Helen se despertó con alguien sacudiéndole el hombro. Abrió los ojos y vio a Crespo.

—Arriba.

Helen consultó su reloj de pulsera.

—¡Pero si es noche cerrada! —protestó.

—Da igual. Vístete. Despertaré a Panza.

Helen se puso la ropa en un santiamén. Saltaba a la vista que Crespo no estaba tomándole el pelo. Cuando entró en la salita de su pequeño bungaló, su hermano estaba hablando por el intercomunicador.

—¿Qué hora es ahora en Inglaterra? —preguntó Crespo.

—Casi mediodía —resonó la voz del tío Grigorian.

—Creo que deberíamos hablar con mamá.

—¿Ahora?

—¿Por qué no? Ya nos hemos levantado todos.

—De acuerdo. Pediré que establezcan la conexión. Serán unos minutos.

Helen paseó la mirada por la habitación. La mesa del centro estaba enterrada bajo una montaña de libros en rústica y cintas de vídeo.

—¿No te has acostado? —le preguntó a Crespo.

—He estado indagando y he averiguado unas cuantas cosas de lo más interesantes.

—¿Para qué quieres hablar con mamá?

—Puede que no volvamos a tener ocasión en bastante tiempo.

En ese momento apareció Panza, con Pegote encima del hombro. El bolán y él se habían vuelto inseparables.

—¿Qué pasa? —refunfuñó.

A través del intercomunicador, escucharon el familiar sonido de los timbrazos de un teléfono.

—Tenéis línea con la Tierra —anunció la voz del tío Grigorian.

—¿Diga? —preguntó la señora Price.

—Hola, mamá —dijo Crespo.

—¡Menuda sorpresa! ¿Os estáis divirtiendo? ¿Va todo bien?

—Sí —respondió Crespo—. Helen ha visto sus corderitos y Panza y yo hemos conducido el tractor. El tío Grigorian pensó que deberíamos llamar y decirte que estamos perfectamente.

—Qué considerado. Bueno, que no quiero que se dispare la factura. Además, tengo que seguir preparando el almuerzo para los huéspedes. Gracias por la llamada.

—Adiós, mamá. —Crespo se apartó del intercomunicador—. Y ahora —dijo, dirigiéndose a los otros—, dejad que hable yo.

Se encaminó a la puerta y la abrió. El Guardia Roja apostado al otro lado se acercó a él.

—Me he dejado los juegos en el hipertransporte del tío Grigorian —le dijo Crespo—. Me gustaría ir a buscarlos.

El Gorra Roja frunció el entrecejo.

—¿No puedes esperar hasta mañana? Verás, es que solo hay uno de nosotros aquí por las noches. Se supone que debo protegeros. Si me quedo, estarás solo, y si te acompaño, tendré que dejar solos a los otros dos.

—Eso no será ningún problema —insistió Crespo, adoptando su tono de voz más convincente—. Ellos también pueden venir. De todas formas, necesitaré que me echen una mano para cargar con algunas cosas.

—Bueno —dijo el Gorra Roja—. Adelante.

Iluminaban los jardines dos lunas radiantes, una grande y plateada, y la otra pequeña y amarilla. Los mellizos, Panza y el Gorra Roja recorrieron apresuradamente los senderos de grava hasta detenerse en el lugar donde habían llegado a Palassan.

El edificio estaba abierto, y encontraron el «despacho» del tío Grigorian sin ninguna dificultad. Una vez dentro, Crespo señaló el archivador.

—Los juegos están ahí dentro.

—No sé —dijo el Gorra Roja con una sonrisa—. Los terrícolas tenéis un horario muy raro para jugar.

Crespo abrió la puerta del archivador y pulsó dos botones.

—¡Oye! —exclamó el Gorra Roja.

Al otro lado de las paredes, el edificio se volvió borroso y desapareció.

—¿Qué has hecho? —preguntó el Gorra Roja, enfadado.

—No sabes controlar el hipertransporte, ¿verdad? —dijo Crespo.

—No. —El Gorra Roja abrió uno de los bolsillos de su uniforme y sacó de él una pequeña pistola—. Pero será mejor que nos lleves de vuelta a Palassan ahora mismo. Si te niegas te vuelo una pierna.

