Retumbó un sonido como el que produciría el estampido de un trueno, o el rodar de los camiones por una autopista. Crespo levantó la cabeza, y los demás lo imitaron. La bombilla que colgaba de un cable en el techo se mecía de un lado al otro. Ante sus atónitas miradas, una larga grieta se extendió por la escayola.
—¡Debajo de la cama! —exclamó Crespo.
Los tres se zambulleron bajo la cama individual con armazón de hierro que había contra una pared. El estruendo sonaba cada vez más cerca.
—¡Un terremoto! —jadeó Panza, acariciando a Pegote.
El suelo corcoveaba y se encabritaba. Una lluvia de fragmentos de escayola y piedra cayó sobre la cama y el suelo a su alrededor. El ruido se volvió ensordecedor. Se oyeron gritos procedentes de otra parte del edificio, y las voces de un hombre que se desgañitaba. Helen se tapó las orejas con las manos y apretó con fuerza los párpados, aterrada.
Parecía que no fuera a terminar nunca. De improviso, se hizo el silencio. Helen abrió los ojos.
—¿Estáis bien? —susurró.
—Más o menos —respondió Panza.
—Sí —dijo Crespo—. ¡Mirad!
Helen siguió la dirección en la que apuntaba su dedo y vio la calle. La pared de la celda presentaba un enorme boquete.
Salieron atropelladamente de debajo de la cama, se abrieron paso entre los cascotes que sembraban el suelo de la celda y cruzaron el agujero a rastras. Dedicaron un momento a mirar a su alrededor para orientarse y, sin pronunciar palabra, empezaron a correr por la carretera que conducía fuera de la ciudad.
El terremoto no debía de haber sido demasiado intenso, eso saltaba a la vista. Algunos de los edificios de madera se habían derrumbado, pero las estructuras de piedra y ladrillo permanecían en pie a pesar de los desperfectos sufridos. Se habían roto todas las ventanas, incluido el gran escaparate de la cafetería en la que habían probado el caldo de gusano.
La confusión impidió que alguien los molestara. La gente estaba ayudando a los heridos, inspeccionando los daños y buscando cadáveres entre los escombros. No obstante, el primer pensamiento de Arman probablemente sería echar un vistazo a los prisioneros, de modo que no tenían tiempo que perder.
Llegaron al hipertransporte, ubicado en un páramo detrás del último edificio de la ciudad, y se apresuraron a montar en él. Crespo se puso directamente a los mandos. El paisaje se desdibujó en el exterior, y emprendieron la marcha.
Crespo volvió a decantarse por avanzar a pequeños saltitos.
—Busco un macizo de vegetación sensible a la luz —musitó.
—¿Hablabas en serio —preguntó Helen— cuando dijiste que querías hablar con el planeta?
—Sí —fue la sucinta respuesta de su hermano, concentrado en los controles.
—Pero ¿qué idioma piensas usar?
—El código morse. Sí. Ese mismo.
Detuvo el hipertransporte y miró a su alrededor. Se encontraban en un campo cubierto de vegetación. Un rebaño de gusanos pastaba plácidamente a un par de kilómetros de distancia. En lo alto, las nubes emitían un resplandor tenue pero constante.
—Ayudadme a enrollar la alfombra —dijo Crespo.
Estupefactos, Helen y Panza se arrodillaron en el suelo y alzaron los bordes de la moqueta gris. Conforme la enrollaban, levantaban los muebles y volvían a depositarlos en el suelo transparente.
Crespo se dirigió al interruptor de la luz.
—Vamos allá —dijo. Apagó la luz un momento; volvió a encenderla tres veces en rápida sucesión.
No sucedió nada.
Volvió a probar.
Nada.
—Si el planeta poseyera realmente un cerebro, lo lógico sería que reconociera una pauta regular como ésta. Las luces del vehículo son bastante potentes, pero quizá no lo suficiente para que una mente tan vasta repare en ellas —dijo Crespo, decepcionado.
—¿Cómo sabremos que reconoce la señal? —preguntó Helen.
—¡Fijaos! —exclamó Crespo por toda respuesta. Los tres muchachos miraron al cielo.
Sobre sus cabezas, la luminosidad de las nubes se intensificó y atenuó tres veces seguidas.
—¿Lo veis? Podemos hablar con él. —Crespo encendió cuatro veces las luces del hipertransporte, y las nubes parpadearon cuatro veces a modo de respuesta—. Ahora debemos encontrar una lengua común.
—Encargaos vosotros —dijo Helen—. Yo estoy molida. —Se sentó en una silla, cerró los ojos y se quedó dormida.
La despertó el repiqueteo de la máquina de escribir del tío Grigorian. Helen miró el reloj y vio que se había pasado cinco horas durmiendo. Panza roncaba suavemente en otra silla a su lado.
Crespo estaba sentado en el escritorio, aporreando la máquina de escribir con dos dedos. Las luces del hipertransporte parpadeaban sin cesar. Una maraña de cables conectaba la máquina de escribir al archivador, al interruptor de la luz y a una de las hojas con forma de plato del exterior.
—¿Qué narices estás haciendo? —refunfuñó Helen, adormilada.
Crespo parecía cansado pero exultante. Aunque se veía pálido y demacrado, sus ojos centellaban de entusiasmo.
—He programado el ordenador de ahí —dijo, señalando el archivador— para que traduzca en destellos lo que teclee.
»Cuando el planeta quiere responderme, hace que las nubes parpadeen. La hoja de ahí fuera captura los destellos que emiten las nubes y los redirige al ordenador, y este teclea las palabras en la máquina.
