Los balidos de las ovejas despertaron a Crespo, que paseó la mirada por las paredes blancas, la ventana diminuta y la inmensa cama doble en la que se encontraba. Los recuerdos del día anterior acudieron en tropel a su mente.
En la maleta, hecha en un tiempo récord, había echado un par de vaqueros, un anorak y un par de botas de goma por si llovía, además de dos jerséis y algo de muda.
El viaje en el Triumph había sido memorable. El tío Grigorian parecía desconocer lo que era un límite de velocidad, y la aguja del cuentakilómetros había llegado a marcar 130 en la autopista.
Una vez en la granja, tras disfrutar de una bebida caliente y una montaña de galletas de chocolate, todo el mundo se fue a la cama. Lo último que pensó Crespo antes de quedarse dormido fue que, si todos los tíos eran así con los límites de velocidad y las galletas de chocolate, ojalá hubiera más como ellos.
Se levantó de la cama de un salto y se acercó a la diminuta ventana. En el dormitorio hacía frío, pero fuera volvía a lucir el sol. La enorme granja estaba ubicada en una pendiente, mirando ladera abajo, y la habitación de Crespo quedaba en la parte de atrás, de modo que, aunque había que bajar las escaleras para salir por la puerta principal de la casa, el patio de atrás estaba al ras del suelo del dormitorio.
Unos antiguos edificios de piedra, bastante decrépitos, rodeaban el patio. Tras ellos, el agreste pastizal se elevaba siguiendo la empinada pendiente hasta la cima de una pequeña montaña… o una colina grande, según se mirara.
Crespo se dirigió al lavabo que había en la esquina y se salpicó la cara con agua, lo justo para poder afirmar sin faltar a la verdad que se había aseado en caso de que alguien se interesara al respecto, aunque tenía el presentimiento de que el tío Grigorian no era de los que preguntaban ese tipo de cosas.
Bajó las escaleras para encontrar a todo el mundo levantado y atacando un desayuno servido por una gruesa y hacendosa señora que respondía al nombre de Rhys.
—La señora Rhys —les explicó el tío Grigorian— cuida de la casa y su marido lleva la granja.
—Entonces ¿tú a qué te dedicas? —preguntó Panza, que siempre sorprendía con salidas por el estilo.
El tío Grigorian se echó a reír.
—Pienso consagrar el resto del día a hablaros de eso —dijo—. Y ahora, a comer.
Estaba claro, decidió Crespo, que la gente del campo se pasaba todo el rato comiendo. La señora Rhys le llevó una bandeja enorme, repleta de beicon, salchichas, dos huevos fritos, judías, tomates, champiñones y curruscos de pan.
El tío Grigorian encendió una pipa de generosas dimensiones mientras los demás acababan de desayunar.
—Hoy va a ser un día de muchas sorpresas —dijo—. Pero antes debo cumplir unas cuantas promesas. Clases de conducción para Crespo y Panza, y un vistazo a los corderos para Helen.
Así, Helen partió montaña arriba en compañía del señor Rhys, un galés alto con gorra y botas de goma, mientras que Crespo y Panza salieron al patio.
El tío Grigorian abrió de par en par la puerta de uno de los graneros para dejar a la vista un tractor con la pintura roja cubierta de barro. Colocó a Crespo en el asiento, le enseñó a meter la primera y puso en marcha el vehículo.
—¡Adelante! —exclamó, imponiendo su voz al rugido del motor.
Crespo empujó la palanca de cambios hacia delante y el tractor salió lentamente del granero, traqueteando. En un abrir y cerrar de ojos el muchacho se vio avanzando de frente hacia un muro de piedra. Giró el volante de golpe —estaba mucho más duro de lo que se esperaba— y dio una vuelta alrededor del patio.
El tío Grigorian abrió la puerta de la cerca y señaló al otro lado. Tras maniobrar entre los postes, Crespo salió al camino que se extendía desde el acceso, con los demás corriendo tras él.
Al cabo de un rato, el tío Grigorian le indicó por señas que frenara, y el muchacho tiró de la palanca hacia atrás.
—Ahora le toca a Panza —dijo el tío Grigorian—. Ya le doy yo la vuelta. —Se encaramó al asiento metálico y cambió de sentido con tres maniobras. Parecía estar pasándoselo tan bien como Crespo.
