En los momentos que siguieron a la agresión, Eligia estaba todavía rosada y simétrica, pero minuto a minuto se le encresparon las líneas de los músculos de su cara, bastante suaves hasta ese día, a pesar de sus cuarenta y siete años y de una respingada cirugía estética juvenil que le había acortado la nariz. Aquel recortecito voluntario que durante tres décadas confirió a su testarudez un aire impostado de audacia se convirtió en símbolo de resistencia a las grandes transformaciones que estaba operando el ácido. Los labios, las arrugas de los ojos y el perfil de las mejillas iban transformándose en una cadencia antifuncional: una curva aparecía en un lugar que nunca había tenido curvas, y se correspondía con la desaparición de una línea que hasta entonces había existido como trazo inconfundible de su identidad.
La cara ingenuamente sensual de Eligia empezó a despedirse de sus formas y colores. Por debajo de los rasgos originarios se generaba una nueva sustancia: no una cara sin sexo, como hubiera querido Arón, sino una nueva realidad, apartada del mandato de parecerse a una cara. Otra génesis comenzó a operar, un sistema del cual se desconocía el funcionamiento de sus leyes.
Quienes la vieron todos los días de agosto, septiembre, octubre y noviembre de 1964, se llevaron la impresión de que la materia de esa cara había quedado liberada por completo de la voluntad de su dueña y podía transmutarse en cualquier nueva forma, teñirse de los matices reservados a los crepúsculos más intensos y danzar en todas las direcciones, mientras, en el centro, todavía la coqueta nariz resistía por ser el único elemento artificial de la cara anterior.
Fue una época agitada y colorida de la carne, tiempo de licencias en el que los colores desligados de las formas evocaban las manchas difusas que los cineastas emplean para representar el inconsciente, en el peor y más candoroso sentido de la palabra. Esos colores iban dejando atrás toda cultura, se burlaban de toda técnica médica que los quisiese referir a algún principio ordenador.
Mientras la llevábamos del departamento de Arón al hospital —en el coche de uno de los abogados que antes de la entrevista me habían jurado que nada malo habría de ocurrir— se quitaba las ropas quemantes, empapadas. Los reflejos de las luces de neón del centro de la ciudad pasaban fugaces por su cuerpo. Al irrumpir en la calle de los cines, el semáforo nos detuvo, en tanto que una multitud zángana se paseaba indiferente a nuestros bocinazos. Algunos seres erráticos atisbaban hacia el interior del auto, sin entender si se trataba de algo erótico o funesto. Las luces titilantes y escurridizas echaban acordes fríos sobre los cromados del auto y el cuerpo de Eligia. En el cine de la esquina daban Irma la Dulce, y el enorme retrato de Shirley McLaine lucía festoneado de guioncitos rojos y violetas que corrían uno detrás del otro: Shirley llevaba una pollerita corta —en aquellos tiempos caracterizaba sólo a las putas— y una cartera muy volátil.
Eligia no gritaba; se arrancaba la ropa y gemía en voz baja. Yo hubiera querido que gritase con fuerza para que algunos peatones dejaran de sonreír, estúpidos o salaces, y nos permitiesen pasar. Pero Eligia sólo gemía, con la boca cerrada, y se arrancaba sus ropas mojadas con ácido quemándose también las palmas, una de las pocas partes de su cuerpo que hasta entonces no habían ardido con la humedad traicionera. Una buena cantidad del ácido que Arón había arrojado a los ojos —porque su intención había sido dejarla ciega y con la imagen de él grabada como última impresión— pudo detenerlo ella con el dorso de sus manos, en un movimiento rápido de defensa que delató la inquietud alerta con que había asistido a la entrevista, pero las palmas se salvaron al comienzo, sólo para terminar quemándose así, durante el strip-tease ardoroso, en el coche que la llevaba a los primeros auxilios.
No la conocía muy bien entonces, pero siempre sentí una curiosa ternura por ella, tan aplicada, tan trabajadora, con sus vestidos sobrios, sus pedagogías. Había llevado siempre el cabello corto, como rasgo de mujer moderna y para que quedase libre el perfil de la mandíbula fuerte y la boca de labios llenos. Se había pintado siempre con un dibujo fino de rouge que embozaba la sensualidad de su boca. Los párpados caían en su cara originaria con un peso indolente, pero, por debajo, los ojos miraban alertas, con vivacidad. Había estado siempre orgullosa de su frente lanzada hacia arriba, que ella trataba de ensanchar aun más con el peinado.
Su rostro había sido el lugar en el que con más evidencia se manifestaron su historia, la sangre de los Presotto —pobres inmigrantes italianos— y su fe empecinada en la razón y la voluntad de saber. Pero los «siempres» de su cara se estaban esfumando.
Los dos éramos lacónicos. Durante mi niñez, la institutriz polaca se interponía en nuestra vida cotidiana. Eligia actuaba aparte, con sus estudios y su política. Pero en mi adolescencia, comprendí que no todos los vacíos podían atribuirse a la gobernanta. Ya sin ésta de por medio, cuando nos exiliamos en Montevideo y permanecí interno en un colegio alemán al que me venía a visitar algunos fines de semana, las preguntas que le dirigía quedaban suspendidas. Ella me escuchaba, por cierto, y me sonreía apenas o me miraba torciendo la cabeza, pero no contestaba o contestaba lo estrictamente necesario, o contestaba con otra pregunta: «¿Por qué no te gustan las Humanidades? ¿Te enseñan latín en este colegio?», o «No sé». Yo recibía esas respuestas como figuras incompletas, como si algo inacabado quedase entre los dos.
Volví de Montevideo a mi país a los catorce. A los dieciocho, cuando Eligia y Arón se separaron una vez más, opté por quedarme con Arón en la capital. Por su parte, ella aceptó una cátedra de Historia de la Educación en su provincia natal, en las sierras, y a partir de entonces nos veíamos muy espaciadamente.
Estaba en el asiento delantero de un auto, gemía sin gritar, y no era por mi culpa: le había advertido que Arón se había convertido, durante los años finales, en que vivió conmigo, separada de ella más tiempo que durante los divorcios anteriores, en un ser peligroso.
