completamente si quieres construir en su lugar algo armónico, que no te traicione ya jamás.

—Tengo una prima que es resalida bellísima; también sus notas en el colegio han mejorado.

—Es como comprarse un diamante que una va mostrar para siempre. ¿Y usted, cosa se hará? —me preguntó una de las chicas—. Mire que es coqueto… con esa naricita tan derecha.

—No. Yo soy sólo acompañante.

—¿De su esposa? ¿No quiere dejarla sola ni una noche, pobrecita?

Las empleadas de la administración ya conocían mi vínculo con Eligia; no podía negarlo.

—De mi madre.

Un aire de cofradía las hermanaba ya, a pesar de que se habían conocido pocos minutos antes, en ese mediodía: todas estaban en bata y camisón, todas se sonreían tratando de infundirse recíprocamente confianza, todas soñaban con un futuro perfecto a partir de mañana, o a lo sumo del mes próximo, cuando bajase el edema de la operación; todas tenían algún rasgo exagerado que las había mortificado toda la vida: ahora, la perfección al alcance de la mano y a corto plazo.

El profesor no operaba caprichos; si tomaba un caso, era porque lo consideraba necesario, como se podía ver en ese grupo. Cuando me desconecté de la charla y los sonidos, los ojos me mostraron un aquelarre de entrecasa. Bajo la luz intensa de la ventana, contemplaba lo que esas mujeres no iban a ser nunca más, o iban a ser a escondidas en sus recuerdos, lo que —inexplicablemente para sus esposos— iban a transmitir a sus hijos. Me las imaginé destrozando todas las fotos del «antes», tratando de que el tiempo echase un manto de olvido sobre esa etapa de sus vidas que terminaba la próxima mañana. No admitían lo imperfecto. Recordé mi escuela Herder de Montevideo, donde se convencía a los alumnos de que debían destrozar ellos mismos las tareas mal hechas.

Las brujitas vivían el reverso de la situación de Eligia: aquí, mujeres jóvenes soñando con un futuro prometedor y al alcance de la mano; en el cuarto, una mujer soñando con un pasado conocido e irrecuperable. Me fui al bar de la esquina.

Se trataba de un lugar estrecho, completamente distinto de los que frecuentaba en mi país. Apenas dos mesas minúsculas, a las que nadie se sentaba nunca, un mostrador corto y sin escaño ni barra donde apoyar los zapatos. Solo se salían de la escala liliputiense una máquina de café expreso y un juke-box.

En el reducido espacio, charlaban de pie cuatro parroquianos. Su actitud dejaba traslucir prisa por irse; querían volver a sus trabajos. Los atendía un muchacho de mi edad, el único barman parco que encontré en mi vida. Estuve bebiendo media hora, hasta que se fueron todos los clientes. Entonces, alguien interrumpió mis cavilaciones.

—¿Tú eres a la casa de cura? —me espetó una voz femenina, estridente e imperiosa. La pregunta parecía casi una orden dictada por quien no había dictado nunca una orden. Llegaba desde un rincón tan apartado como era posible en ese localcito. Vi una pollera que cubría las rodillas y una blusa cruzada, muy suelta, sin cuello y con un solo inmenso botón a la altura de la cadera, de manera que se descubrían fugazmente porciones del pecho, más o menos generosas según los flameos de la blusa-bolsa. Ropa inadecuada para esa hora laboriosa. A pesar de las variaciones en la cantidad de piel entrevista, el mínimo era ya más que audaz, y constituía la única sustancia atractiva en ese bar hostil, que hasta entonces me obligaba a tomar apurado, sopesando a cada segundo la posibilidad de volverme sin almuerzo a la clínica.

—Un puesto tan caro ese… Aunque claro que tú… —y pellizcó con desprecio mi abrigo—. ¿Me invitas alguna cosa?

Sin que yo hiciese un gesto, el joven barman le sirvió un líquido achocolatado.

—¿Haces compañía a la tu mujer? No me digas que eres tú quien quiere operarse.