—No te preocupes, Crespo —dijo Helen—. Va de farol.

Entonces el Gorra Roja se asustó.

—Maldita sea —masculló.

—Bueno, veamos —dijo Crespo—. Como no puedes obligarnos a regresar a Palassan, lo mejor será que te acostumbres a la idea de acompañarnos. Al menos así podrás seguir protegiéndonos. ¿Cómo te llamas?

—Arman.

—Crespo, ¿nos quieres contar qué te propones? —imploró Helen.

—Claro que sí. —Su hermano efectuó otro par de ajustes en los controles—. Estos chismes son facilísimos de controlar una vez se ha estudiado la carta estelar. Veamos. He averiguado varias cosas mientras vosotros dos os dedicabais a roncar.

»Para empezar, me he documentado sobre la Liga de la Vida. Hasta hace tres años no eran más que un hatajo de chiflados. Entonces, de golpe y porrazo, amasaron un montón de dinero y se transformaron en un colectivo influyente. Eso ocurrió justo después del descubrimiento del Planeta de los Gusanos.

»La ley dicta que todas las asociaciones benéficas deben declarar de dónde proceden sus fondos. Desde hace tres años, la Liga de la Vida recibe grandes donativos de algo llamado la Fundación Gulben. De modo que busqué información acerca de ella. Se dedica a invertir dinero en todo tipo de cosas: escuelas, proyectos de investigación, programas para combatir el hambre, diversas instituciones benéficas…

—¿Y eso qué tiene que ver con lo que nos interesa? —preguntó Panza.

—Un poquito de paciencia, que ahora llego a esa parte. El director de la fundación es un tal Jo Lee Olsom.

—¿Y ése quién es?

—Cierra el pico, Panza, y te lo diré. Ahora está jubilado, pero antes era el presidente de una empresa llamada Productores de Unylon. En la actualidad son sus hijos los que dirigen el negocio. Y han perdido mucho dinero desde que empezó a introducirse el unylon a bajo coste del Planeta de los Gusanos.

—¡Ya veo! —dijo Helen—. En otras palabras, la Liga de la Vida recibe dinero de Productores de Unylon para causar problemas en el Planeta de los Gusanos.

—Exacto. Pero eso no es todo. También me he informado acerca de la Asociación de Cosechadores de Unylon, y son igual de malos. No representan a los trabajadores del Planeta de los Gusanos, ni mucho menos. No se trata de un sindicato con líderes elegidos por votación, etcétera, sino que es una agencia publicitaria propiedad de los tres hombres que poseen todas las granjas de gusanos.

—En tal caso —dijo Panza—, me da que nadie está siendo sincero con nosotros.

—En pocas palabras, sí. De modo que tendremos que empezar de cero.

—Bueno, ¿y adónde vamos ahora? —preguntó Helen.

—Al Planeta de los Gusanos.

Y dicho eso, Crespo volvió a concentrarse en los mandos.

Aterrizaron en la región agreste del mundo que la liga había reclamado para mantener lejos a los granjeros. Crespo utilizó una ruta preprogramada justo hasta el último salto, que realizó a ciegas, como los Trotamundos.

Se detuvieron en medio de un rebaño de gusanos.

Las criaturas eran enormes, mucho más grandes que cualquier ballena. Parecían más orugas que gusanos, con las patas diminutas que erizaban la base de cada uno de sus segmentos. En la parte delantera presentaban unos ojos facetados de color negro. Cuando deambulaban de un lado para otro, un grueso cordón de unylon emergía de debajo de ellos.

Los cuatro tripulantes del hipertransporte se asomaron a las paredes transparentes entre fascinados y horrorizados.

—De cuando en cuando —observó Helen— cambian bruscamente de dirección. Es como si… como si estuvieran siguiendo un rastro.

—A lo mejor buscan comida —sugirió Arman, que había pasado la mayor parte del trayecto sentado en silencio, con expresión enfurruñada. Pero el Planeta de los Gusanos hizo que se olvidara del enfado que debería sentir.

—No es esa clase de movimiento —dijo Helen.