Me incliné por encima del hombro suyo que daba al interior del coche para enjugarle con mi pañuelo algunas gotas de sudor o ácido, y la tela amarilleó como si el algodón se transformase en seda. Las sombras de la noche ocultaban esa mitad de su cara con un velo violeta donde relucía el blanco de su ojo, que miraba fijo a través del parabrisas buscando una meta para el viaje penoso. Cuando me recliné en mi asiento trasero, sólo pude ver de su cara, a través del espejito, el blanco de ese ojo, rodeado de sombras y fijo en un punto lejano, con una borla de color púrpura intenso en el párpado inferior, como en aquellos dibujos animados en los que se quiere representar grotescamente a un animalito que no ha dormido. El resto del sector en sombras de la cara de Eligia era un misterio que hervía bajo la oscuridad.
Después de unos momentos nerviosos, volví a inclinarme, esta vez sobre el otro hombro, el que daba a la ventanilla del auto. Pude ver así la otra mitad de su cara —iluminada por la marquesina del cine— que contrastaba, por la movilidad de las luces, con la mitad en sombras. El ojo expuesto a los brillos de neón estaba tan fijo y obsesionado con una meta lejana como su compañero de las sombras. Le susurré «ya llegamos», aunque ni ella ni yo le habíamos preguntado al abogado que conducía a dónde íbamos. Noté un amarillo espeso en el pómulo; una segunda mancha del mismo tono, en el entrecejo, próxima al límite de las sombras, y que con toda probabilidad se propagaría al otro lado, el de la oscuridad. El resto de la media cara en luces se componía de tonalidades de púrpura muy diferenciadas entre sí.
Me bajé para abrir la multitud. No lo conseguí. Cuando miré al interior del auto a través del parabrisas tuve la primera visión completa de las transformaciones en Eligia. Las dos mitades se ensamblaron: el silencioso violeta, por un lado, y los estridentes púrpuras y amarillos, por el otro. Vi también los dos ojos bien abiertos, y subrayados por las ojeras inflamadas. Pero lo que no había podido apreciar desde mis anteriores perspectivas parciales era la boca, que, tanto en el sector de sombras como en el de luz, se había teñido de un tono magenta; en los labios no regía, por un curioso efecto, el límite entre la mitad en luces y la mitad en sombras. El magenta de la boca se internaba en la zona violeta con la misma intensidad con que se destacaba en la zona policroma, y los labios aparecían dotados de un resplandor propio. Recordaba, por lo ancha y colorida, la boca de los payasos, aunque la de Eligia permanecía inmóvil.
En la clínica le dieron un calmante y dejó de gemir. Se la llevaron a la sala de primeros auxilios y me invitaron con un whisky en la minúscula, aséptica cafetería. Cuando pedí el tercero, me miraron de mal modo en lugar de alegrarse porque les había caído un buen parroquiano; los otros los tomé en el bar de la esquina. Siempre hay cerca de las grandes clínicas algunos bares que sirven de límites entre el desinfectante y el hollín; fronteras en los que, a los horrores de la vida que nos han empujado hasta allí, oponemos los horrores que nosotros mismos hemos cultivado con empeño. Todo esto lo supe después.
Durante cuatro meses volví todos los días a ese bar, varias veces por día, pero nunca pude entablar conversación con nadie. Allá no pude —en ciento veinte días— hacer avances sobre ninguna de las enfermeras y mucamas que se citaban con sus amigos para escapar del ámbito de la clínica. Me resulta difícil establecer si nadie quería hablar conmigo por alguna reciente cualidad que oscurecía mi persona, o si era yo quien rechazaba ese lugar en el que practicantes y enfermeras se besaban después de tapar una cara con una sábana.
Regresé a la guardia a las dos horas. Eligia dormitaba con un gesto de perplejidad. De tanto en tanto emitía un estertor profundo, involuntario, cansado de sí mismo. Le pregunté qué necesitaba: «Nada. Cuidáte», suspiró.
Sobre Arón no hizo ningún comentario. Las quemaduras se fueron oscureciendo hacia un púrpura muy señorial, grandes zonas centrales en las que una materia grave se espesaba. Más allá del púrpura, circulaba por los límites de las quemaduras un amarillo tenue y escaso ante la imponencia del color central. El dolor agitaba signos para conquistar su autonomía en el cuerpo de Eligia, como el placer seguramente también se había independizado en tiempos mejores. Pero en tanto que los placeres de Eligia habían actuado en su cuerpo con desenvoltura y claridad, el dolor llegaba con torpeza, y no sabía o no quería separar claramente las partes sanas de las partes quemadas: mezclaba lo intacto con lo herido para ostentar mejor —por confusión— los daños que producía.
A la mañana siguiente, ya instalados en un cuarto del sanatorio, un familiar me dijo que la policía había forzado la puerta del departamento de Arón y lo había hallado con un balazo en la cabeza: «¡Mejor! No tenía carácter para estar preso», comentó.
—Mira que estuvo adentro muchas veces.
Yo era el único que había vivido con Arón durante sus últimos años y sabía que este final era inevitable. Mientras moraba con él, sentí rechazo por sus violencias, cada día mayores, y sus novelas, que yo consideraba cursis —ni siquiera intenté leer la última, que escribió poco antes de matarse— pero también sentía de manera inevitable cierta admiración por su coraje en la pelea, su disposición a jugarse entero, hasta la vida, en cualquier momento. Todos hablaban con respeto de su proverbial temeridad, incluso los que habían sufrido sus furias. Cuando me dijeron que se había suicidado, tuve un gesto equivalente a la reverencia por el guerrero caído en su ley, aunque estaba horrorizado por su agresión. También me invadió la pregunta que nos asalta siempre cuando se suicida alguien que conocemos bien: hasta dónde y cómo fuimos cómplices. Me obligué a abandonar esa inquietud en seguida; intuí la amenaza del ejemplo, la idea sencilla y equilibradora de una corrección con otro balazo.
No yo: al irme a vivir con Arón aprendí a conocerlo mejor que en los años anteriores, de constantes mudanzas, reconciliaciones y nuevos alejamientos de la pareja. En nuestros últimos cuatro años empeoró día a día. Mi desprecio se volvió más intenso, pero se deslizaba siempre sobre un fondo de asombro. Decidí rehacerme por oposición, ser todo lo contrario: nada de violencia, nada de resentimiento, nada de ira. Como no me sentía un santo, practiqué la apatía desde muy temprano.
Después de la visita del familiar a la clínica, llegó a nuestro cuarto el médico jefe. Tenía un falso aspecto enérgico. Se sentó en una silla y contempló en silencio y muy largamente a Eligia, que le devolvía breves miradas esperanzadas. El doctor ejerció primero una contemplación pasiva, enfundado en su guardapolvo almidonado y con iniciales bordadas. Finalmente, sus ojos se cargaron de preguntas imperiosas, como si quisiera extraer un sentido de ese paisaje de dolor y no lo consiguiese.