No le contesté. Unos minutos después pedí otro whisky, para irme.

—¿Whisky? Pero de dónde eres… ¡Ah! Sudamericano. ¿Oriundo? ¿Hablas italiano?

—No conozco la ciudad y busco un lugar barato para almorzar. Tengo plata para invitarte, si no pides locuras. No tengo plata para lo otro.

—Conozco una tratoría a cinco minutos de marcha de aquí.

Cruzamos el Corso de Porta Vigentina. Del otro lado del muro se plegaba la inutilidad de los escombros, que escondían su misterio. Después nos internamos en un barrio solitario; bordeamos la parte de atrás de un gran edificio con parque, cercado por una verja que tenía remates dorados, hasta que llegamos a un restaurantecito vacío. Pedí bife.

—¿Paillard? ¿Bisteca?

—Cualquier cosa. Carne.

Ella ordenó una pasta. Me fijé en el menú y los precios consignados eran muy modestos. Casi no hablamos durante la comida. La mujer me miraba con un poco de fastidio, especialmente cuando yo me servía con apuro vino de la garrafa. Pedí la cuenta y me llegó un disparate.

—¡Doce mil liras la bisteca! Si en la lista está escrito tres mil.

—Caballero, fíjese bien por favor, son tres mil por l’etto.

Volví a mirar la lista, esta vez con más atención. Junto al precio de la bisteca había un asterisco minúsculo que remitía a una nota en el reverso de la hoja. Allí, con letras de cuerpo seis, estaba consignado, sin duda, l’etto.

—¿Qué quiere decir l’etto?

—Quiere decir cien gramos —me aclaró la mujer con una sonrisa.

—Mi bistequita no tenía más de doscientos.

—Nosotros la hemos pesado en la cocina —contestó con calma el mozo, mirando el plato en el que quedaban unos tendones rebeldes que yo sólo había podido cortar con mi navaja— y era una bisteca de más de cuatrocientos gramos.

La mujer se levantó para ir al cuarto de mujeres.

—Por lo tanto —agregó— son doce mil por la bisteca, más ensalada, vino, pasta y soda; total veintiún mil.

Pagué y esperé en vano el regreso de la mujer. Me sentí aliviado porque su huida me libraba de castigarla por el robo en que me había metido; sólo el mozo presenció mi humillación. Regresé al local de Corso de Porta Vigentina. Le pedí al barman que me vendiera una botella de whisky.

—Absolutamente prohibido vender botellas aquí… Y después, me queda sólo una, ya abierta. ¿Por qué no prueba un licor? Se lleva la botella por diez mil.

—¿No tiene…? —«petaca» era otra de las palabras que no había aprendido en las películas de Gassman. Entre circunloquios y gestos me hice entender.

—No, éste es un bar serio.

Pagué el licor, de un color artificial de mandarina. En un rincón la mujer se sonreía. Me guardé la botella, que tenía una forma imposible de esconder, con panza en el cuello y un cono ahuecado por la base, en el lugar en que debía estar el cilindro de cualquier botella decente. No le contesté el saludo. Había regresado al bar para burlarse de mí. Esa noche me quedé en la clínica. No cenamos ni Eligia ni yo.

A la madrugada vinieron a buscarla. Todo fue muy rápido. La llevaron en su cama, deslizándola sobre el mecanismo de ruedas. Entonces comprendí la razón de la anchura de la puerta de acceso al cuarto. Las enfermeras abrieron las dos hojas y por allí se fue ella navegando. La seguí hasta el quirófano, y esperé en una sala cercana. Una camilla muy, muy estrecha y alta se usaba sólo para retirar los cadáveres, según comprobé con el tiempo.

Salió en la misma cama rodante, cuando la tarde estaba avanzada. Unos días después me contó que le habían aplicado la anestesia en su lecho, y sólo la transfirieron al quirófano cuando ya estaba profundamente dormida. De esta manera le evitaban el mal trance de ver la sala de operaciones.

