II

Eligia pasó el verano y el invierno siguientes en las sierras, recuperándose junto a mi hermana menor. Me quedé en la capital, en el departamento de Arón, en el que me había reinstalado después de que el juez ordenó retirar las fajas de clausura; quedaron unos bordes sucios y en diagonal sobre las puertas de entrada forzadas por la policía.

Sin modificar nada, sin cambiar ningún objeto de lugar, volví con mis pocas mudas. Mi lugar favorito era esta biblioteca en la que escribo apresurado antes de que se venda el departamento. En aquel tiempo había lecturas suficientes para varios años: pornografía kitsch francesa de los años 20 (encuadernaciones lujosas y dibujos pseudohistóricos que recreaban Babilonia y Alejandría), más colecciones de los años treinta de precarios diarios clandestinos antifascistas que el mismo Arón había dirigido contra las dictaduras, más Stirner, Papini y Lenin, más ejemplares autografiados de pésimos libros de importantes políticos de mi país, y también algo del habitual relumbrón de estanterías: los grandes filósofos, novelistas franceses del XIX y las obras que le habían regalado o compraba porque le atraía el título. Sumados, constituían una muestra de las contradicciones de Arón, con las que cada persona que lo conocía armaba el modelo de personaje que prefería.

El cuarto tenía entonces las paredes cubiertas de libros (algunos eran botellas de licor que simulaban un lomo) y estaba amueblado con este escritorio chinesco, apoyado sobre patas que representan pezuñas doradas. La madera del mueble luce completamente laqueada con tibios tonos negros y guindas, que se destacaban más aun por aquella clara alfombra persa con diseño espaciado de flores de colores cálidos.

Aquí le había arrojado el ácido. Ni una gota cayó sobre el escritorio; un reguero negro se veía sobre la alfombra —suficiente para impedir toda restauración— que unía el escritorio con un sillón de un vago estilo Luis XVI en el que permaneció Eligia durante la entrevista, si bien ya se había incorporado cuando recibió el líquido. Había quedado impecable en los brazales y las patas, pero la quemazón había devorado la mayor parte de la seda; se lo veía desventrado, con sus entretelas y espaldares de bastante buena calidad al aire. El almohadón del asiento exhibía las plumas chamuscadas de su seno.

En la pared del poniente hay una puerta de vidrio que da al balcón, abarrotado en aquel tiempo de hiedras y jazmines trepadores, de manera que la luz que se filtraba a la tarde tenía siempre una sombra vegetal. En la esquina de esa misma pared, sobre una mesita sobria, reposa un cofre que sorprende por su tamaño grande, también laqueado con motivos al estilo chino. Nunca me había ocupado de su contenido, guardado bajo llave, durante los cuatros años en que habité con él aquí, pero después de su suicidio sentí curiosidad. Forcé la cerradura y todavía hoy puedo ver los raspones torpes que estropearon la laca. Arón había guardado unas fotos pornográficas que pude vender a buen precio, y cuadernos y boletines de los años de estudio de sus hijos. Vi las tapas de algunas de las carpetas de los ocho colegios a los que asistí. Al dorso de un boletín de calificaciones de una escuela suiza en donde había empezado mi periplo educativo, Arón había anotado sus planes respecto de mis estudios: incluían desde profesores de piano y latín (que él desconocía por completo) hasta clases de esgrima y prestidigitación. En un nivel más profundo encontré los deberes que yo había escrito en mi carpeta de una humilde escuelita en las sierras. La abrí al azar y hallé una composición sobre «El Puma» en la que Arón había tachado mi expresión «patas con largas uñas» y sobreescribió «garras»; al margen anotó con letra grande «¡… ni para jabalí!». Sus observaciones tenían que ser varios años posteriores a la redacción de mi tarea, porque en la época en que estuve en las sierras él no vivía con nosotros. Cuando las leí, odié esas palabras de desprecio a pesar de los catorce años que habían pasado. No seguí escarbando en el estrato inferior, donde se veían mis carpetas de la Escuela Herder de Montevideo.