—¿Cómo funciona su estómago? —preguntó, mientras escrutaba la planilla adherida a una tabla de madera que le ofrecía una enfermera.
Por el efecto de los calmantes, Eligia le respondió con voz pastosa, pero firme.
—Bien.
—Es muy importante. Hay que cuidarlo mucho. Es allí donde se forman las sustancias nutricias que van a reparar el daño… Yogures más abundantes, licuados de fruta, y suplementos de vitaminas —agregó dirigiéndose a la enfermera.
—Eligia siempre tuvo salud de hierro —intervine yo.
—Quiero que la lavé cuatro veces cada día con un preparado —dijo después de mirarme con penetración—. Son unas aguas minerales con azufre, cobre, arsénico y otros elementos. Hay que frenar esa desintegración —señaló con temor una gasa que se había humedecido con las supuraciones—. Hay que ofrecer, para que la Naturaleza pueda restaurar. Esos lavajes la van a poner otra vez en contacto con los elementos originarios. Además, de noche, abra la ventana y deje que la luz de las estrellas y la Luna la bañe también… ¿Usted qué parentesco tiene con la paciente?
—Doctor, no creo que llegue mucha luz de estrellas hasta aquí. Si abro, van a entrar hollín y algunos lamentos desde otros cuartos.
—¿Eh?… Nunca va a entender.
—Es cierto que estrellas no —dijo Eligia—, pero la Luna… Anoche me desperté… y había un poco de resplandor.
—Eligia —le dije cuando el médico hubo partido—, ¡una persona razonable como vos! No me desilusionés. Se empieza con la Luna y se termina como Arón.
—¿Una persona razonable? —me contestó con una voz que se le debilitaba—. Eso no tiene sentido…
Su voz gangosa y somnolienta pareció hundirse en sí misma.
—… sólo tenía sentido antes…
—¿Antes de qué?
Pero Eligia no contestó.
Al día siguiente comenzaron a tratarla. «El ácido es muy especial», me dijo el médico después de la primera cura en el quirófano, cuando me encontró en la salita de recuperación, aunque no parecía dirigirse a mí, sino a una audiencia invisible.
—No nos llegan muchas quemaduras de ésas —hablaba sin prisa—. Por ahora no se puede injertar; hay que ir quitando cada día la carne necrosada, hasta que el ácido se aplaque. No crea que me gusta hacerlo. Es un proceso de exposición de lo interno, una impudicia. Las quemaduras de fuego nos permiten tapar en seguida; cuanto antes se tape todo, mejor: la naturaleza retorna sola a sus cauces sensatos. Usted sabe, en nuestro país todo se cura naturalmente, sin mucha intervención de nadie. En el caso de ella, no voy a poder dormir hasta que le coloque injertos y cubra todo ese delirio.
—¿Cuánto dura el proceso?
—No sé. Pero hay que estar muy seguro de que el ácido haya perdido su poder; si no, el injerto no se irriga, no se produce hemostasis.
—Pero, más o menos…
—Yo, para estar bien seguro, esperaría unos veinte días, a lo mejor quince, depende… Después de ese período, colocar los injertos va a llevar unos meses. ¡Qué profesión, la mía! —se recostó sobre una pared y miró al vacío—. La incertidumbre es la maldición de esta especialidad.
Cuando volvió del quirófano, a Eligia le faltaba parte de las mejillas y tenía vendadas las dos manos. En la cama, se las ataron a unos soportes; el médico no quería que se tocase la cara, ni siquiera en sueños.
Así empezó la imposibilidad de Eligia de asistirse por sus propios medios. Las enfermeras se ocuparon de servirla con eficiencia. Alguien había retirado el espejo del baño y —al atarle las manos— la privaron también de la perspectiva que, desde su tacto, podía construirse de ella misma. A partir de ese momento, sólo conoció lo que ocurría en su cuerpo a través de su imaginación, que se alimentaba con palabras sueltas que escuchaba a los que la asistían.
Del fondo de las mejillas de Eligia se desprendía a lapsos irregulares un arroyito de sangre o exudado, que sólo era perceptible cuando llegaba a la sábana, porque sobre su carne sin piel y brillante el líquido no se distinguía, de modo que yo vigilaba con mucha atención para descubrir por dónde se escurría, y enjugarlo antes de que manchase la sábana inmaculada. Para mí, el afán por evitar que las sábanas se manchasen se convirtió en una obsesión. Si fracasaba, la mancha se expandía sobre la tela, antes de tornarse parda y detenerse. Trataba de lavar la huella por mis medios, pero sólo conseguía emborronar más aquella sangre ya seca. Entonces, no me sentía en paz hasta que cambiaban la ropa de cama; percibía como una falla grave esa presencia de la mancha.
Durante las primeras semanas, nada fue estable en su carne. Mientras algunos sectores de su cara se vaciaban, otros se hinchaban como frutos inciertos que parecían nacer maduros, prometiendo algún jugo succionado de los vacíos cavernosos que se empezaban a abrir cerca de esos extraños florecimientos. Yo procuraba echar miradas esperanzadas sobre estas formaciones, pero con el transcurrir de los días me resultó cada vez más difícil, porque lo que hoy prometía ser una manzana en la mejilla, mañana se transformaba en una pera roja, y al día siguiente en una frutilla inmensa. Su cuerpo se convertía en un ritmo de vacíos y tensiones. Esta capacidad de transformación de la carne me sumió en el desconcierto. Traté de proyectar algo fructífero sobre lo que veía, pero mi tranquilidad sólo llegó cuando acepté todo lo que ocurriera como incomprensible y regenerador, fuerza que renovaba el tiempo y la materia cada vez que Eligia volvía del quirófano mostrando frutos completamente distintos, que yo ya sabía que no eran promesas dirigidas a una maduración.
Tuve la vaga sensación de haber visto algo parecido a esa superposición de frutos y cara en algunas imágenes de arte. Pero ahora era testigo involuntario de los caprichos de una sustancia torpe y descontrolada que no se molestaba en borrar o pulir sus propios esbozos.
Transcurrieron quince días. La parte anterior del cuello se fue acortando poco a poco. Yo acomodaba las almohadas para que los chamuscados tendones no tironeasen. La cara y el cuerpo quedaron juntos pero sin conexión, como si un capricho eventual los hubiese reunido.