Al salir del quirófano, se afanaban a su alrededor varios médicos y enfermeras. «Todo resultó bien» me dijo uno de los asistentes.

Solo cuando nos dejaron tranquilos en el cuarto, pude observarla con detenimiento. Faltaba todo. Los injertos de urgencia no estaban más; los pesados párpados con quelonios no estaban más, y las cuencas mostraban los ojos en blanco, hundidos y completamente inmóviles. Lo poco que antes quedaba de los labios y la mejilla más dañada, también había desaparecido. Se veían porciones de huesos del pómulo, de la mandíbula, los dientes y molares, con la lengua laxa que sobresalía un poco entre los huecos de la dentadura. El pelo estaba prisionero de una cofia. La contemplé varias horas, absorto.

—Todo ha salido bien —le dije, junto al oído; apenas movió un poco la cabeza y gimió pidiendo agua.

—Todo ha resalido bien —me dijo el doctor Calcaterra cuando pasó solo, tarde esa noche.

Me habló en susurros, en la oscuridad en que yo había permanecido velando por Eligia.

—¿Usted cree?

—Sí. Comprendo que ahora, el su aspecto pueda impresionar un poco. Ha sido una quemadura… que ni siquiera las de la guerra. Permítame que le dé un consejo —me tomó del brazo y me alejó de Eligia—. En estos casos, es necesario ser realistas. Como le advertí, no se trata de disimular, tapar, ocultar. Es necesario aceptar que ha estado inventada una nueva realidad. Su padre ha creado alguna cosa de nuevo. No podemos negarlo: entonces sólo nos resta darle a la tragedia su propia naturaleza, su camino para expresarse. Quitar las viejas ruinas, para que la nueva cara se forme en libertad, sin laberintos engañosos. La vida nos sorprende: con partículas mínimas, casi sin sentido, la creación multiplica la sustancia. Mandar vía los rebordes y quelonios, quitar toda esa cachivachería humana. Dejar lo esencial, para que el fabricante haga su obra sin desviarse ni entretenerse. Nada mejor que el aire, la luz, si se quiere que las formas tomen su mejor curso. Claro que más adelante vamos a ayudar con algunos colgajos. Esa mujer recuperará todas las funciones: párpados, labios, todo. Pero la estética, eso se lo dejamos a la vida. Permita que el mundo se familiarice con esa nueva forma. Solo lo que está a la vista puede ser comprendido; es lo que puede cambiar. Un misterio no cambia ya jamás. ¿Qué misterio puede mejorar? Usted no se deje impresionar. Por lo tanto, ¡coraje! Verdaderamente, usted no conocía las heridas de su madre. ¿La llama Eligia? Tome esta primera etapa del tratamiento como una revelación de la luz, del orden, de la claridad.

Esa noche actué como lo hacía en la primera clínica, y no me mudé de ropa. Me senté en el sofá-catre y al cabo de tres horas particularmente largas, fui deslizándome hasta que mi cabeza llegó al asiento. Me quedé dormido, acostado en un ángulo que delataba mi posición sentada originaria. Cuando desperté, vi desde mi lecho la cara de Eligia, en la penumbra de los reflejos blancos del cobertor de su cama, sin entender la imagen. De pronto, las superficies blancas de su rostro se ensamblaron. Acostado en la oscuridad miré anonadado: ante mis ojos estaban el cartílago nasal descubierto y su posición relativa respecto de las otras manchas claras en la cara. Vista desde un ángulo inferior y lateral, apareció la semicalavera de Eligia, que cada tanto resoplaba en su sueño forzado. La desaparición de la mejilla dejaba una hondonada muy profunda. En la penumbra, no se distinguían los colores, sino los grados de sequedad o de humedad en una imagen en blanco y negro. Los dientes perfectos que antes sólo aparecían cuando esbozaba sus sonrisas indecisas, se mostraban ahora completos, en una serie curvada y elusiva, materia inmaculada que se zambullía con prestancia en el tiempo y los dramas personales, y no se detenía hasta la desapasionada arqueología. En cambio, en las encías anchas y brillantes, bañadas de saliva por fuera, y palpitantes de sangre por dentro, borboteaba la vida.