Así era entonces este cuarto que había elegido yo para leer a ratos perdidos, en esos días finales de 1964, pero a la semana de mi regreso las quemaduras y raspones en los muebles empezaron a molestarme como me molestaban las manchas de sangre en la clínica de Eligia. Opté por leer en mi antiguo, pequeño dormitorio, el que había ocupado durante los últimos cuatro años, porque del grande, que era más soleado, se habían llevado la cama en la que él se pegó el tiro, y faltaba un vidrio, roto por la bala. Ésta, después de salir de su cabeza —ya con menos impulso por haber atravesado dos veces los huesos de las sienes— perforó la cortina y el vidrio, de manera que al pegar contra la persiana cerrada cayó exangüe, sin conseguir escapar de ese octavo piso al centro de manzana con jardines, y a una iglesia en el extremo opuesto al departamento, al oeste, de manera que el sol se ponía detrás de la cúpula: una trayectoria de levante a occidente. Yo creía que esas balas tenían mucha más fuerza.

Años más tarde, cuando revisé el expediente judicial del suicidio, vi las fotos forenses: Arón permanecía sentado en la cama, estaba vestido con una robe muy importante, de camello con alamares de seda negra. En una mano un whisky, en la otra, un 38 largo.

Ese verano y el invierno siguiente estuve enamorado, largo paréntesis en el que me despreocupé de Eligia. Como la mujer que amaba era toda una belleza, yo no tenía muchas ganas de viajar, pero tampoco debí forzarme mucho para poner mis mudas en un bolso y descolgar mi viejo abrigo negro —carpa que disimulaba toda mancha en la superficie y todo abultamiento petaquista en el interior—. La mujer que tanto me atraía, por su parte, no era de aquéllas que les piden a los hombres que no se vayan.

Habían pasado doce años desde la ocasión anterior en que emprendí un viaje con Eligia. Aquella vez el viaje se frustró. Ella junto con mi hermanita, que no caminaba todavía, y yo, con mis diez años, debíamos ir a Montevideo —donde nos esperaba Arón para una de las consabidas reconciliaciones—, pero la policía política llegó cuando la nave ya partía. Eligia se negó a desembarcar, alegando que a bordo gozaba de extraterritorialidad. El capitán le rogó que bajase porque cada hora de retraso le costaba miles de dólares de multa portuaria. Se fue media tarde en discusiones, hasta que los policías la tomaron del brazo libre (con el otro cargaba a su hijita) y tuvo que volver a tierra envuelta en un aire de drama. Nos llevaron a la cárcel de mujeres y nos quedamos allí una semana. Por aquellos tiempos había muy pocas políticas, de manera que en las penitenciarías femeninas no se habilitaban pabellones especiales para ellas. Fuimos alojados en el pabellón general. Después la policía nos llevó, a mi hermanita y a mí, a un hotel, y avisó por teléfono a nuestra abuela materna. Eligia permaneció unos meses detenida. A la larga, viajamos a Montevideo clandestinamente.

Antes de intentar mi segundo viaje con Eligia —esta vez a Italia— en septiembre del 65, tuve la precaución de sacar al pasillo del departamento las botellas vacías de coñac barato que nos habíamos tomado con mi amor, y comprobé que ocupaban un buen tramo de la escalera. Me sonreí. En aquel tiempo, el alcohol gozaba de buena prensa: Bogart bebiéndose una copa si una rubia lo plantaba; el cowboy Wayne chupando directamente de la botella (la primera vez que traté de imitarlo, sustituí los whiskys escoceses de la película por una botella de grapa y casi dejo el alma en el intento).

Eligia llegó desde las sierras en un vuelo de cabotaje, con un avión de hélices. El avión internacional tenía forma muy ahusada. Los primeros jets traían por entonces a la imaginación viajes futuristas, interplanetarios, pero en realidad esos Comet caían con más frecuencia que los probados viejos aviones. En la cabina, un chico de unos ocho años empezó a llorar cuando entró Eligia. Aunque ya era bastante grande, no parecía sentir ninguna vergüenza por sus propias lágrimas y berridos, ni la madre hizo nada por impedirlos, mientras los otros pasajeros desaparecían detrás de sus silencios. «¿Qué es? ¿Qué es?», preguntaba el chico, y la madre contestaba: «No mires; no mires». En dos minutos apareció el capitán. Por mi mente cruzó la vieja escena del capitán del barco pidiéndonos que nos bajáramos, y Eligia, tozuda, negándose.