Lo insólito ocurría en las mejillas. La ablación parcial dejaba rebordes de carne que aumentaban la hondura de las cavidades, en donde el borbotón de los colores ofrecía una falsa sensación exuberante, pintura feroz realizada por un artista embriagado de sus poderes.
En el fondo de los pozos que cavaban los médicos, reaparecían cada mañana, después del quirófano, los colores alegres del primer día, los colores de las heridas frescas, que delataban vida y prometían curación. Al comienzo, pude creer que aquel incendio tenía una belleza armónica: los tonos se definían recíprocamente por complementos o vecindades. Algunas zonas tomaban el mismo valor de saturación, pero cuando había diferencias de intensidad, se compensaban, de manera que a un púrpura muy intenso lo rodeaba un violeta desvalido. Si dos manchas se desequilibraban hasta que predominase un tono sobre otro, en la próxima curación la situación se invertía.
Como las zonas de color se escondían en las cavernas que abrían los médicos, estudiaba de cerca los abismos de las mejillas para observar su evolución y desear que de esas pinceladas rebrotase la armonía. Así me introduje en los secretos del espacio negativo, la hornacina sin tallas ni estatuas. Allí las heridas tenían vida propia y retirada, escondidas por los gruesos rebordes. Esos rebordes, y la concavidad que circundaban, formaron un espacio cada vez más profundo, en el fondo del cual cada punto parecía pronto a estallar de energía vital por la fuerza que surgía de la piel herida, renovada constantemente por el bisturí. El descarne cotidiano generaba una vida diferente, ajena al cuerpo y a los cuidados, origen autónomo de la sustancia orgánica liberada de toda regularidad. La laboriosidad del caos plaga.
Este florecer estrafalario cesó por causa de las rocas. Después de las dos semanas empleadas en remover las necrosis, le aplicaron los primeros, apresurados injertos. El ritmo de las intervenciones quirúrgicas se calmó, y las idas al quirófano se espaciaron más y más en los tres meses siguientes. Eligia dejó de ser brillante y se tiñó de una costra oscura y opaca. El tiempo de los colores había pasado y llegaba el tiempo de las formas. Sobre la piel se dibujaron líneas que se extendían por caminos inesperados. Las corrientes de ácido se manifestaron con taimado retraso, moldeándose sobre la carne, erosionándola, transmutando la vida en geología, no una geología sedimentaria y horizontal, sino un trazo de la actividad volcánica, que aparecía ya enfriada y con pretensiones de eternidad, estable, fija e inexpresiva como el desierto.
El exterior había cobrado una importancia que rivalizaba con el interior. Ya no se modelaba en Eligia una forma apoyada sobre los huesos, sino que un nuevo principio estructurante competía tironeando desde la superficie. Los músculos se adaptaban a un sistema de leyes en el que las tensiones de la piel y los relajamientos de las cicatrices contaban tanto o más que las articulaciones y los apoyos firmes, como si al quedar descarnados, los huesos hubiesen perdido parte de su eficacia formal y tuviesen que competir con los injertos por el modelado del cuerpo.
En aquel día de la agresión, el ácido había llegado a la cara de Eligia de abajo a arriba: se había puesto de pie con sus consejeros jurídicos, convencida de que la entrevista con Arón había terminado, todavía temerosa, pero con la esperanza de haber resuelto el problema definitivamente —todo estaba arreglado, ahora sí el divorcio después de tantos años—. Arón permaneció sentado y sonriente, sirviéndose de una jarra un líquido que parecía agua. Las marcas del ácido quedaron, entonces, orientadas de una manera que contradecían la ley de gravedad.
La transformación de la carne en roca tapó los colores brillantes. Comprendí que, para mí, había terminado la ilusión de las metáforas. El ataque de Arón convertía todo el cuerpo de Eligia en una sola negación, sobre la que no era fácil construir sentidos figurados. La fertilidad del caos la abandonó. Solo con el transcurso de los meses pude comprender esto en su acepción completa, y más adelante supe cómo la imposibilidad de ver metáforas en su carne se convertía para mí en imposibilidad de pensar metáforas para mis sentimientos.
Los frutos de cada día dejaron de madurar. Una rigidez general invadió la cara de Eligia; las protuberancias se estabilizaron en una superficie lunar inexpresiva. Pero con la rigidez, las cavernas y los vacíos tomaron un nuevo sentido: la carne petrificada confirió a los rasgos una quietud que permitía que se dedujesen relaciones entre una forma y otra. Con las relaciones fijas, renació en mí la pedantería de las certezas y las perspectivas, que me permitían analizar la situación desde un punto de vista puramente espacial e impersonal evitando que me asaltasen meditaciones sentimentales. Realicé mis observaciones sobre una base abstracta, fijando mi atención, no en la mano que impulsó el ácido ni en el sufrimiento de la víctima, no en el odio o el amor que habían motivado la agresión, sino en las relaciones espaciales de la cara de Eligia. Si era preciso, desmenuzaba con el ojo la piel quemada hasta llegar a fragmentos tan pequeños que en ellos se perdía el sentido humano de lo que ocurría. En estos espacios minúsculos centraba mi atención y construía con ellos relaciones con las que trataba de explicarme lo que estaba ocurriendo.
Antes, los frutos efímeros que se habían insinuado en todo el cuerpo de Eligia invitaban a tocarlos para certificar su forma inesperada, con la excusa de enjugar la sangre o el plasma que supuraban de ellos. Los socavones y hendiduras que aparecieron después exigían la mirada escrutadora y cercana, porque así era reclamado por la estructura asombrosa de lo que se mostraba, pero también porque lo que se percibía en esta etapa pétrea era mucho más abstracto —por lo tanto más irrefutable e intangible— que la fascinación de los frutos del período anterior.
Su figura expulsaba colores y tomaba la conformación de aquellos huecos encontrados entre las cenizas de Pompeya, que marcan el lugar donde se ha consumido un ser humano sofocado por la erupción, vacío que sólo por un esfuerzo de la inventiva del espectador dejaba entrever la carne que lo había generado, hasta que a un arqueólogo obvio y sacrílego se le ocurrió rellenarlo con yeso. Al igual que los cirujanos, el arqueólogo obtuvo el horror que nadie puede dejar de mirar, volver a la sencilla mostración de lo cruel, a diferencia de lo que habían sido antes esos huecos en la lava: una teoría general de lo que nos destruyó y todavía nos amenaza.