—El capitán nos contó que tenía algo que ver con las rocas y cosas así que hay bajo tierra —recordó Panza.

Crespo escudriñó la superficie.

—Parece que están tejiendo una especie de tela de unylon —dijo—. Y parece lo bastante compleja para servir para algo, para tener alguna función, pero… —Dejó la frase inacabada flotando en el aire.

—Voy a salir —anunció Panza.

—Ah, no, eso sí que no. —Arman había vuelto a recordar cuál era su cometido.

—Déjalo —dijo Crespo—. Los gusanos son inofensivos, eso lo sabemos.

Panza abrió la sección de la pared que hacía las veces de puerta. Se había puesto pálido, pero se obligó a adoptar una expresión audaz.

—¡Vamos allá! —dijo, y salió.

Olisqueó el aire, giró sobre los talones y se encogió exageradamente de hombros para que los mellizos lo vieran. Avanzó unos cuantos pasos y se agachó para tocar uno de los hilos de unylon.

—¡Ay! —Se apresuró a retirar la mano.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Helen, preocupada.

—Hace cosquillas —respondió Panza.

Crespo se animó al oírlo.

—¿Como un calambre?

—Sí. —Panza regresó a la unidad—. ¿Qué crees que significa?

—No lo sé —admitió Crespo—, pero significa algo. —Abrió el archivador.

—¿Seguimos? —sugirió Helen—. Me gustaría echar un vistazo a lo que comen los gusanos.

—Hemos pensado lo mismo —replicó Crespo—. En marcha.

Condujo el hipertransporte por la superficie del planeta, dando pequeños saltos hasta llegar a una vasta pradera cubierta de vegetación de color verde oscuro. Las hojas de las plantas, con forma de plato, apuntaban al cielo como antenas de radar.

—Veamos —dijo Crespo—. El capitán aseguraba que la vegetación era sensible a la luz y el calor. Me pregunto a qué se referiría con eso.

—Supongo que si las apuntas con una linterna, se volverán hacia ella —dijo Helen—. Probemos.

—¿Quién tiene una linterna? —preguntó Crespo—. ¿Arman?

—Sí. —El planeta ya había conseguido suscitar el interés del Gorra Roja, que abrió la cremallera de uno de sus bolsillos para extraer una diminuta linterna cilíndrica.

Crespo abrió la puerta y apuntó con la linterna al centro de una de aquellas hojas con forma de plato. Deslizó paulatinamente el haz por el borde de la hoja, pero ésta no reaccionó.

—Adiós a la teoría.

—Hummm. No necesariamente, Helen. Déjame intentar otra cosa. —Crespo sacó su navaja y serró el tronco de la planta. Cuando se soltó, examinó el tallo cortado y lo palpó con un dedo—. Lo que pensaba. ¿Veis? —Se lo enseñó a los otros—. Hay una sustancia muy dura que atraviesa toda la planta. Y ahora…

Crespo desenroscó la tapa de la linterna y sacó la bombilla.

—¿Tienes un encendedor, Arman?

El Gorra Roja abrió la cremallera de otro bolsillo y le entregó su encendedor al muchacho.

—Vale —dijo Crespo—. El encendedor nos proporcionará luz y calor a la vez. —Activó la llama y la sostuvo cerca de la superficie de la hoja. A continuación cogió la bombilla de la linterna y pegó su base al núcleo rígido del tallo de la planta.

La bombilla se encendió con un parpadeo.

—¡Eso es! —exclamó Crespo—. El calor y la luz en la superficie de la hoja generan electricidad en la planta.

—Bien —dijo Arman—. ¿Me puedes devolver el encendedor y la linterna, por favor?

Así lo hizo Crespo.

—Se trata de un sistema, ¿no lo veis? Las plantas generan electricidad… El unylon está electrificado. Los gusanos se alimentan de ellas y producen unylon. Todas las piezas encajan. Pero ¿para qué sirve?

—Tengo hambre —dijo Panza.

—Yo también —añadió Helen—. Y el pobre Arman parece muy preocupado. ¿Por qué no vamos al lado del planeta de los granjeros?

—De acuerdo —dijo Crespo—. Quizá allí encontremos algunas respuestas.