—En realidad —dijo el tío Grigorian—, viajar a la Luna es más fácil que ir a Londres. Supongo que esto es lo que se llama una nave espacial. Se compone de esta pared de plástico transparente —dijo abarcando toda la estancia con un ademán— y de la unidad de impulsión. —Dio una palmadita en el archivador—. Desplazarse es tarea sencilla: solo tengo que pulsar un botón y ya estoy allí. Pero debo anunciar exactamente adónde quiero llegar.
»Eso es lo más complicado. En la Luna no se nota tanto porque no hay que preocuparse de chocar contra nada, pero para maniobrar por aquí, en Trafalgar Square, se requieren coordenadas espaciotemporales precisas.
—Ya veo —dijo Crespo—. Me imagino que primero buscaste esta cámara, la alquilaste, la revestiste…
—Correcto. Debía poseer aproximadamente el mismo tamaño que la nave, por si entrara alguien en mi ausencia. Un simple hueco de cinco centímetros entre la pared de la nave y la de la habitación, por ejemplo, bastaría para delatarme.
—Habrás tenido que recalcular las coordenadas en cada ocasión, puesto que la Tierra siempre está en movimiento.
—Tampoco es tan grave. Después de la primera vez, el ordenador de aquí dentro —volvió a dar una palmadita en el archivador— se encarga de ajustar las coordenadas continuamente.
Crespo estaba fascinado.
—Así que solo hay que buscar una habitación del tamaño aproximado de la nave, calcular su posición e introducir los valores pertinentes. Después se podrá viajar allí cuando uno quiera. ¿Es instantáneo?
—Prácticamente sí, al menos en la Tierra. Atravesar el espacio lleva más tiempo y se nota.
—¿Tienes habitaciones en más sitios —preguntó Helen—, aparte de en Gales y en Londres?
—Sí. —El tío Grigorian giró una de las ruedas—. Volved a asomaros al exterior.
Helen vio que habían ascendido a gran altura. La ventana se había vuelto mucho más grande. La ciudad en la que se encontraban era un bosque de rascacielos.
—Nueva York —dijo, recordando las fotos de los libros de geografía.
—Chicago, más bien —la corrigió el tío Grigorian, antes de pulsar otro botón.
Vieron Tokio, Caracas, Viena, Leningrado y Hong Kong en espacio de escasos minutos. El tamaño de la ventana era diferente en cada ciudad, y el despacho se encontraba a distinta altura. A veces la puerta daba directamente a la acera, y a veces estaba en la pared opuesta y comunicaba con un pasillo y un ascensor o una escalera.
Al cabo, los niños le pidieron que parara.
—Me siento como si hubiera comido demasiado helado o algo —dijo Helen.
—¿Cómo diablos funciona? —preguntó Crespo—. Quiero decir, ¿qué impulsa el motor?
—No tengo ni idea —respondió el tío Grigorian—. No soy físico.
—Entonces… —Crespo tragó saliva con dificultad y reformuló la pregunta—. Tío Grigorian, ¿qué eres?
El tío Grigorian insistió en regresar a Gales y comer algo antes de contestar. Al entrar en la cocina de la granja se encontraron con la mesa puesta, repleta de lonchas de rosbif frío, dos enormes trozos de queso y un par de hogazas de pan recién hecho. Sorprendidos al ver que eran más de las dos, todos se llenaron los platos y se sentaron a almorzar.
—Bueno —dijo el tío Grigorian—, os dije que iba a ser un día de muchas sorpresas, de modo que he aquí la segunda. No soy vuestro tío.
Todos dejaron de comer y se quedaron mirándolo fijamente.
—Necesitaba una familia a la que vincularme, por así decirlo —continuó—, y la vuestra era perfecta. Es una de las pocas familias en las que alguien puede presentarse sin avisar y afirmar que pertenece a ella sin que nadie pueda estar seguro de que miente. Veamos, aparecí salido de la nada hace diez años, como probablemente ya os habrá contado vuestra madre. Me proponía visitaros mucho más a menudo, pero poco después de aquello la naturaleza de mi trabajo se vio alterada y tuve que abandonar el proyecto.
—¿En qué trabajas? —preguntó Helen.
—Llegaremos a esa parte tarde o temprano. Por ahora, podéis considerarme un sociólogo.
—¿Qué ocurrió para que cambiaras de opinión? —insistió Helen—. Sobre lo de vincularte de nuevo a nuestra familia, quiero decir.