La precisión de la piedra, aunque sólo conformase ruinas, se presentaba como el reverso eterno de toda figura humana, el límite —aterradoramente cognoscible y presente— de nuestras ilusiones, el no-ser que se instalaba con la exactitud de un geómetra en el interior del barro que con tanto descuido somos. Así, en ella, se operó el paso desde las alucinaciones de la apariencia a las falsas leyes del relleno.
Sin embargo, de tanto en tanto, cuando las anestesias y calmantes le concedían un segundo de conciencia plena, Eligia rearmaba su cuerpo, y arrancaba de esos fragmentos, regidos en aquella etapa por una ley hermética que la aprisionaba, vislumbres de entereza, un «no me rindo al páramo», con el que toda ella se constituía en torno de una dignidad tenaz a la que no le importaba el proceso que la erosionaba.
Me complacía creer que la flamante rigidez del espacio en la cara de Eligia frustraba los designios de Arón: al quemarla, no había eliminado la carne que amaba, sino que la había sublimado por demolición, como ocurre con las ruinas románticas. Así como cualquier ojo reconstruye por instinto la geometría incompleta de un embaldosado, también reconstruía yo con los fragmentos minúsculos que pervivieron de su cara. Mi vista rehacía de memoria las actuales elipsis de su cuerpo, y ese recuerdo intensificaba lo que ya no se veía.
A pesar de las ataduras, empezó a experimentar con el movimiento. Eran movimientos muy localizados y reducidos que Eligia practicaba, creo, para ir formándose una idea quinestésica de su nuevo cuerpo, a falta de otros sentidos. En esos días no cavilé lo suficiente para comprender qué grande debían de ser sus ansias por reconocer los cambios que estaban produciéndose en ella. Para mí no tenía sentido dejarla comprobar con exactitud cuánto había cambiado; temía que el golpe fuese excesivo, y los médicos me daban la razón. Parecía mejor mantenerla en su obstinación de cambiar a cualquier precio, de modificarse aunque no supiese qué era. Solo muchos años más tarde advertí hasta qué punto la cobardía, disfrazada de buena voluntad —de los médicos, las enfermeras y mía— montó una tortura que ni un villano de ópera hubiera imaginado.
Cuando Eligia se movía, en la mínima medida que se lo permitiesen las ataduras, sus rasgos carcomidos hasta lo inverosímil indicaban claramente que le había ocurrido algo imposible: por demasía de sufrimiento, su realidad ya no era convincente. La condición de su nuevo cuerpo le vedaba todo goce, todo orgullo, la remitía sin escapatoria a un destino, a una intención absoluta: cambiar la situación en que se hallaba. Sin poder verse, sin poder tocarse, sólo podía pensar en su cuerpo como terreno de reparaciones, es decir, como algo que no existe, sino que está preparándose para existir. Amuralló ese presente reducido a puro sufrimiento; tuvo la inteligencia de no poner ninguna connotación reflexiva o existencial al dolor. Para salir estaba obligada a apuntar en una dirección precisa y mantenerse en ella.
No preguntó sobre la tecnología que le aplicaban; le interesaba mucho más verificar que iba hacia una vida distinta. Toda señal en ese sentido era un alivio enorme para ella. Su conciencia se inundó de futuro. Ninguna acción, ningún objeto, tenía importancia por lo que era en esos duros días, sino por lo que podía tener de salvavidas o, por lo menos, de brizna de corcho, que la llevase derivando a otro modo de existir. Esa necesidad de futuro actuó positivamente, en primer lugar porque era esencial y constante, pero además porque borraba para siempre sus pruritos psicológicos —que ya habían sido carbonizados— y fundaba sobre la esperanza una racionalidad necesaria.
Así opera en nosotros la serpenteante eficacia del bien, el paso de lo efímero a Dios.
Mi hermana no vino a la capital porque era casi una niña y todos convinimos en que permaneciera en la ciudad de provincia donde había vivido con Eligia desde cuatro años atrás. Mi hermano debió atender los negocios de la familia para pagar los costosos tratamientos médicos. Sin que nadie hablase del tema, yo quedé a cargo de los cuidados de Eligia.
Siempre había odiado responsabilizarme por alguien. Ahora estaba a cargo de Eligia. En la clínica me atareaba con falsos deberes, no me duchaba nunca, ni tampoco me metía en la cama prevista para el acompañante. Apenas encontraba tiempo libre corría a ducharme y cambiarme a lo que había sido el departamento de Arón, donde me reinstalé porque no tenía lugar propio. Un mes antes de la agresión, me había escapado de ese mismo departamento, después de una discusión con él. Lo temía.
Pasé entonces veinte días vagando por la ciudad. De noche, tarde, cuando la gente desaparecía por el frío del invierno, las plazas recobraban su aire de jardín, pero quedaba flotando un regusto bárbaro, de espacio saqueado, con faroles rotos, papeles sueltos que revoloteaban con las brisas, canteros que habían sido hollados por miles de zapatos, de modo que los bajos alambrados que los protegían sólo servían para señalar «aquí hubo verde». Una fuerza iracunda asolaba las plazas durante el día y se ensañaba con cada banco, cada estatua, cada sendero. Pero después de la medianoche parecía que la catástrofe hubiera ocurrido mucho tiempo atrás. A pesar de la furia renovada durante el día, los arbustos y los árboles infundían de noche la confianza de que resistirían a todo, y en la oscuridad dialogaban silenciosos entre sí, atrapados por las arquitecturas utilitarias que, en las sombras, no eran más que un borde inflexible.
Si no soplaba el viento, yo quedaba inmóvil como ellos, bebiendo a sorbos tranquilos, fundido en una fascinación sin tiempo, hasta que los primeros autobuses de la madrugada rompían el encanto. Pero de esas noches quietas salía cargado de un humor incómodo.
En cambio, cuando el viento hacía bambolear las ramas y se desplegaba un juego de oposiciones entre la rigidez de los troncos y la flexibilidad de las copas, mi cuerpo se activaba caminando de un punto a otro para ver cómo resistían o cedían, y no perder ni un ángulo, ninguna perspectiva de la agitación.
Un familiar me encontró y habló conmigo hasta convencerme de que me alojara en su departamento. Poco después, Arón atacó a Eligia.