El capitán aéreo nos invitó, todo sonrisas, a instalarnos en la clase de lujo. Allí había mucho espacio y fuimos atendidos a cuerpo de rey. Antes de despegar, una azafata, más alta que la de la clase turística, nos preguntó qué queríamos tomar. Pedí whisky y me trajeron escocés —como en las películas de Wayne— generosamente servido y gratis. No tomaba importado desde que me había escapado de lo de Arón, pero la que servían en clase de lujo era una marca más suave que la que bebía él. Apenas despegamos, nos prepararon una comida acompañada con vinos franceses y después coñac. Viajamos en dirección contraria al sol, que se hundía en el océano primaveral. Al terminar la cena, empezó la gran actuación de la azafata: mientras una voz nos explicaba por altoparlante que íbamos a volar casi todo el trayecto sobre el océano, y nos revelaba dónde estaban los salvavidas y cómo había que usarlos, la mujer alta y morena representaba —sólo para Eligia y yo— todos los movimientos con los que teníamos que protegernos en caso de accidente. La voz del altoparlante, que funcionaba mal, hablaba en un inglés incomprensible y terminó su discurso con unas referencias a los horarios y los cambios en nuestros relojes; por detrás de las distorsiones eléctricas, sonaba muy contenta.

Eligia tomó su pastilla para dormir, pero yo permanecí bien despierto, excitado con la idea de visitar el carrito de los whiskys, que la azafata de piernas largas había escondido en un extremo del pasillo. Me bebí sus gestos esperando con ansiedad que terminase la pantomima. Ella me devolvía una sonrisa fija; se puso la máscara de oxígeno sobre la boca, para que no me quedasen dudas de cómo había que activar el mecanismo, y ejecutó su demostración sin dejar de sonreír.

Cuando acabó su show, le pedí un whisky. Me sirvió y se sentó dos asientos detrás. El color de la cabina era azul, morado y beige. Uno se sentía muy protegido y cómodo allí, adentro del pez volador, respirando aire recalentado, mientras abajo el mar se convertía en metal fundido a la luz de la luna. Giré varias veces la cabeza para mirarla. Me sonrió. No podíamos charlar mientras no me levantase del asiento próximo a Eligia. Me quedé donde estaba y volví a mirar a la azafata varias veces. En lugar de devolverme cada vez la sonrisa, mostró, primero, un gesto de desconcierto, y después, de preocupación. Se me acercó y me preguntó —muy profesional, muy susurrante, en la cabina en penumbras— si quería algo. Pedí whisky. Me sirvió con demasiada generosidad. Toda la secuencia se repitió un par de veces. Mi proveedora llevaba maquillaje por todas partes, polvos de colores beige, barros de colores morados, líquidos de colores azules. Le pregunté si la compañía la obligaba a usar esos tonos que copiaban los matices de la cabina, o si era una decisión de ella, para armonizar con esa cápsula disparatada que atravesaba el cielo sin que nadie supiese si explotaría o no.

—¿Vos sos raro? —y frunció el ceño.

En aquellos tiempos, los viajes aéreos a Roma duraban casi treinta horas. Al cuarto pedido de whisky, la luna había desaparecido, el mar se había apagado y las luces rojas que giraban bajo el ala del avión marcaban la única coordenada de mi espacio. La azafata tomó un aire casi maternal hacia mí, un poquito cómplice y otro poco irónico. «Comprendo», dijo con dulzura, y la miró a Eligia que dormía a mi lado entre relámpagos rojos. Me trajo un vaso para jugo de fruta, colmado de whisky puro. Después se instaló seis filas atrás, se colocó sus antiparras opacas y se durmió.