Después de un tiempo que no pude controlar, me dije que, para mí, se había acabado la ilustración. No tendría nunca más la necesidad de buscar en la biblioteca de la infancia esas láminas anatómicas superpuestas, con todos los niveles de lo interior. Ya sabía lo que somos.

Se filtraba luz mezquina y artificial a través de la persiana.

Los días siguientes fueron absorbidos por los cuidados que requería Eligia. Apenas tuve tiempo para pedir un sándwich a las mucamas, o escaparme algunas veces al bar y pedir el licor más barato que hubiera. Tomé todos los colores artificiales de la química. El muchacho del bar guardaba esas botellas más por adorno que para servirlas. Había licores púrpura brillante, violeta traslúcido y cristalino, verde esmeralda, amarillo claro o intenso.

En una de mis escapadas al localcito, la mujer me saludó con una sonrisa desde su rincón.

—¡Chau! Estás pálido. ¿Vas bien?

No le contesté.

—Sin tantos rencores, ¿no?

Cuando ya se me podía considerar el mejor parroquiano, el encargado del bar me recibió un día con una sonrisa mínima. Al momento de pagar, el precio había bajado estrepitosamente.

—Precio de cliente —me dijo—. Me lo ha sugerido la Dina, para que usted no se me escape a beber quién sabe dónde.

Alentado por el nuevo costo, en la próxima visita tuve una conversación muy seria con el muchacho. Se trataba de terminar con los licores dulces; tenía que conseguirme whisky.

—Es demasiado caro para este bar.

—Entonces alguna otra bebida seca. ¿Grapa?

—Demasiado ordinario para mis clientes. ¿Qué clase de local te crees que tengo aquí?

La mujer salió del rincón apartado, me tomó de la mano.

—Ven que te muestro un puesto donde puedes comprar aquello que te guste. No me mires con esa cara toda arrabiada, ¿no sabes confiarte a la gente?

Caminamos en la tarde. Nos acercamos al centro de la ciudad. A los pocos pasos, caminábamos por un sector desconocido para mí. En una despensa, mi guía pidió una marca de whisky importado y pagó.

—Toma. Un regalo. Hagamos las paces. No tienes sentido del humor: Eres libre: puedes tirarla vía, si quieres.

Abrí la botella, bebí y la guardé en mi abrigo. Nos internamos en un sector de la ciudad compuesto de viejos edificios del siglo pasado que imitaban, en la medida de lo posible y ahorrativamente, las glorias del Renacimiento. No sé cuál de los dos se escabulló, pero a los pocos minutos caminaba solo y perdido.

Soy hombre de ciudad racional, uniforme y cuadriculada. En mis viajes anteriores, siempre me había guiado alguien, pero en esa ocasión quedé librado a mis pasos, ambulando por esas calles caprichosas cuyo trazado obedecía a murallas que ya no estaban, o vaya uno a saber a qué talleres de extramuros donde se habían fabricado armas o brocados, no para pelear o seducir, sino para vender a toda Europa, y que habían desaparecido dejando sólo un ensanchamiento o una plazoleta. Ninguna dirección era constante, ninguna referencia, estable; no había damero que enmarcase el conjunto. El ancho de aquellas arterias era indeterminado: a veces variaba por cambios bruscos, otras por transiciones imperceptibles; lo cierto es que nunca sabía si caminaba por una calle, una avenida o una plaza.

Toda esa incertidumbre sin referencias empeoraba con la niebla obnubiladora que fue cayendo, la primera gran niebla densa del año. Costaba distinguir si a diez metros se podía doblar a la izquierda, a la derecha o no había salida. Traté de caminar en el espacio asignado como acera, que en algunos tramos estaba demarcado sólo por una raya amarilla, y en otros, por un minúsculo cordón, pero que nunca conformaba un refugio seguro para los peatones. En una esquina imprevista, un automóvil casi me atropello al doblar invadiendo la vereda simbólica. No me sentí seguro. Me pareció que atravesaba una sucesión de fragmentos que nunca se reunían. Pregunté a un caminante apurado por el frío hacia dónde quedaba Corso de Porta Vigentina.