Cuatro años antes, a los dieciocho, cuando empecé a emborracharme con regularidad, se me habían hecho evidentes lo ridículas que son las pretensiones de maldad de los seres humanos. En los bares eran más obvias aun: los patéticos borrachines se agredían, traicionaban todo lo bueno que les ocurría, exhibían esperanzados sus perversiones. Resultaban risibles e impotentes. Pero aun entre los peces gordos, aquellas personas sobrias que llevaban lúcidamente a cabo sus planes, la voluntad de ser malos era irrisoria ante la disposición tan superior de los hechos y las cosas.
Por aquellos tiempos, la historia nos convertía sistemáticamente en payasos. Vivíamos épocas de inestabilidad política y las noticias consistían en un desfile de civiles y militares, todos recargados de símbolos de poder y prometiendo escarmientos o paraísos. Los veíamos desaparecer al cabo de pocos años o aun meses, sin cumplir nada. Algunos de estos salvadores reaparecían, después de sus períodos de poder, en nuestros boliches, en carne y hueso, con la mirada apagada, que sólo se encendía cuando fantaseaban sobre sus pasados tiempos de gloria.
Así me hice desde muy joven una idea burlable del mal.
En una oportunidad, un abogado trajo al sanatorio una carpeta de Arón en la que había papeles que servían para empezar la sucesión. Sostenía los documentos frente a los ojos de ella, explicando con voz aburrida de qué se trataba cada hoja. Entre los escritos burocráticos, que pertenecían a los muchos juicios de divorcio que habían iniciado con frecuencia en sus veintiocho años de matrimonio, encontramos una foto de Arón con Eligia, en la que ella estaba instalada muy confortable bajo su hombro. No reflexioné sobre la expresión de felicidad que mostraba Eligia en la foto ni sobre los motivos que había tenido Arón para guardarla. La manoteé con un gesto hosco y me la guardé en un bolsillo, creyendo que ella no quería verlo ni en fotos.
Después, sentado en el bar, examiné con atención la imagen. Comprendí que la relación de Eligia con Arón no se mostraba de una manera sencilla ni se prestaba con facilidad a las palabras. El episodio me sirvió para desechar toda certeza respecto de mis suposiciones. No estaba para sutilezas. El andamio de necesidades construido por el sufrimiento de Eligia y las exigencias del tratamiento me sirvieron para no ahondar en el tema. Pero la idea de que lo caótico es más tolerable que lo desértico, que yo había referido tanto al Arón espiritual como a la Eligia física, quedó sembrada en mi conciencia de aquellos años: la idea de que el mal no era un tema al alcance de la voluntad, que si alguna vez afectaba al hombre (con menos frecuencia de lo que su orgullo lo suponía) era bajo la misma condición que tiene en la naturaleza: involuntario, total y ausente, como en los desiertos de rocas.
Para distraer a Eligia durante sus horas de lucidez, tomé la costumbre de leerle los artículos más entretenidos de una revista de historia. Hojeando unos ejemplares viejos con la intención de seleccionar algo apropiado, encontré un artículo sobre la resistencia contra los gobiernos fascistoides de la década del treinta. Vi la foto de Arón. En el texto se transcribía una proclama política que había redactado en 1934:
¡LA HORA DE LA LUCHA HA LLEGADO!
Desde los campos de nuestra patria, desde los ateneos y las universidades y las fábricas, ha partido el clamor de la nueva generación que se resiste a continuar impasible frente a la prepotencia de las minorías oligárquicas, que amenazan con hundir definitivamente la estructura democrática y republicana de la Nación.
Intensa crisis sacude la comunidad desde hace tres años. Hemos visto romperse la regularidad constitucional, pervertirse las normas jurídicas, disminuirse la dignidad de la magistratura, humillarse nuestro orgullo internacional, mutilarse el derecho proletario, perderse nuestro crédito extranjero, menoscabarse el honor del ejército. Y hoy vemos en la desorbitación y la impunidad, a grupos armados, imbuidos de una plagiada ideología extranjerizante que ya no ocultan su rencor antidemocrático y anuncian la imposición por la fuerza de una dictadura de clase: la derecha conservadora lucha por el advenimiento de esa dictadura, pues advierte que es el único medio de seguir manteniendo sus monstruosos privilegios políticos y económicos que avergüenzan y empobrecen al país.
La ola de violencia que estremece la vieja civilización con sus odios de raza y de fronteras, no puede tener eco entre nosotros.
Las derechas preparan la substitución definitiva de la voluntad de las mayorías populares que consagra la Constitución, la brutal esclavitud de las clases trabajadoras, y la entrega de las fuentes nacionales de nuestra riqueza, a los imperialismos capitalistas extranjeros.
Frente a este humillante espectáculo, constituimos la Asociación Democrática, organización civil de lucha que se inspira en los principios básicos de la constitución…
Por este manifiesto exhortamos y llamamos a la acción a todos los argentinos valientes. Repudiando la debilidad y la claudicación, llamamos a los hombres jóvenes de mentalidad, cuerpo y espíritu, sin distinguir clases ni corporaciones.
Medimos y comprendemos el significado de nuestra palabra, y asumimos la responsabilidad de la actitud que adoptamos. Quedan empeñados en la lucha nuestro honor y nuestra vida. Arón Gageac.
El artículo también reseñaba los encarcelamientos que sufrió, fugas, conspiraciones contra gobiernos militares, exilios, huelgas de hambre, trenes que pagaba para movilizar a sus partidarios, diarios clandestinos… Volvió a mí un sentimiento de contradicción: el viejo había sido violento, cruel, furioso, pero hizo las cosas con pasión, se había jugado por ideas, había gastado fortunas en combatir a los dictadores, después de malgastar otras mayores en putas europeas. No comenté la nota con Eligia.
Una mañana sorprendí a un curioso espiando desde el pasillo en un momento en que la puerta del cuarto de Eligia se abría. Miraba desde otro mundo, desde una realidad en la que la salud y la enfermedad se solidarizaban en una palabra, lo normal, aquello que tiene derecho y miedo de atisbar lo que no es de su naturaleza. Un señor normal que venía a visitar o atender a un enfermo normal, es decir, alguien que sufría un dolor que no había sido deseado por nadie. Más tarde me volví a encontrar con el mismo curioso mientras comentaba a sus familiares: «¡Pobrecita! ¡La tienen así…!», y levantaba los brazos rígidos tratando de dar la sensación de inmovilidad crucificada. Todo el grupo se había olvidado de su propio enfermo, que silbaba con dificultad a través de su traqueotomía.