Dejé vagar mi fantasía. Traté de imaginarme las enfermeras de la clínica. Alguna se parecería a Catherine Spaak. Además, me esperaba arte del bueno en Milán… Al paso de las semanas la piel de Eligia se alisaría y, por la magia de las habilidades reconstructivas del mejor cirujano del mundo, volvería a lucir de color de rosa. Algunas cicatrices, pero sería una mujer nueva. La acaricié; no la mano, sino la manga del vestido marrón. Eligia había sido siempre discreta en los colores de la ropa; trataba de dar la impresión de una mujer estudiosa, de una política y funcionaria de educación, eficaz y actualizada, impresión que estaba perfectamente a la altura de sus antecedentes: medalla de oro en la facultad, profesora de historia, dos años de perfeccionamiento en Suiza, veinte de práctica, funcionaría de máxima jerarquía que había sancionado el estatuto del docente, arrancando a miles de inocentes maestritas de las vicisitudes de los nombramientos a dedo y las garras peligrosas de los diputados donjuanescos. Estaba muy orgullosa de lo que no había trascendido de su tarea: las escuelas de doble escolaridad, para que las madres pudieran trabajar; los institutos de perfeccionamiento técnico, la ley de escuelas de frontera que puso en marcha a centenares de establecimientos educativos en lugares remotos, la modernización de la enseñanza con verdaderos contenidos democráticos. En el fondo de su alma ingenua y tecnócrata, se había visto —durante sus tiempos de funcionaria— como la continuadora de la famosa política casada con el General, mujer que era todo lo opuesto a Eligia en métodos y estilos. Eligia se ilusionaba con demostrar que, gracias a una educación racional, las mujeres de su país estaban a la altura de todos los desafíos del mundo moderno.

Aunque varias veces había terminado presa bajo la influencia de la poderosa esposa del General, Eligia sentía cierta admiración por ella, pero nunca hubiera tenido la audacia de competir con el estilo enérgico de la esposa del General. Creía que bastaba con estudiar y ser eficiente.

Doce años después de su último encarcelamiento, viajaba hacia Levante para recuperar un mínimo de cara que le permitiese presentarse otra vez en público. Soñaba sus esperanzas con la boca abierta y las rugosidades de los injertos «de urgencia» que apenas tapaban los huesos, mientras voces infantiles le repetían «¿qué es?» en los oídos. El cadáver embalsamado de la esposa del General —murió el mismo año en que nos escapamos a Montevideo— se había perdido en el misterio, luego de la revolución que derrocó a ambos, en 1955, el General viviente y su esposa embalsamada.

Mis pensamientos volvieron al carrito con las botellas doradas. Caminé a tientas hasta el fin del pasillo, donde había sido guardado. En las sombras no encontré el whisky; bebí de otra botella, un líquido con gusto dulce. El recoveco donde estaba el carrito de mis delicias permanecía completamente a oscuras. Cuando giré hacia el pasillo con la extraña botella en la mano, me encontré a contraluz con una figura femenina, más baja que la azafata. «¡Eligia!… El baño queda allá. Me asustaste».

—No te asustes; no soy tu madre —me dijo la azafata, sin tacos—. Me hubieras despertado; estoy para ayudarte… ¿Tanto te serviste? ¿Siempre te servís así o sólo cuando es de arriba? ¿Querés más? ¿Querés comida? Está todo a tu disposición… ¿Por qué mierda no decís lo que querés?

—Sí.

—Los chicos de menos de treinta siempre viajan para buscar a la mamá o para escapar de ella. Vos sos el primero que viaja con la madre a cuestas. Y llevo años volando…

—Las mujeres tendrían que ser más estables, en vez de andar paseando sus caras pintarrajeadas por los cielos. ¿Para qué te maquillas tanto?

—¿Tenés novia?

—No exactamente.

—¿Por qué no?

—¡Qué sé yo! Supongo que no tuve buenos ejemplos. No me hagas preguntas complicadas; no me siento bien.

—Es que tomaste mucho y no comiste nada. Te sirvo unos fiambres. Después de comer algo, te vas a sentir mejor.