—Recibí una petición especial de mi gobierno. Necesitan vuestra ayuda.
A nadie le pareció que eso tuviera el menor sentido.
—Entonces… ¿de dónde eres? —preguntó Panza.
El tío Grigorian hizo una pausa antes de responder.
—Mi hogar se llama Klipst. Se halla a diecisiete años luz de distancia, cerca de una pequeña estrella que lleva el nombre de Marn. —Transcurrido un momento de silencio, esbozó una sonrisa—. Y ésa es la sorpresa número tres.
—¡Por eso tienes esos pulgares tan raros! —exclamó Helen, que se ruborizó nada más pronunciar las palabras.
—Panza estaba convencido de que provenías del espacio exterior —explicó Crespo.
—Panza tiene razón en más cosas de las que os imagináis —dijo el tío Grigorian—. Sin embargo, lo mejor será que os lo explique todo antes de que empecéis a preocuparos.
»Antes os he dicho que soy sociólogo, y en parte es verdad. Me dedico al estudio de las sociedades. Pero también trabajo para el gobierno…, supongo que vosotros lo llamaríais el imperio Galáctico…, en calidad de agente secreto, más o menos.
»Debo prestar atención a varios mundos que están a punto de descubrir el viaje espacial. La Tierra es uno de ellos.
—Sí, eso ya lo hemos descubierto —intervino Crespo.
—No, esto de los cohetes no cuenta. Si siguen por ese camino, vuestros científicos se encontrarán con que es un callejón sin salida. Pero no tardarán mucho en descubrir el hipersalto. Y, cuando lo hagan, el gobierno necesitará saber que hay un mundo nuevo listo para ser admitido en la comunidad interplanetaria.
—¿Y nosotros qué pintamos en todo eso? —preguntó Helen.
—Ha surgido una disputa en lo que nosotros llamamos el Sector Génico. Mi gobierno consiguió que los dos bandos accedieran a permitir que una tercera parte dirimiera el conflicto, pero no consiguieron dar con nadie lo suficientemente independiente. Al final, desesperados, decidieron implicar a alguien que viniera de un mundo ajeno al Imperio.
»También decidieron que los mediadores no debían ser adultos, pues parece ser que ningún adulto está libre por completo de prejuicios. Como los de este mundo, también nuestros políticos se las apañan siempre para urdir los planes más espectaculares y dejar que sean los demás quienes se enfrenten a los pormenores. Este problema aterrizó en la mesa de mi jefe, que a su vez me lo pasó a mí.
—¿Insinúas que nosotros, aquí sentados, vamos a tener que tomar una decisión relacionada con algún tipo de conflicto que ha estallado en el espacio exterior? —Crespo no se lo podía creer.
—No, aquí sentados no. Deberéis acompañarme a Palassan, la capital del Imperio Galáctico.
—¡Caracoles! —exclamó Crespo. No se le ocurría qué otra cosa decir.
—No es tan descabellado como parece —continuó el tío Grigorian—. Es un hecho constatado que los jóvenes poseen un sentido de la justicia más refinado que los adultos. —Sonrió—. Estaremos demasiado encallecidos por las injusticias de la vida, supongo, o algo por el estilo. Pero eso ahora no viene al caso. Se supone que vais a pasar dos semanas conmigo, y no nos llevará tanto tiempo. El teléfono de la granja nos localizará en cualquier punto de la Vía Láctea, así que podréis estar en contacto con vuestra madre. La cuestión es: ¿queréis hacerlo?
—¡Ya lo creo! —respondió Panza, mientras untaba de mantequilla otra rebanada de pan.
Crespo y Helen cruzaron las miradas.
—Creo que a los dos nos gustaría ayudar —dijo la muchacha—, pero no sabemos si estamos a la altura de la tarea.
—Dejad que yo me preocupe de eso —replicó el tío Grigorian—. He averiguado muchas cosas sobre vosotros en los últimos meses. Sé que sois inteligentes y ecuánimes. Además, contaréis con mi ayuda, aunque no podré entrar en detalles hasta estar seguro de que vais a venir.
Los mellizos se miraron de nuevo.
—Iremos —anunciaron al unísono.
—Cuéntanos cómo vas a ayudarnos —añadió Crespo.
—Os voy a dar el «poder» —explicó el tío Grigorian—. Se trata de una especie de arma mental. Necesitaréis someteros a un tratamiento especial, pero podréis hacerlo mientras dormís.