Los momentos libres los empleaba en ir al bar; a eso se limitaban mis contactos con el exterior. Asistirla a Eligia era una tarea tolerable, porque a los dos nos gustaba el silencio. Ella nunca hacía dramas ni caprichos; pasaba horas y horas callada, sin que nadie supiese en dónde tenía sus pensamientos. Solo me perturbaban los momentos en que no podía evitar la cercanía más inmediata: ayudarla a incorporarse, cuando se entreveían las heridas ocultas del cuerpo; darle de beber y comer, lavarle las heridas.
Así, con esa constancia, la verdad desmenuza los andamios protectores de nuestro ingenio.
Después de tres meses, el único indicio todavía identificable era la nariz corta e insolente, que se había petrificado junto con las mejillas cóncavas. Una furia inmóvil de hielo herrumbrado se apeñuscaba en torno de ese antiguo rasgo, arqueología de una coquetería del pasado. Era la letra final de una identidad que se iba, azotada por olas de un nuevo perfil, inhumano. Las aletas habían desaparecido rápidamente, pero el dorso de la nariz, sostenido por el cartílago, resistió bastante. Al quitarle, en la última sesión quirúrgica, la punta de la nariz y la parte más blanda del cartílago, cayó el último baluarte que la hacía reconocible.
En el cuarto mes de tratamiento, observar la cara de Eligia me producía una sensación de libertad. Fin del funcionalismo: si somos lo que somos porque tenemos la forma que tenemos, Eligia nos había superado. Es cierto que una cara, un cuerpo, significan tanto para nosotros, que su presencia resulta siempre vaga, borrosa por la turbación que nos produce todo aquello que se manifiesta completo y desnudo. Las caras —por lo menos para mí, que soy tímido— sólo son precisas después de la reconstrucción de la memoria.
Un día llegó el nuevo jefe del equipo médico. Nadie nos explicó la desaparición del anterior. El reemplazante anunció con júbilo forzado que había terminado la primera etapa. Alabó a Eligia por su coraje, por ser una excelente paciente, casi una estoica, mujer tan fuerte como había visto pocas veces en su vida. Llegaba el tiempo de un merecido descanso y recuperación, antes de empezar con la cirugía reconstructiva, «que hace maravillas». También alabó el trabajo del jefe anterior, «un sabio a pesar de sus ideas poco ortodoxas sobre la eficacia simbólica, pero que nunca interfieren con su labor científica, créanme».
—Para casos como el suyo —prosiguió— hay aquí poca experiencia. Le recomiendo que se haga operar con el doctor Calcaterra, en Milán. Es el mejor del mundo. Ya era jefe de cirugía reconstructiva del rostro cuando empezó la guerra. Puede deducir la experiencia que tiene. Es cierto que nuestro jefe anterior defiende opiniones distintas de las de Calcaterra, casi diría que parten de concepciones opuestas de la cirugía. Uno se especializa en reconstructiva, y el nuestro en quemaduras.
—¿No me va a operar un cirujano plástico?
—Los reconstructores del rostro son la crema y nata de la cirugía plástica. Nosotros actuamos como los bomberos de la curación, pero los de la restaurativa son espeleólogos, van en profundidad.
Antes de viajar a Italia, un amigo médico me comentó que ningún cirujano plástico del país quería operarla a Eligia porque era una personalidad conocida y no iba a quedar bien, hicieran lo que hicieren. «Aquí cumplieron con lo único que podía cumplir cualquier equipo de curación en un caso así: sacar la necrosis y tapar».
—Entonces los lavajes cuatro veces por día y los baños de luna, ¿todo fábulas?
—No. Sirvió para que vos te sintieras útil.
* * *
Montevideo, 2 de octubre de 1955
COMPOSICIÓN: «YO ESTOY ORGULLOSO DE ESTA COLEGIO», por Mario Gageac
En mi tercer Año en la Alemán Colegio Hender de Montevideo, al que todos tanto amamos, quiero a través de esta Composición mi Agradecimiento expresar.
Yo me recuerdo de aquel primer día lectivo de 1953, cuando solitario adentrollegué, con mi afrancesado Apellido a cuestas, y la poca Alemán Lengua que yo recordaba, aprendida cuando todo un pequeño seisañero Niño era, en Suiza, más otro poco que después con la Institutriz, practiqué, que hablaba Alemán aunque polaca era. Pero antes de que yo en esta Colegio adentroarriesgara, yo mi Alemán lastimosamente olvidando estaba y muchas Dificultades tengo para aprenderlo porque esta Colegio es para chicos que nacieron hablándolo, no para Extraños como yo. Pido Perdón por mis Errores.
En aquel momento del Ingreso, la Miedo todavía sentía, porque ocho Meses antes había en el Cárcel de las Malasmujeres una semana, con Eligia y mi Hermanita, allá en mi País, encerrado permanecido, porque la Policía quería no decir que Eligia empuertada quedaba. Yo creo que la que debió en ese Cárcel empuertada quedar debió ser la gran Politicamujer de mi País, la esposa del General, en Lugar de nosotros. Entre las Putas y Ladronas debió dormir, como nosotros, porque en aquel Lugar tienen ni siquiera un Pabellón especial para las Politicasmujeres, porque el mío es no un país que la Era de la Razón vivido haya: sólo Medioevo y Romanticismo. No como esta Libertatierra uruguaya donde nos refugiamos. Yo sé yo debo de estas Cosas ni hablar: de mi País, ninguna Palabra.
Pero una de esas sucias Putas que ni para Seguidoras del General servían (y por eso en el Cárcel quedaban, en esos Tiempos —hace tan poco superados para siempre— en que las Putas por ahí andaban, y querían Vicepresidentas ser) con mucho Cariño tratóme, y sosteníame abrazado cuando Eligia a Interrogatorio llamada era, y también de la Ladrona defendióme, que siempre «Oligarca» a mí gritaba, y que prometía que ella a toda mi Familia mataríamos, incluido mi opositor Abuelo.
Cuando volvía del Interrogatorio, Eligia muy enérgicamente recomendábame no de la Política del País y menos del General y su Esposa hablar. Que eso muy peligroso era. Que si yo decía algo equivocado o un Nombre propio, siempre en el Cárcel quedaríamos. De mi País, en suma, absolutamente nada decir; eso era lo Mejor. Yo debía no hablar.