Me alcanzó un plato desbordante de carnes, más tenedor y cuchillo del servicio del avión. Apoyé mi plato sobre el carrito de los tragos deliciosos y traté de cortar un bocado, pero, con los cubiertos de metal redondeados, fue en vano. Entonces, la azafata volvió a la cabina y escarbó en su bolso. Regresó con un objeto amarillento.

—Tomá, probá con esto.

—¿Qué es?

—La compré en un mercado de pulgas, ya ni sé en qué ciudad. La uso para depilarme, pero la afilaron demasiado y me lastimo; para cortar carne va a servir.

Miré el objeto: un cuerpo tendido de mujer desnuda, de no más de quince centímetros. En el centro de la pieza sobresalía cerca de la cadera, imprevista, alta y gorda, un reborde metálico. Tiré y apareció una hoja de navaja reluciente a pesar de la oscuridad. Corté la cima de pavita sin que mi mano percibiera ninguna resistencia.

Días después, en la clínica de Milán, pude observarla mejor durante el aburrido curso de las horas blancas y asépticas. Hecha con pasta de hueso, en molde; nada artístico, por cierto. Mostraba la vaga forma de un pez, pero tenía sobreimpuesta la forma de una mujer desnuda, con la cabeza cerca de la boca del animal y los pies apoyados sobre el perno que sujetaba la hoja. Las formas humanas resaltaban más que las animales, se imponían con abultamientos procaces, no una caricatura divertida, sino una exageración desmañada de las curvas. El efecto era involuntario, se había logrado entre el mal molde y la mala terminación.

—Vení, te llevo a tu asiento —me dijo la azafata cuando vio que dejaba de comer y me servía otra copa generosa. Era una mujer de más de cincuenta años y ya no hubiera podido volar en las compañías aéreas más importantes. Yo no comprendía bien si me estaba maternalizando o seduciendo; me tomó de la mano, no de la manga. Avanzamos por el pasillo. A los pocos pasos dejamos atrás la fila donde soñaba Eligia. Las piernas se me endurecieron de cansancio; una pesadez opaca tiñó toda la cabina. Mis pasos se hicieron lentos.

—Tengo que cuidarla —le dije a mi guía, deteniéndome.

—Tenés que cuidarte.

En mi asiento terminé la copa y dormí hasta Dakar.

… (¿osaré?): «… El exorcismo se cumplió. / Y a la manera aprendida / Cavé en busca de los antiguos tesoros / En los lugares indicados: / Negra y tormentosa era la noche».

Cuando terminé de traducir estos versos, me vi como por ensalmo, parado dentro de la fosa que esperaba a Von Zharschewsky. Volví a elevar los ojos al cielo, para inspirarme y conseguir una buena traducción, pero sólo me venía a la cabeza la letra de una canción de moda: «Lo veremos triste y amargado, / lo veremos triste y sin amor, / lo veremos triste y amargado / porque la chica de al lado / dijo que no…». Traté de recordar temas elevados, frases en las que cupiesen palabras altisonantes, como Morada, Jornada, Nieveinvernal, Regreso.

Parado en la fosa, el suelo del cementerio estaba exactamente al nivel de mis ojos de trece años. En la mano tenía la necrológica que yo mismo había escrito. El fondo de la fosa estaba húmedo, compuesto por un barro violáceo que tenía olor a mujer y cal. Me fui hundiendo resignada, apaciblemente. El barro me cubrió los ojos; me ahogaba en un pantano viscoso. Cuando salí otra vez a la superficie, emergí a un lodazal sin costas, en medio de un cabrilleo deslumbrante que me encegueció porque el día del entierro del maldito Von Zharschewsky era un día nublado y lloviznoso. Me mantuve a flote en el barro y, de pronto, en el espacio acuático que se extendía entre la banda de cabrillas movedizas y el lugar donde yo hacía la plancha sin saber qué rumbo tomar, pasó un bote silencioso en el que nadie remaba. El único pasajero era Von Zharschewsky, reclinado sobre la borda más alejada de mí, mirándome, vestido con ropas que parecían de fajina. En la banda que pasaba más cerca de mí yacía apoyada al descuido una cruz de mármol blanco con una foto en el centro. Era mi foto, y en los brazos de la cruz, estaba mi nombre, y una inscripción: «En este maldito país nunca sabes quién sos». Von Zharschewsky me sonrió como nunca lo había visto sonreír antes: una sonrisa abierta, alegre, vital, de alguien que no tiene ningún cuidado.

