Se detuvieron a las puertas de una pequeña ciudad. Sobre sus cabezas, las escasas nubes proporcionaban muy poca luz. Hacía frío.

El lugar hizo que Panza se acordara de una película que había visto sobre las ciudades mineras de Alaska durante la fiebre del oro, con endebles casas prefabricadas, carreteras sin pavimentar y tiendas destartaladas.

Apretaron el paso para entrar en calor, se dirigieron al centro de la ciudad y buscaron una cafetería.

Allí no parecía haber ningún hipertransporte ni tren subterráneo. Unos coches eléctricos, como carritos de golf de alta velocidad, surcaban las calles como exhalaciones. Muchas personas se cubrían la cabeza con gorros de piel.

A Crespo se le ocurrió una idea.

—¿Llevas encima algo de dinero? —le preguntó a Arman.

—Sí. No mucho, pero suficiente para una comida.

—¿Qué hay de la moneda, será distinta?

—No. Este mundo es demasiado reciente, aún no les ha dado tiempo a acuñar sus propias divisas. Hablarán galingua, como nosotros.

Varias personas observaban con hostilidad a Arman, que al final dijo:

—Me parece que los Gorras Rojas no gozan de mucha simpatía aquí.

—Será mejor que te disfraces —sugirió Helen—. Crespo, préstale la chaqueta.

—¡Me congelaré!

—Será solo un momento. Eso es. Y ahora, Arman, quítate la gorra. —La muchacha contempló el resultado—. Ya solo eres un hombre con pantalones rojos.

No tardaron en encontrar una ventana brillantemente iluminada. Al otro lado vieron mesas y sillas, y a unas cuantas personas comiendo. Entraron y se sentaron.

El hombre que atendía el mostrador les preguntó:

—¿Vais a comer o tomaréis solo café?

—Comeremos algo —respondió Arman, erigiéndose en portavoz del grupo—. ¿Qué tiene?

—Caldo, o caldo, o caldo —dijo el hombre.

—Que sea caldo, en tal caso. Cuatro.

El hombre les llevó cuatro grandes tazones y otras tantas cucharas.

—Diez créditos —dijo mientras dejaba la comida encima de la mesa.

—¡¿Qué?! —se escandalizó Arman—. Con eso se podrían pagar cuatro filetes de los gordos.

—Estamos en el Planeta de los Gusanos, hermano. Diez créditos.

Cuando Arman hubo pagado, a regañadientes, se pusieron a comer.

—Me pregunto qué llevará este mejunje —dijo Panza.

—Bueno, los trocitos verdes deberían ser verduras —aventuró Crespo.

—¿Y la carne? Está rica.

—Te doy tres oportunidades —dijo Crespo—. A ver, ¿qué más hay en este planeta, aparte de vegetación?

—Gusanos —contestó Panza.

—Pues ahí tienes la respuesta.

—Puaj. —Helen apartó el plato.

El ocupante de la mesa de al lado se inclinó hacia ellos.

—Sois nuevos —observó.

Helen lo miró. Costaba decidir si estaba dejándose crecer la barba o si sencillamente había dejado de afeitarse hacía unos días. Se cubría con un sombrero andrajoso y le faltaba uno de los dientes de delante.

—Sí, así es —dijo la muchacha.

—No os hablaron de la comida, ¿eh? —El hombre soltó una risotada burlona—. Como de costumbre.

—Usted ya es veterano, supongo.

—Pues sí. Tres años llevo aquí. Llegué con la primera remesa de pringados.

—¿Alguna cosa más que se les olvidara mencionar, veterano? —acotó Crespo.

El desconocido se volvió a reír.

—Casi todo. Los terremotos, para empezar. Y lo caro que es todo, sobre todo el billete de regreso. De los sueldos sí que hablan siempre, ya lo creo. ¡Cien créditos a la semana, más bonificaciones! Pero luego descubres que un tazón de sopa de gusano cuesta dos cincuenta y…

—¿Qué es eso de los terremotos? —lo interrumpió Crespo, que había dejado de comer y observaba con atención al hombre.

—Bueno, se producen cada pocos meses, derriban todas las casas e incluso, a veces, matan a unas cuantas personas. En ocasiones son de los grandes, aunque no siempre. La única forma de ponerse a salvo es refugiarse en un hipertransporte: no hay nada que los mueva. Seguro que ése es el motivo por el que todos los capataces viven en uno. Sí, ya lo creo.

—¿Se sabe qué causa los terremotos?

—Se rumorea que tiene algo que ver con la electricidad, pero en realidad nadie lo sabe con certeza. Todo se viene abajo, así que volvemos a reconstruirlo…

Crespo, que ya había dejado de escucharlo, se dio una palmada en la rodilla y esbozó una amplia sonrisa.

—¡Eso es! —susurró—. ¡Eso es! —Arman lo observaba con suma atención.

—Suéltalo ya —lo azuzó Helen.

—Para eso sirve la electricidad. ¿No es evidente? La electricidad de las plantas recorre el unylon y desciende hasta el núcleo del planeta. Las corrientes sacuden la roca y provocan los terremotos. Así es como se mueve el planeta.

—No lo entiendo —dijo Helen.

—Ni yo —reconoció Panza.

