Cuando terminaron de desayunar, los mellizos y Panza volvieron a hacer las maletas y las llevaron a la oficina. El tío Grigorian le dijo a la señora Rhys que pasarían fuera unos días y que avisaría por teléfono cuando decidieran regresar. A continuación, cuando la mujer se hubo ido a su casa, guardó el coche en el garaje y echó la llave.
—¿Preparados? —preguntó al entrar en el despacho. Los tres muchachos asintieron con la cabeza, impacientes. El tío Grigorian abrió el archivador y manipuló las ruedecillas—. El viaje durará algo menos de una hora. Tendremos que realizar varios saltos más breves a través del espacio corriente además de impulsarnos por el hiperespacio… Eso que Crespo denomina la cuarta dimensión. Los saltos en sí no nos llevarán mucho tiempo, serán las pausas entremedias lo que nos demorará. Bueno. Allá vamos.
Cerró la puerta del archivador y se dio la vuelta. No se produjo la menor sensación de movimiento y por un instante Helen se preguntó si no habría salido algo mal. Pero cuando se fijó en las paredes vio que el edificio de la granja había desaparecido sin dejar nada más que una intensa oscuridad al otro lado del plástico transparente. Ante sus ojos el escenario se alteró de nuevo, esa vez reemplazado por un sol lejano tras una de las paredes y por un planeta de aspecto desértico, del color de la arena, visible a través del techo.
Los cambios se operaron tan deprisa que no le dio tiempo a ver todo lo que había aparecido fuera de la oficina… o de la nave espacial, como debería llamarla, se recordó. Apartó la mirada.
El tío Grigorian sugirió que jugaran a algo para pasar el rato. Sacó un tablero de damas y organizó una competición. Por desgracia, comprobaron que entonces Crespo podía derrotarlos a todos —incluido el tío Grigorian— sin esforzarse siquiera.
Tenían un Monopoly, pero no había tiempo suficiente para eso, de modo que se repartieron el dinero y empezaron a jugar al póquer. Esa vez fue Helen la que lo echó todo a perder: siempre se daba cuenta si alguien intentaba ir de farol.
Cuando se dieron por vencidos, empezaron a acribillar a preguntas al tío Grigorian. Pero él no quería hablarles de la disputa del Sector Génico porque temía predisponerlos a favor o en contra de cualquiera de los dos bandos, aunque accedió a contarles más cosas acerca de él.
—¿Grigorian es tu nombre real? —le preguntó Helen.
—Sí. Parece ligeramente del este de Europa, ¿verdad?
—¿Qué hay de tu acento?
—Es klipstiano.
—¿No te ha delatado nunca, en la Tierra?
—No. Al fin y al cabo, si realmente hubiera nacido en Polonia, me hubiera criado en Alemania y hubiera vivido en Gales, ¿quién sabe qué clase de acento tendría?
—¿Cómo conseguiste tu trabajo?
—Bueno, se debió a varios motivos. Soy un solitario, para empezar. Klipst es un planeta enorme con una población diminuta, de modo que sus habitantes somos poco gregarios. Pero lo más decisivo fue lo alto que soy.
—¿Alto? —se extrañó Panza—. ¡Pero si eres prácticamente un enano!
—¡Panza, no seas grosero! —exclamó Helen.
—No pasa nada —dijo el tío Grigorian, y se echó a reír—. Ésa es otra de las cosas que tenía que contaros. Los terrícolas figuran entre los seres más altos del universo. La mayoría de los seres humanos miden alrededor de un metro y sesenta o setenta. Yo soy bajo según los estándares de la Tierra, pero no según los galácticos. Lo que significa, dicho sea de paso, que vuestra estatura es aproximadamente la del adulto medio de Palassan.
Miraron a través de las paredes mientras pensaban en eso. Algunas de las escalas que hacían en ese momento no eran puntos aislados en el espacio, sino habitaciones ubicadas en planetas desconocidos. Ocasionalmente atisbaban extrañas criaturas y no menos extrañas ciudades, pero la imagen siempre se desvanecía antes de que pudieran distinguir los detalles.