Entonces el barro en el que flotaba me succionó otra vez, pero cuando estuve completamente cubierto y esperaba desintegrarme, me encontré volando en el cielo, rubio y dotado de un cuerpo más alto de lo que sería jamás el mío. Me sofocaba una garúa rojiza; divisé una mancha negra en la tierra. Descendí sobre una enorme comejonera, cubierta de hormigas negras, de patas muy largas y enrolladas como rizos. Nada ni nadie podía caminar sobre esas extremidades tan endebles, de modo que las hormigas quedaban donde estaban y agitaban sus extrañas patas rizadas. Sentí una voz que decía: «¡Guárdate de aplastarlas!», de manera que empecé a comérmelas; y cuantas más comía, más liviano me sentía. Me harté, hasta que descubrí la única entrada de la comejonera. Metí mis dedos para extraer hormigas, y hurgué con esmero, pero no pude sacar ni una; estaban todas afuera. Volví a volar, contra mi voluntad, remontándome entre la llovizna que ahora era de color violáceo.

* * *

Al despertarme, la azafata estaba entregando la cabina a una nueva tripulación. Había dos sustitutas, y mi amiga de la noche me señaló con el dedo y un meneo de cabeza. Le retribuí agradecido el saludo.

Bajé al aeropuerto. Ese día debuté con vodka. Cuando volvía a mi asiento, le pedí un destornillador a una de las nuevas chicas. Eran más jóvenes que la anterior. Me trajeron una gran copa colmada, y supuse que la mujer de la noche me había recomendado para que me atendiesen con generosidad. Pensé en ella con simpatía, ya seguro de que no la volvería a ver. Se había portado bien; me invadió una oleada de sentimientos afectuosos y aferré como un talismán su navajita en mi bolsillo.

Dejamos Dakar. Estaba un poco confundido con los horarios: la aparición de una luz repentina e intensa hirió mis ojos. Habían subido otros dos pasajeros; la intimidad de la noche estaba rota. Eligia se deslizó hasta una posición incómoda y poco natural, pero seguía durmiendo y, por causa de la mandíbula retraída, lanzaba los sonidos guturales, húmedos, esforzados, que compusieron mi canción de cuna durante los próximos dos años. Traté de acomodarla suavemente, pero no pude. Entonces la desperté con la excusa del desayuno. El resto del viaje fue luminoso: las chicas me servían todo lo que deseaba, ante la mirada silenciosa de Eligia.

Mientras volábamos sobre Roma y su crepúsculo, me incliné con interés hacia la ventanilla. Ya había estado en Italia en el 49, cuando tenía siete, y en el 58, a los dieciséis. Conservaba reminiscencias infantiles, con jerarquía propia: recordaba la momia de un santo en una urna, pero no el Moisés de Miguel Ángel; una armadura con el casco recortado de manera que el bigote renacentista de su propietario pudiese ventilarse, pero no la Gallería Borghese. Nunca logré distinguir bien entre esas remembranzas y las charlas y lecturas sobre arte que me dio el viejo profesor Bormann, en Montevideo, ayudándose con ilustraciones en blanco y negro, o a lo sumo sepiadas. Esas combinaciones de recuerdos infantiles y aprendizajes de adolescencia habían cavado un rincón estetizante de la peor laya en mí, un lugar de Vírgenes del temprano Renacimiento, dorados a la hoja y otras ingenuidades. Desde el avión, miré con codicia hacia Italia, y pedí más destornillador.

El avión apagó sus motores con un suspiro de alivio. Me puse de pie. Eligia viajaba tan liviana como yo, de manera que en un santiamén estuvimos frente a la escotilla abierta, mientras los otros dos pasajeros se afanaban con sus portafolios, bolsos y regalos. Antes de salir nos detuvo una de las jóvenes. «No, por favor, esperen un momento. Ustedes descienden después». Nos miramos intrigados con Eligia, y decidimos sentarnos en las butacas más cercanas a la puerta. Bajaron los otros pasajeros.