Panza se sentó al volante y recibió el mismo conjunto de instrucciones. Con una sonrisa de oreja a oreja, empezó a recorrer el camino de regreso a la granja.
—Supongo que puede ir más deprisa —dijo Crespo mientras trotaban detrás del vehículo.
—Sí. Os enseñaré a acelerar otro día —resopló el tío Grigorian.
Panza se inclinó por encima del volante para llegar a otra palanca.
—¡No! ¡No toques eso! —exclamó el tío Grigorian.
Panza tiró de ella. De repente, el tractor salió disparado hacia delante. Panza volvió a sentarse de golpe, a punto de caerse de la máquina, que ya se había salido del camino y subía sin control por la ladera. El tío Grigorian apretó el paso, dio alcance al tractor y se encaramó a la parte de atrás de un salto. Se estiró para sortear a Panza y empujó la palanca. El tractor aminoró y entró en la granja.
—Como para fiarse de ti —jadeó Crespo, sin aliento, mientras Panza desmontaba.
El tío Grigorian se rió.
—No os he enseñado el freno porque tampoco os he enseñado el embrague —dijo—. Tendría que haberme imaginado que lo encontraríais por vuestra cuenta.
—No te imaginas cómo es este chico —dijo Crespo.
—Ah —repuso el tío Grigorian—. Sé más de lo que creéis.
Crespo se disponía a preguntar qué había querido decir con eso, pero en ese momento apareció Helen.
—Son una monada —dijo—, tan esponjosas y juguetonas…
El tío Grigorian dio una palmada.
—Bueno. Y ahora, me gustaría mostraros algo. Por aquí.
Los condujo al otro lado del patio, hasta uno de los edificios de piedra que no se veía tan decrépito como los demás; carecía de ventanas y la puerta parecía robusta. La abrió con una llave, los dejó pasar, encendió la luz y cerró la puerta.
El interior parecía un despacho moderno. El suelo estaba enmoquetado de gris, las paredes estaban pintadas de blanco, había tres sillones, un escritorio, una silla giratoria, un archivador y una máquina de escribir.
—¿Qué tiene de especial esta oficina? —preguntó Panza, con su característica falta de sutileza.
—Ya lo veréis —dijo el tío Grigorian.
Crespo se preguntó por qué le daba tanta importancia a ese sitio.
—¿Es aquí donde trabajas?
—Por así decirlo, sí —respondió el tío Grigorian, que parecía empeñado en seguir haciéndose el misterioso.
Helen, que examinaba la puerta, murmuró:
—Qué raro.
Crespo se acercó a ella.
—¿El qué?
—Mira, en el resquicio de la puerta no cabe ni una uña. Debe de estar muy encajada. ¿Cómo entrará el aire?
Crespo echó un vistazo más de cerca. Tocó la puerta. Su dedo se detuvo a un milímetro de la madera. Era como si una fina capa de plástico transparente recubriera la puerta. Deslizó un dedo por encima, hasta la pared.
—¡Es como un sello, por toda la habitación! —exclamó.
—Correcto —dijo el tío Grigorian—. Y ahora dejad que os enseñe para qué sirve.
Abrió el archivador. Pero en vez de tirar de uno de los cajones, apartó a un lado toda la parte frontal para revelar un conjunto de botones y ruedas. Toqueteó los mandos y después cerró la puerta.
—¿Notáis algo?
Helen miró a su alrededor.
—Las paredes se han vuelto mucho más oscuras —dijo.
—Esperad un momento. —El tío Grigorian se acercó al interruptor de la luz—. Sentaos aquí los tres si no queréis chocar unos con otros en la oscuridad. —Cuando hubieron obedecido, apagó la luz—. ¡Mirad arriba!
Al hacerlo, vieron las estrellas; millones de ellas, muchas más que de costumbre, y más brillantes. Pero había algo más en el firmamento: un planeta enorme, de color azul, envuelto en jirones de nubes. Una delgada curva del mismo se encontraba en sombra.
—¡Estamos en la Luna! —exclamó Panza, emocionado.
—No digas tonterías —lo reconvino Crespo—. Se trata de una proyección. Es la Tierra vista desde el espacio. Está asombrosamente bien conseguida.