»Su descubrimiento es muy reciente, y es tremendamente cara, por lo que solo un puñado de personas en todo el imperio Galáctico la poseen. Yo no me cuento entre ellas, por cierto.
—¿Cómo funciona?
—Nunca se puede estar seguro con antelación. Lo que hará, básicamente, es dar un enorme empujón a las dotes intelectuales que ya poseéis. Si tenéis talento para los números, por ejemplo, os convertirá en unos matemáticos brillantes. Aunque por regla general se trata de algo menos específico. Tenemos nombres para los distintos tipos de resultados. Sin embargo, entraremos en detalles cuando hayáis superado el tratamiento.
—Me voy a convertir en un maestro del kung-fu asesino —dijo Panza, cortando el aire con el canto de la mano.
El tío Grigorian se carcajeó.
—Espero que no. Eso sería desastroso para todos nosotros.
—Todo esto es muy confuso —dijo Crespo.
—Sí, por supuesto que lo es. —El tío Grigorian se levantó de la mesa—. Podéis recibir el tratamiento esta misma noche y así emprenderemos el viaje por la mañana. Ahora, ¿qué tal otra clase de conducción?
Helen se despertó con la oreja dolorida. Al acercar la mano a ella encontró el extraño objeto, como el auricular de un teléfono, que el tío Grigorian había sujetado allí con cinta aislante la noche anterior.
Se sentó en la cama y miró a su alrededor. Los tres habían pasado la noche en la nave espacial. Todos los auriculares estaban conectados a una cajita, como una pequeña radio de transistores. Crespo y Panza se despertaron en ese momento.
—Qué incómodos son estos sillones cama —protestó Panza, bostezando.
El tío Grigorian llamó a la puerta con los nudillos y entró en la habitación. Helen todavía pensaba en él como su tío, aunque sabía que en realidad no guardaba ningún parentesco con ellos. Portaba una bandeja con tres vasos encima.
—Buenos días, superjovencitos —dijo con tono jovial—. Os vendrá bien tomaros esto.
Helen apuró de un trago la bebida caliente, dulce y ligeramente aromática. El tío Grigorian se sentó en el canto de la mesa. Parecía un poco nervioso.
—Vale —dijo—, a ver si esto ha dado resultado. Crespo, tú primero. ¿Notas algo distinto?
—Pues no, la verdad.
—Sí que lo nota —soltó Helen—. Lo que pasa es que quiere saber qué nos ha pasado a Panza y a mí antes de decir nada. —La muchacha se ruborizó ante su exabrupto.
—Ajá —dijo el tío Grigorian—. Y eso ¿cómo lo sabes?
—Bueno, pues porque al hablar ha levantado el brazo y se ha rascado la cabeza, y después ha torcido los labios, así, y…
—¡Vale, vale! —la interrumpió el tío Grigorian—. Muy bien, tú eres una Lectora. Puedes saber cómo se siente alguien tan solo con echarle un vistazo.
—¿Una lectora de mentes? —preguntó Panza con envidia.
—No. Lee el cuerpo, no la mente. ¿Sabéis?, existe toda una ciencia alrededor de la interpretación de los pequeños gestos que hace la gente: frotarse la nariz, atusarse la barba, el modo en que nos mantenemos erguidos, cómo metemos las manos en los bolsillos, cosas así. A Helen se le debía de dar bastante bien adivinar lo que pensaba la gente antes del tratamiento. Ahora lo sabe con toda seguridad.
—Pues sí. Veo, por ejemplo, que estás celoso —dijo la muchacha.
El tío Grigorian se carcajeó.
—Ahora tendrás que aprender a ser más tolerante, Helen. Pues claro que estoy celoso. ¿No te das cuenta de lo práctico que me resultaría a mí, como sociólogo, ser un Lector? En cualquier caso, volvamos a Crespo.
—De acuerdo —dijo el chico—. No es nada, en realidad, pero cuando me acosté no dejaba de preguntarme cómo podríamos llegar a Palassan. Después de todo, incluso si viajáramos a la velocidad de la luz, tardaríamos más de cien años.
—¿Y esta mañana?
—Bueno, ahora entiendo cómo podría funcionar. Es difícil de explicar…
—Inténtalo.
—Bien, veamos. Imaginaos un bichito muy plano. Es tan liso y tan simple que ni siquiera concibe los conceptos de arriba y abajo. Solo sabe ir a la derecha y a la izquierda, adelante y atrás. No se desplaza nunca ni hacia arriba ni hacia abajo, no puede ver siquiera arriba y abajo, de modo que piensa en dos dimensiones.