Cuando el escenario del exterior por fin se hubo detenido y estabilizado, supieron que habían llegado a Palassan.
A través del fondo de la oficina vieron a un hombre con barba, un poquito más bajo que Helen y algo más alto que Crespo, que esperó un momento antes de empujar una sección de la pared para reunirse con ellos.
—Éste es el señor Loman —lo presentó el tío Grigorian—, supervisor de los planetas limítrofes del gobierno galáctico. Señor Loman, le presento a Helen, Crespo y Panza.
—En realidad me llamo Jonathan —dijo Panza cuando todos se hubieron dado la mano.
Helen vio que la cordialidad del señor Loman solo era una fachada. En el fondo, desconfiaba de los niños. Evidentemente sabía que tenían poderes.
—Hemos preparado habitaciones para todos —dijo el recién llegado, frotándose las manos—. En marcha, si os parece bien.
El señor Loman los condujo a través de la abertura de la pared de la nave hasta un pasillo, dobló una esquina y cruzó una puerta.
Se hallaban al aire libre. Sobre sus cabezas, el firmamento despejado albergaba un sol pequeño y radiante. Crespo reparó en la presencia de una inmensa luna pálida rozando el horizonte.
Estaban en algún tipo de parque. Los edificios bajos, de una sola planta, salpicaban unos jardines conectados por estrechos senderos de grava rosada. Se parecía un poco a la base de la RAF que Crespo había visitado una vez.
—No tiene pinta de ser la capital de la galaxia —dijo Panza.
—¿El planeta entero es así? —preguntó Crespo.
—Me gusta cómo huele la hierba —observó Helen.
Mientras recorrían uno de los senderos de color rosa, el tío Grigorian dijo:
—No esperaríais que Palassan fuera igual que Londres. Hace tiempo que dejamos atrás los rascacielos, los atascos de tráfico y las aglomeraciones.
—El gobierno de la galaxia —añadió el señor Loman— es la ocupación más importante que existe. Debe llevarse a cabo en un entorno ideal. Silencio y tranquilidad, césped y árboles… Todo esto contribuye a que los administradores piensen con más claridad.
»También hay aquí centrales eléctricas, fábricas y cosas por el estilo, ni que decir tiene. Sin embargo, están bajo tierra, donde nadie pueda verlas. Y no necesitamos carreteras. Las personas como Grigorian y yo… y vosotros, ahora… van a todas partes en hipertransporte. Así llamamos a la unidad en la que habéis llegado.
—¿Qué hay de la gente que trabaja en las centrales y en las fábricas? —preguntó Crespo.
—Bueno, bajo tierra contamos con un sistema de transporte mecánico de alta velocidad —respondió con altanería el señor Loman, como si quisiera dar a entender que no hacía falta que le dieran más vueltas al asunto. Crespo pensó, aunque no lo dijo, que todo aquello pintaba muy bien para los administradores, pero no tanto para el resto de la población.
Había muchas personas paseando por los jardines, así como entrando y saliendo de los distintos edificios. Las que se cruzaban con los niños los saludaban con un ademán y una sonrisa cordial.
El señor Loman se detuvo ante una de las achaparradas edificaciones.
—Tenemos que haceros una foto, para el informativo —dijo—. Pasad adentro un momento.
Entraron en una espaciosa sala iluminada por un bosque de luces artificiales. El resplandor los deslumbró durante unos instantes.
Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la claridad, distinguieron una docena aproximada de aquellas personas tan bajitas. La mayoría de ellas sostenían algún artilugio, cámaras y cosas por el estilo, dedujo Crespo. Todo era mucho más pequeño de lo que habría sido en la Tierra. Los enormes trípodes para las cámaras y las vigas repletas de focos brillaban por su ausencia, y no había ningún cable acoplado a los instrumentos.
Uno de los empleados del noticiario colocó al quinteto en posición, con Crespo estrechando la mano del señor Loman, y las cámaras emitieron un tenue chirrido durante unos instantes. Todo acabó tan pronto como había empezado, y regresaron al exterior.