Crespo se quedó pensativo unos instantes.

—¿No os habéis fijado nunca en los ancianos que juegan a la petanca en el parque? Pues bien, las bolas que lanzan están descompensadas, pesan más por un lado que por el otro. Eso hace que rueden trazando una curva en vez de en línea recta.

»Entonces, si la materia pesada del centro de un planeta se desplazara, provocaría que su trayectoria describiera una curva, ¿verdad? De ese modo los terremotos dirigirían el movimiento del Planeta de los Gusanos.

—Hasta ahí te sigo —dijo Helen—, pero continuó sin percibir dónde está el gran descubrimiento.

—Me temo que yo sí —intervino Arman. Su voz había cambiado, y Helen lo miró, sorprendida. Entonces vio la pequeña pistola que había aparecido en su mano—. Levantaos y salid de aquí en silencio. Esta vez va en serio.

Crespo consultó con la mirada a Helen, que dijo:

—Ya no va de farol.

Desconcertados, los tres niños se pusieron de pie y salieron del establecimiento, con Arman caminando tras ellos. El veterano adoptó una expresión de perplejidad antes de volver a concentrarse en su plato.

Arman los condujo carretera abajo hasta un gran edificio de piedra. Una vez dentro enseñó un cuadrado resplandeciente, como una placa o un documento de identidad, al oficial que había detrás del mostrador.

—Quiero meter a estos tres en una celda ya —anunció.

El oficial, intimidado por la aparición de la tarjeta, dijo:

—¡Sí, señor! Por aquí, señor.

Los introdujeron en un cuarto diminuto con barrotes en la ventana y una mirilla en la puerta. Arman se quedó en el umbral, sin dejar de apuntarlos con la pistola.

—Debo reconocer que sois admirables —dijo con su nuevo tono de voz, rebosante de confianza—. Habéis atado todos los cabos en un tiempo récord. Pero no estaría bien que el resto de la galaxia se enterara de esto, ¿verdad?

—Para vosotros no, desde luego —replicó Crespo.

—Por lo que veo, ya has descubierto incluso que soy un agente secreto al servicio de los granjeros, ¿a que sí?

Crespo asintió con la cabeza.

Helen contuvo el aliento.

—¿Por qué no sospeché de ti? Mi poder debería haberme…

Arman sonrió.

—Sabías que estaba nervioso, ¿verdad?

—Sí, pero pensé que te atemorizaba el Planeta de los Gusanos… ¡Ay, qué tonta he sido! —La muchacha se golpeó la frente con el puño, exasperada.

—Poneos cómodos y procurad tener buen perder —dijo Arman antes de cerrar la puerta de la celda.

Helen miró a Crespo.

—¿Qué es lo que sabéis Arman y tú que Panza y yo ignoramos?

—Repasemos la información —repuso Crespo—. El planeta extrae energía de las estrellas…, o del sol cuando hay uno cerca, a través de las plantas. Estas convierten la luz solar en electricidad. La electricidad recorre el unylon hasta el centro del planeta, donde los tremendos cambios de peso que provoca desplazan el planeta. Sabía que la red de unylon debía servir para algo, pero ahora está claro: el unylon es un cerebro. El Planeta de los Gusanos está vivo. ¡El mundo entero es un gigantesco animal!

La comprensión iluminó las facciones de Helen.

—¿Por qué no? Puede pensar, puede moverse, se nutre de luz solar, se repara si sufre algún daño… Deduzco que ésa es la función de los gusanos, reparar cualquier desperfecto que se produzca en las secciones cerebrales.

—Sí, también eso encaja. Las orugas se controlan mediante pequeños movimientos de tierra justo bajo la superficie. Sí.

—A ver —terció Panza—, todo eso está muy bien, pero… —Acarició a Pegote, como si la criatura lo reconfortara—. ¿Qué pinta Arman en esta historia?

—Estoy seguro de que los granjeros ya han averiguado la verdad acerca del Planeta de los Gusanos. Ahora piensa un poquito. El planeta jamás podría obtener energía suficiente de las estrellas para mover estas inmensas masas de roca. Necesita la proximidad de algún sol. Cabe suponer que esté buscando uno en estos momentos. Me imagino que se dirigirá al más cercano. Eso sacará de su órbita a los demás planetas del sistema… y si un planeta se sale de su órbita, la destrucción de todos sus habitantes está prácticamente garantizada. Ya sabéis, los casquetes polares se derriten inundándolo todo, los incendios arrasan los cultivos, etcétera.

»En cuando el Gobierno descubra la verdad acerca del Planeta de los Gusanos, querrá hacerlo saltar por los aires. Al fin y al cabo deben anteponer las vidas humanas a todo lo demás. De modo que los granjeros intentan mantenerlo en secreto para obtener tanto unylon como les sea posible antes de que la verdad salga a la luz. Arman nos espiaba por orden de los granjeros para quitarnos de en medio en cuanto averiguáramos algo. Y nosotros nos pusimos directamente en sus manos —añadió Crespo con amargura.

En voz baja, Panza preguntó:

—¿Hay algo que podamos hacer ahora?

—Lo primero es salir de aquí.

—¿Y después?

—Después tenemos que hablar con el planeta.