—Es precioso —susurró Helen.
De repente, Crespo se fijó en algo.
—Las paredes.
—Se han vuelto oscuras —dijo Panza.
—No las miréis a ellas, sino al otro lado.
Los tres niños aguzaron la vista y descubrieron un paisaje gris e irregular, parecido a un desierto iluminado por la luna, con colinas en la distancia.
—Lo que yo os decía —insistió Panza—, estamos en la Luna.
El tío Grigorian encendió la luz, y las paredes se volvieron opacas de nuevo. También las estrellas desaparecieron, pero todavía se podía ver la Tierra en el techo.
—¿Qué os parece?
—Es muy ingenioso —dijo Crespo, con el entrecejo fruncido.
—¿Te preguntas cómo es posible?
—Pues sí. Con el tejado y tres de las paredes es fácil. Lo único que hace falta es un proyector detrás de esta sustancia de plástico transparente. Pero al otro lado de la pared de delante, donde está la puerta, solo está el patio.
—Es mucho más simple que eso —dijo el tío Grigorian—. Estamos en la Luna.
Crespo soltó una risita nerviosa. Ésa era la clase de broma que uno podría esperarse de Panza.
—No esperarás que nos lo creamos, ¿verdad?
—No hasta que os lo demuestre —respondió con toda seriedad el tío Grigorian.
—Salgamos a dar un paseo —dijo Panza—, así lo comprobaremos.
—No podemos, evidentemente —repuso Crespo—. No podríamos abrir la puerta ni aunque supiéramos dónde está.
—De acuerdo. —El tío Grigorian abrió de nuevo el archivador, realizó algunos ajustes y, de improviso, las paredes y la puerta del edificio de piedra reaparecieron—. Vayamos a otra parte.
Esa vez las paredes y el techo permanecieron en su sitio, pero junto a la puerta se materializó una ventana. Crespo se asomó a ella.
—¡Eso es Trafalgar Square!
El tío Grigorian sonreía de nuevo.
—Las paredes son muy gruesas —dijo Crespo—. A lo mejor hay un proyector oculto en la piedra.
—Pero aquí fuera sí que podéis salir —replicó el tío Grigorian.
Crespo se quedó mirándolo.
—¡Vamos!
—De acuerdo —dijo el muchacho. Merecería la pena con tal de poner fin a esa broma, que ya se estaba alargando en exceso.
Abrió la puerta, salió y se encontró sobre el pavimento de Trafalgar Square.
Se quedó clavado en el sitio, boquiabierto de asombro. Estaba convencido de que aquello tenía que ser la granja. El corazón martilleaba en su pecho mientras contemplaba, anonadado, la columna de Nelson que se erguía majestuosa ante él.
Un hombre con un bombín en la cabeza tropezó con él. Crespo se disculpó y se esforzó por recuperar la compostura. Miró con atención a su alrededor. Al otro lado de la columna de Nelson se divisaba la inconfundible fachada de la Galería Nacional, justo donde cabría esperar que estuviera. El clamor del tráfico atronaba en sus oídos, y el característico olor rancio del aire de Londres le hizo arrugar la nariz. Dio un paso al frente, dubitativo, como si quisiera comprobar la solidez de la acera. No sucedió nada, aparte del hecho de que había acortado la distancia que lo separaba del bordillo.
Giró en redondo para ver de dónde había salido. En vez de un edificio de piedra vio una puerta de aspecto anodino, con una ventanita oscura al lado, encajonada entre el escaparate de una tienda y la entrada de un cine. No lucía ningún distintivo que indicara adónde llevaba, y a quien pasara por su lado le costaría reparar en su presencia.
En la esquina más próxima, junto a la estación de Charing Cross, un hombre vendía los periódicos de la tarde. Crespo se dirigió a él, le dio cinco peniques y cogió un diario. Se trataba de la edición que contenía los resultados de las carreras. Crespo consultó la fecha. Era de ese día.
Patidifuso, desanduvo el camino hasta la puerta, la empujó para abrirla y entró en la oficina. Le dio el periódico a Helen y se sentó.
—Bueno —dijo, transcurridos unos instantes—, si puedes ir a Londres, supongo que también podrías ir a la Luna.