—Es lejos… Es mejor doblar allí —señaló con el brazo una dirección imprecisa—, tomar vía Regina Margherita, que después cambia de nombre y se llama vía Caldara. Cuando llegue exactamente a Porta Romana… Veamos… Después tendría que retornar… No, no…

A medida que se perdía en sus explicaciones iba abandonando el recelo que sentía hacia mí, para concentrarse en su propio extravío.

—Haga así: de la plaza toma Corso de Porta Vittoria hasta vía Sforza… Todo vuelta, por ese camino retrocedería… ¡Le conviene ir hasta la plaza y preguntar allí a algún otro!

Traté de seguir sus indicaciones, pero no encontré la plaza y me perdí otra vez. Vi un edificio cuya fachada se ahondaba en un enorme portal con arco de medio punto, hecho por el arquitecto con toda la intención de comprimir a la pobre gente que pasase por debajo. Al fondo ofrecía cobijo un recoveco más pequeño, especie de zaguán con una puertita sobre la que alguien había dibujado monigotes y leyendas.

Me senté en el suelo del zaguán; bebí. A mi derecha yacían unos objetos convertidos en basura: cajas vacías con etiquetas desteñidas, un paragolpes niquelado, un lavatorio sin canilla. Estas piezas gastadas conservaban su alegría, o la habían recuperado sólo porque alguien las quería convertir en basura. Me llamó la atención que hubiesen escapado a la prolijidad de los servicios municipales milaneses. Imaginé que debían hacer un bonito efecto junto con los monigotes. Bebí y crucé la calle para ver mi zaguán en perspectiva. No estaba nada mal: los simples dibujos de tiza con alguna palabrota, y a un costado los objetos de metal y cartón.

Después eché a rodar mi mirada. El zaguán se escondía, empequeñecido, asediado por las dovelas gigantescas del arco titánico que lo cobijaba; éste, a su vez, quedaba inscripto en una serie de arcos iguales que se perdía en la niebla, en ambas direcciones. Afuera del zaguán todo color era insuficiente, sobraba. Entre arco y arco, enormes piedras rugosas se oprimían entre sí en una sillería ciclópea que presionaba sobre los interiores con un peso asfixiante. La luz se convertía, sobre esas piedras grises, en un saco mojado, encogido y varios números más chico que la escala de los grandes volúmenes. Busqué con angustia algún límite, algún marco, los ángulos rectos que le diesen sentido a la construcción, que abarcasen un todo, que enmarcasen las tensiones, que las colocasen dentro de una certeza confiable. Cuanto más amplio era el giro de mis ojos, más fuerzas y pesos aparecían aplastando el zaguán. Esas construcciones, ominosas y gigantescas, terminaban por no referirse a nada: hacia arriba, se perdían en un resplandor apagado e incoloro detrás del cual debía de estar el cielo; a los costados, los arcos se internaban en la oscuridad de la calle. Toda continuidad, toda secuencia, toda reproducción, quedaban truncadas. Mi zaguán se veía apenas como una hendija de color. Volví a él; al agacharme, un suplemento de alcohol llegó a mi cerebro y tambaleé. Me senté, pero ya no estaba cómodo. A través de las paredes sentía los enormes bloques haciendo presión. Tomé, recogí mis tobillos y me arropé. Me adormecí hasta que una voz me espetó: «No puedes dormir aquí. ¡Vamos, vía!».

Un hombre vestido con un overol municipal me dio unos golpecitos con su escobillón. Estaba atemorizado, y se notaba en su cara pecosa una repugnancia indisimulada. Me levanté y eché a caminar sin rumbo. Cuando giré mi cabeza pude escuchar en sus labios: «¡Estos meridionales!», mientras recogía de mal humor los trastos abandonados en el zaguán y los arrojaba en su carrito de mano.