Tampoco debería Palabras como «Puta» aquí escribir, pero confío en que el Señor Profesor comprenda que sé muy bien que muy Malasmujeres son, y la que era buena no le creo porque algo en su Mente llevaría escondido.
Cuando de la Dictadura de mi País escapamos, cursé en este pequeño País y este gran Colegio, el final de la Primaria. Ese Año de 1953, en la Herder, teníamos todavía no el Colegio secundario. Solo en 1954 nuestra querida Colegio Herder a la Enseñanza media se abría, después de la injusta Clausura durante el Mundialguerra. Cada Año un nuevo Grado de Enseñanza inaugurábamos, de Modo que yo siempre entre los Mayores quedaba. Me gusta en el Curso de los Mayores siempre quedar, porque así entendí —como el Señor Rector Von Zharschewsky nos dijo y también el querido Señor Profesor Bormann— que una Responsabilidad era, y no como ocurre en los ingleses Colegios. Que no tomásemos un derecho a los indefensos Menores a azotar. Aquí, por Suerte, los únicos que Derecho de aplicar Correcciones físicas tienen son los Profesores y Celadores, no los Alumnos mayores, y siempre con toda Justicia lo hacen; no hay ninguna Duda.
Con los primeros Varillazos (que yo, después, explicado fui por mis compañeros que no duelen tanto, aunque yo, en la primera Vez, como una Mariquita lloré) comprendí que había entrado en una Realidad completamente distinta de las muchas Colegios anteriores en los que estudiado había. Por las otras Colegios había pasado sin desde adentro mi Carácter formar, salvo en aquella primera Colegio en Freiburg en Suiza, donde las Hermanas, Habas o Guisantes o Porotos o algo así, en sus Hábitos guardaban y en el Piso esparcían las secas Bolitas y arrodillábannos sobre ellas cuando nos portábamos mal. Si nos portábamos muy mal, debíamos, además, al Sol mirar.
Gracias a los Consejos del Detlef y el Bernhardt, mis mejores amigos aquí en Montevideo (ahora ambos de Regreso feliz a el Padrenación después de que gloriosamente el Campeonato Mundial de Fútbol de Suiza fuera obtenido, en el que mi País ni participar quiso, y Uruguay fue eliminado porque el Hochberg muy pateado fue, y los Húngaros en el Alargue, aprovechando la Oscuridad, dos Jugadores cambiaron; yo pido excusas por tratar Temas banales), comprendí yo que adaptarme a una nueva Lucidez espiritual debía, que adoptar debía un Cursovida voluntariosa en el que todas mis Acciones bajoentresí confluyesen para que yo un Destino superior lograse.
Ahora que estoy por ser treceañero, convencido estoy de que mi Colegio la mejor Enseñanza me ofrece, sin descontroladas Emociones privadas ni femeninas Sentimentalidades. Aquí, en la Sección Masculina, los Deberes mal hechos, desgarrados resultan, rotos por los mismos que los hicieron tan mal. Los rompen en Clase y delante de sus Compañeros, después que el señor Profesor les explica por qué tan mal resultaron. La primera vez, parecióme a mí que como un Daño o un Vacío sentía, pero con el correr del Tiempo (y gracias a los Señores Profesores que con Dedicación a su Trabajo han retornado después de la Clausura del Colegio durante la Mundialguerra, y retoman su Tarea en esta triste Posguerra que es Preguerra contra los Rusos, y entonces van a necesitarnos), cada vez con más Frecuencia escucho: «Señor Gageac, tiene un Bueno», o un Distinguido, o un ¡Sobresaliente!, y mi Pecho de Ideales se expande. Solo el Latín aquí es descuidado, como señala Eligia. Pero nuestro Rector dice que ya práctico no es.
Quien más me elogia es el anciano Profesor de Dibujo, Bormann, aunque yo dibujo mal, pero yo sus Explicaciones sobre el gran Arte y los Ideales con Aplicación escucho. Se dice que un gran Mejorsabio ha sido en el Hogartierra, y él dice que los Ideales le importan más que los Dibujos. A los Ideales, nos dice el Profesor Bormann, debemos a través de la Observación llegar: las Leyes de la Visión fisiológica domadas en el Marco de los Cánones y las Medidas áureas. Y nos explica en Láminas la Armonía de las Estatuas clásicas, que están desnudas. Así mi preferido Señor Profesor Bormann piensa. Además, es quien mejor por mí se preocupa en este Internado, me trata como si siempre algo a mi me faltara.
Gracias a estos Amigos, Profesores e Ideales, siento una Seguridad de mí mismo como nunca había sentido en mi País y en los otros Países donde Arón se mudaba con nosotros, Seguridad que más allá de todos los Riesgos del Mundo exterior me coloca, y de todas las Vacilaciones que cuando era Niño tanto me desesperaban.
Tengo ahora de regreso viajar, con mis señores Padres, a mi País, porque el tirano General ha sido depuesto (¡y voy a volver en un Crucero!); estoy seguro de que ya no voy a expresar más Emociones ante cada una de las Mudanzas de Calle, Ciudad, País y Clase social de mi Señor Padre Arón. No estoy seguro de que yo tan sentirme seguro quede como aquí. Pero cuando uno un Sobresaliente en recitado de Goethe obtiene, no puede asustarse por lo que en América del Sur ocurre.
Pero antes de Yo partir, nuestro amado Rector Von Zharschewsky murió. Su necrológica a mí me fue encargado escribir para el Boletín del Colegio. Yo fui solo en el Privado del Profesor dejado, frente a sus Fotos de la Guerra, con Uniforme. Me senté a la Máquina: «Perdimos a un Ser muy especial, que daba todo sin exigir nada. Uno de esos excepcionales Seres que, en lugar de Sonrisas malgastar, Conocimientos y Ejemplos espartanos brindaba. Yo me recuerdo que muchas Veces de mantenerme erguido como él procuré, pero siempre terminaba cansándome y en un Descuido encorvábame. Mas él, ochentañero, no, no encorvábase. Cuando cerca de su Persona rondábamos, yo sentíame intimidado por su Espiritual fortaleza y quería parecerme a él. Ahora, cuando elevo mis Ojos para encontrarlo en el Cielo, sólo los Versos de Goethe que leíamos en Clase con él recordar puedo: “… die Beschwörung war vollbracht, / und auf die gelernete Weise / Grub ich nach dem alten Schatze / Auf dem angezeigten Platze / Schwartz un stürmisch war die Nacht”. Que en Español significaría (¿osaré traducir?)…».