—¿Qué has averiguado?
—El planeta agoniza. Debemos salvarlo.
Panza se despertó en ese momento.
—Escuchadme bien los dos —dijo Crespo—. Acerté al suponer que el planeta busca un sol. Se muere de hambre. Sus reservas de energía se agotan. Pero cuando llegaron los granjeros y obligaron a los gusanos a tejer en hileras ordenadas, para el planeta fue como una droga. Su cerebro se aletargó. El parpadeo de las luces que produje surtió el mismo efecto que un despertador. El planeta volvió en sí. Tenemos que informar al gobierno.
—Pero ¿no habías dicho que el Gobierno iba a volar el planeta? —preguntó Panza.
—He hecho un trato con el planeta —dijo Crespo—. Permitirá que los granjeros exploten ciertas partes de su superficie y produzcan una cantidad limitada de unylon. A cambio, le he prometido que el gobierno galáctico buscará un sol sin planetas habitados en su sistema.
»De ese modo los granjeros estarán contentos y el planeta también. Incluso los fabricantes de unylon de los otros mundos se darán por satisfechos, porque la producción extraída del Planeta de los Gusanos no será exagerada. El unylon se emplea para elaborar montones de cosas: ropa, máquinas, etcétera. Seguirán obteniendo beneficios.
—Eso es estupendo —dijo Helen.
—Pero me parece que ya es demasiado tarde —observó Panza—. Fijaos en eso.
Al otro lado del campo, a unos cinco kilómetros de distancia, se divisaba una columna de coches eléctricos que avanzaban hacia ellos. Ante sus ojos, uno de los vehículos emitió de pronto un destello cegador, y la vegetación que mediaba entre los coches y el hipertransporte quedó arrasada.
—¡Los granjeros nos están atacando! —exclamó Crespo.
—¡Activa el hipersalto, deprisa! —imploró Panza.
—No puedo hacerlo. He reprogramado el ordenador. Tardaría una eternidad en volver a configurarlo.
La máquina de escribir empezó a repiquetear. Los niños corrieron a ver qué decía. Leyeron:
QUÉ HA SIDO ESO
Tras pensárselo un momento, Crespo escribió:
estoy siendo atacado
—Todavía no hemos llegado a los acentos y a los signos de puntuación —explicó. La máquina de escribir volvió a tabalear.
QUIÉN ATACA
granjeros de unylon
PUEDES LUCHAR CONTRA
LOS GRANJEROS DE UNYLON
no
La máquina de escribir enmudeció. Los coches eléctricos dispararon de nuevo; esa vez la vegetación arrasada estaba más cerca.
—¿Qué están haciendo los gusanos? —preguntó Panza.
Todos miraron. El rebaño de gusanos, que con tanta placidez se dedicaba a pastar hacía unos instantes, había empezado a moverse. Las grandes bestias deambularon pesadamente de aquí para allá, en apariencia desconcertadas, durante unos minutos. Al cabo, los niños se dieron cuenta de que estaban formando una línea.
Los monstruos avanzaban bamboleándose hacia los granjeros.
Entonces los disparos se dirigieron contra los gusanos, pero aunque varios de ellos dieron en el blanco, las bestias ni se inmutaron.
Algunos de los coches eléctricos se detuvieron; después, uno por uno, todos lo hicieron.
El gusano que encabezaba el asalto llegó a uno de los vehículos. A lo lejos, los niños vieron como sus inmensas fauces se abrían de par en par. La criatura se tragó el coche entero y reanudó su avance.
Los demás vehículos dieron media vuelta y huyeron.
—¡Caracoles! —exclamó Crespo.
Otro hipertransporte apareció de repente junto al suyo. De él bajó el tío Grigorian. Helen corrió hasta él y se abrazó a su cuello.
—Gracias a Dios que has venido. —La muchacha empezó a llorar.
—Ea, ea —dijo el tío Grigorian—. No ha sido fácil dar con vosotros, os lo aseguro. ¡Por la galaxia, ¿qué os traíais entre manos?!
Regresaron a la habitación enmoquetada de rojo con cuadros en las paredes. Tras comer algo, bañarse, dormir toda la noche y volver a comer, todos se sentían como nuevos. Helen ya ni se acordaba del caldo de gusano.
—Me alegra decir —les estaba contando Swen Harliss— que los granjeros y Productores de Unylon han aceptado el acuerdo negociado por Crespo. Un equipo de científicos se ha hecho cargo del ingenioso sistema de comunicación improvisado en el hipertransporte, y en estos momentos están hablando con el planeta. Esperan aprender muchas cosas de él.
»Mientras tanto, nuestros astrónomos han descubierto el sol adecuado para que el Planeta de los Gusanos orbite a su alrededor. —Indicó la carta estelar que había encima de la mesa—. Se encuentra aquí, en el Sector Pármico. Se puede llegar a él sin que el Planeta de los Gusanos se acerque peligrosamente a ningún otro sistema solar. Tiene ya dos planetas, pero ninguno de ellos posee atmósfera, y menos aún rastro de vida. Habéis cumplido con vuestro cometido, y a las mil maravillas, además. Y ahora, ¿qué os gustaría hacer?
Los muchachos se miraron entre sí, primero, y después al tío Grigorian. Panza habló en nombre de todos:
—¿Podemos volver a casa?
Amanecía cuando regresaron a la granja, y la señora Rhys les preparó un desayuno pantagruélico, como de costumbre.