»Ahora bien, la superficie en la que vive es como una sábana. Esta puede estar extendida o doblada. Supongamos que está doblada. La criatura no lo averiguará nunca.
»El bichito deambula por la sábana durante toda su vida sin darse cuenta de que, como la sábana está doblada, podría atajar excavando túneles arriba o abajo a través de la tela.
»Pues bien, nosotros somos como esa criatura plana, solo que pensamos en tres dimensiones en vez de dos. Pero ¿y si el espacio se doblara en una cuarta dimensión? Entonces existirían atajos que podríamos tomar atravesando la superficie tridimensional. —Crespo hizo una pausa—. Ahora que lo he dicho en voz alta, ya no me parece que esté tan claro.
—Da igual —dijo el tío Grigorian—. Sabemos qué eres: un Sintetizador. Eso significa que eres capaz de ver un conjunto de hechos y combinarlos rápidamente. Podrías mirar un motor y comprender al instante cómo funciona, o una partida de ajedrez y comprender la estrategia de cada contrincante.
Crespo se quitó el auricular y lo depositó con delicadeza junto a la cajita negra.
—No es el poder que me esperaba. Debo decir que no me parece tan práctico.
—Pronto descubrirás lo útil que es. Y ahora, ¿qué hay de Panza?
Panza adoptó una expresión apesadumbrada.
—Acabo de pegarle un golpe de kárate a la silla —dijo—, y lo único que he conseguido es lastimarme la mano.
Los mellizos se echaron a reír.
—¿No te notas distinto de alguna manera?
—Pues no.
El tío Grigorian frunció el entrecejo.
—Qué raro. —Abrió uno de los cajones del escritorio y sacó algo. Era redondo, del tamaño de una pelota de tenis. Su superficie de pelo liso y lustroso recordaba ligeramente a la piel de una foca—. Toma —dijo, y se la lanzó a Panza.
El muchacho la atrapó al vuelo y acarició brevemente el pelaje. A continuación se puso la cosa en el hombro.
La pelota, que pareció acomodarse en la curva de su cuello, cambió sutilmente de forma.
—Se llama Pegote —anunció Panza.
—Lo que pensaba —dijo el tío Grigorian—. Eres un Inconformista. Siempre existe cierta afinidad entre ellos y los bolanes.
—¿Puedo verlo? —preguntó Helen. Cogió el bolán del hombro de Panza y lo examinó. La superficie velluda no presentaba fisuras—. Solo es una bola de pelo. —La muchacha se la tendió a Crespo.
—Creemos que se trata de un animal —dijo el tío Grigorian—. Provienen de un extraño planeta en los confines de la galaxia. Nadie sabe cómo viven… No tienen boca, por ejemplo, ni siquiera ojos…, pero están vivos. La gente los utiliza como mascotas. Parece que algunas personas les caen bien y otras no. Si no les gustas, sencillamente se caen de tu hombro. Quienes poseen el poder de los Inconformistas establecen una especie de relación especial con los bolanes. Ya habéis visto que Panza inmediatamente ha sabido que debía colocarlo en su hombro y que su nombre era… ¿Cómo has dicho que se llamaba, Panza?
—Pegote.
—¿Cómo lo sabes?
—Ni idea. Así, sin más.
Crespo le devolvió el bolán a Panza, que se lo puso en el hombro, y preguntó:
—Entonces ¿qué tipo de poder tiene Panza?
—El más peculiar de todos —respondió el tío Grigorian—. Está relacionado con su curiosa costumbre de hacer y decir cosas inesperadas que a menudo resultan ser acertadas.
»Quizá no use su poder durante meses, pero cuando lo haga, os garantizo que se lo agradeceréis. Mientras tanto, tiene a Pegote.
El tío Grigorian recogió la bandeja y se dirigió a la puerta.
—Dejaré que os vistáis. El desayuno ya está casi listo. Ah, otra cosa. En el Imperio se habla una especie de idioma estándar. Todo el mundo lo utiliza en los mundos más avanzados, e incluso en los más primitivos se enseña en las escuelas. Es muy parecido al esperanto de la Tierra.
—¡Anda! —exclamó Helen—. ¿Y cómo vamos a aprenderlo?
—Forma parte del tratamiento que habéis recibido por la noche —respondió con una sonrisa el tío Grigorian—. Ya lo domináis. Llevamos media hora comunicándonos gracias a él.
Cerró la puerta al salir.