—Somos famosos —dijo Panza—. ¿No quieren entrevistarme?
—Será mejor que os ahorremos todo ese trajín —replicó el señor Loman con una sonrisa.
Helen empezó a preguntarse cómo conseguían orientarse los habitantes de aquel lugar. Todos los edificios y los senderos parecían iguales, y no había carteles indicadores.
Una niña apareció por una puerta ante ellos. En los brazos sostenía un radiante ramillete de flores moradas. A Helen le parecieron preciosas.
La pequeña debió de fijarse en cómo las miraba, porque eligió una y se la ofreció.
—El color te pega —dijo, sonriendo de oreja a oreja—. ¿La quieres?
Panza se adelantó de repente y, de un manotazo, tiró la flor al suelo.
—¡Panza! —protestó Helen.
La flor golpeó el suelo con un inesperado tintineo, como si algo acabara de hacerse añicos.
—Cuánto lo siento —le dijo Helen a la muchacha.
Entre dientes, el señor Loman masculló lo que parecía una palabra malsonante.
Crespo recogió la flor y le arrancó los pétalos. Dentro había una especie de aparato electrónico.
La niña regresó corriendo al interior del edificio.
El tío Grigorian pasó junto a Helen y volvió a abrir la puerta que la muchacha había cerrado a su espalda. No había ni rastro de ella.
El señor Loman, que había sacado de uno de sus bolsillos un estuche de cuero del tamaño aproximado de una caja de cerillas, dijo:
—Una chica joven, de altura media, cabello rubio claro, túnica verde, armada con un racimo de narchus. Orden de arresto y detención.
—¿Qué rayos ocurre? —preguntó Helen.
Crespo le enseñó los restos del interior de la flor.
—Parece algún tipo de altavoz, como el de una radio.
—Un susurrador —dijo el tío Grigorian—. Repite el mismo mensaje una y otra vez, con efectos hipnóticos. Puede parecer inaudible, pero penetra en el subconsciente. Al final uno termina creyéndoselo.
Crespo asintió con la cabeza.
—Alguien se proponía hipnotizar a Helen… para que se pusiera de su parte en la disputa.
—Pero ¿cuál de los dos bandos?
—Lo averiguaremos —dijo el señor Loman— si capturamos a la muchacha.
Vieron que había varias personas corriendo por los jardines en dirección a ellos. Hombres, en su mayoría, todos con el mismo atuendo: trajes de una pieza de color rojo oscuro y gorros a juego.
«De modo que en Palassan hay policía», pensó Crespo.
—Lo malo —continuó el señor Loman— es que a estas alturas sin duda ya habrá alterado su aspecto. Solo tiene que quitarse la peluca rubia y desembarazarse de las flores para confundirse con cualquiera de las mil jóvenes como ella que viven en el distrito.
—Vamos —dijo el tío Grigorian—. Dejemos esto en manos de los Gorras Rojas. Nosotros no podemos hacer nada más.
Llegaron al edificio que habría de ser su centro de operaciones, consistente en tres dormitorios y una sala de estar, todo ello amueblado con el mismo estilo sencillo y confortable de la nave espacial del tío Grigorian.
El señor Loman señaló un altavoz ubicado en la pared, junto a la puerta.
—Podréis comunicaros con Grigorian o conmigo en cualquier momento oprimiendo este botón de aquí —dijo—. Y ahora os dejaremos para que deshagáis el equipaje.
—¡Caray! —exclamó Helen cuando los adultos se hubieron marchado—. Es como un hotel de lujo.
Crespo apuntó con el dedo al otro lado de la ventana. Había dos Gorras Rojas apostados en la calle. Cuando abrió la puerta, uno de ellos se acercó a él.
—¿Te puedo ayudar en algo? —preguntó el Gorra Roja.
—No, gracias —respondió Crespo, antes de cerrar la puerta de nuevo y girarse hacia Helen—. Y ahora, ¿qué te parece?
—¿Adónde rayos quieres ir a parar?
—Para mí esto es más bien como una cárcel —sentenció Crespo.