Al cabo de mucho esperar, bajó también la otra azafata, con su bolso reglamentario, acompañando al resto de la tripulación, incluso el capitán sustituto, que ni nos saludó. Solo entonces, su compañera, que nos atendía con una sonrisa forzada y amplia, nos autorizó a salir. Eligia, entumecida por tantas horas incómodas, se apoyó pesadamente en mí y caminó con dificultad. El aire fresco de otoño despabilaba los ánimos. Al pie de la escalerilla estacionó una ambulancia. Pensé que esa atención del capitán era una exageración; después de todo, el pequeño partido político en el que actuaba Eligia ni siquiera estaba en el gobierno por esos días. Tres hombres fornidos subieron hasta nosotros una silla de ruedas e invitaron a Eligia a sentarse. Se negó al comienzo, pero la azafata le pidió que obedeciese: «Son reglamentaciones. Si se tropieza o lastima me van a echar la culpa a mí. ¡Por favor, señora!». Los hombrachones manipularon la silla como si llevasen algún ídolo milenario. En su esfuerzo se notaba un temor reverencial y asombrado. Al pie de la escalerilla se reunió un grupo de curiosos —trabajadores del aeropuerto y pasajeros de otros vuelos— que miraban incrédulos mientras la silla descendía en andas, con un movimiento continuo y regular, como si flotase. Miré a los curiosos: se me antojaba increíble y envidiable que tuviesen piernas, brazos bien torneados, caras carnosas. Esas totalidades y plenitudes me parecían falsas, ostentosas. Bajamos la escalerilla del avión escoltados por la azafata. Recordé el otro viaje, cuando bajamos la escalerilla del barco escoltados por la policía. Me atrapó un vahído.

Apenas tocamos tierra, un enfermero bajó de la ambulancia y me invitó a subir a la parte trasera. En el interior, bastante espacioso, me esperaban un médico y un policía aeronáutico. Me pidieron que no hiciese escándalo. Los desprecié. Mientras me daban una inyección endovenosa, el médico se explicó sin que yo se lo pidiera: «Son las ordenanzas, sabe. No se puede cruzar la aduana tan alcoholizado. Tiene que comprender, es por su bien». Se fue, pero el policía se quedó. Le dije que me sentía perfectamente, que mi compañera de viaje había quedado afuera, en la silla de ruedas, sobre la pista. «Tiene que esperar media hora», contestó con tono impersonal, y comprendí que cualquier insistencia podía terminar en la oficina de seguridad.

A la media hora me liberaron de la ambulancia. La tarde declinaba. En torno del avión se realizaban los aprestos íntimos del aparato, esos que le dan un aire de dama desollada que se deja hacer la toilette. Veía partes del fuselaje levantadas, que mostraban interiores metálicos, fácilmente reemplazables; señores con uniformes multicolores que conectaban cables y caños a extrañas máquinas resopladoras que parpadeaban con sus manómetros. Se producían efectos mecánicos precisos; se enjugaban sin demora los exudados de aceite antes de que ensuciasen el cemento del suelo. En los lugares más convenientes, carritos amarillos y negros se comunicaban con las entrañas de la máquina con toda facilidad.

Eligia me esperaba en la silla de ruedas, abandonada en la pista, a un costado del avión brilloso. Arriba, en la cabina, ya todo estaba oscuro. La joven azafata se había ido. Eligia me miró, pero no podía componer ninguna expresión. Solo por eso se decidió a hablar.

—Ay, Mario… no tomes tanto como Arón.

—No me compares con ese gángster. Mira lo que te hizo. Soy exactamente lo contrario.

Durante el vuelo nocturno de cabotaje a Milán, otra vez en avión de hélice, recordé a la azafata de la noche, que al dejar su turno me había señalado con el dedo a sus compañeras. Allí había empezado su traición, que terminó en la ambulancia. Aferré la navajita con fuerza.