—Ignoraba que ese tal Grigorian fuera tío nuestro —dijo Crespo Price.
—El nombre parece de chiste —observó Helen, su hermana—. ¿No te estarás confundiendo, Panza?
—No me llames así —protestó el aludido.
Los mellizos se habían sentado en el murete de ladrillo que había delante de la fachada de Vista Soleada, la pensión que regentaba la señora Price. El edificio, pese a su nombre, en realidad no ofrecía ninguna vista al margen de la hilera de casas de huéspedes idénticas a Vista Soleada que había en la acera de enfrente. Soleada sí que lo era, no obstante, sobre todo a finales de julio.
Acababan de almorzar y, mientras decidían en qué emplear la tarde del sábado que tenían por delante, se dedicaban a observar a los recién llegados que desfilaban ante ellos con sus vehículos cargados hasta la baca de maletas, sillas plegables, termos, cubos y palas para la arena.
Lo cierto era que Helen y Crespo llevaban ya un buen rato devanándose los sesos para encontrar la manera de dar esquinazo a Panza y no volver a verlo en todo el día. Era su primo, tres años menor que ellos y, como Crespo no dejaba de recordarle, un pequeño y gordo grano en el culo. Siempre que iban a pasar las vacaciones de verano a Vista Soleada pasaba lo mismo. Al principio los mellizos se desvivían por ser agradables con él: lo llevaban a nadar a última hora de la tarde, cuando las playas no estaban atestadas de gente; lo incluían en sus partidos de críquet cuando brillaba el sol y en sus partidas de Monopoly cuando llovía; y le habían enseñado su guarida secreta, entre las zarzas del camino del acantilado, desde donde se podía espiar a los conejos.
Luego, transcurridos unos días, empezaban a hartarse de su infantilismo y procuraban darle la espalda. Lo único que conseguían así era que les exigiera con gritos estridentes que lo incluyeran en todo, y los mellizos siempre terminaban intentando escapar de él.
En eso estaban cuando salió de la casa —después de ser el último en acabarse el plato, como de costumbre— y anunció la visita del tío Grigorian. Como la mayoría de las conversaciones que mantenían con Panza, también ésa desembocó rápidamente en una discusión sobre su nombre.
—Me llamo Jonathan —añadió Panza.
—Y el verdadero nombre de Crespo es Richard —dijo Helen—, pero no se queja.
Crespo lucía un mechón tieso en el flequillo que no había forma de dominar. No le gustaba su mote, pero tenía la edad necesaria para saber que cuando uno ponía la voz en grito por algo así, la gente se empecinaba todavía más.
Hubo un tiempo en que se pasaba horas ante el espejo, empeñado en aplastarse el cabello rebelde con ayuda del cepillo, agua y gel; todo en vano. Luego se dejó el pelo bastante largo a los lados, y con el flequillo de punta guardaba incluso cierto parecido con Rod Stewart, así que ya no le disgustaba tanto.
—Además —dijo Crespo—, mi pelo no tiene remedio, pero tú podrías adelgazar.
—Bueno —dijo Panza—, pero es que ahora tengo otro apodo.
—¿Cuál?
—¡El Jinete Enmascarado! —Dicho lo cual, Panza desenfundó una pistola imaginaria de una no menos imaginaria cartuchera, disparó a sus primos y regresó a la casa galopando a lomos de un imaginario corcel.
—Jopé, y otras cinco semanas igual —se lamentó Crespo.
—Venga, a ver qué podemos averiguar acerca de ese tío —sugirió Helen.
Bajaron del muro de un salto y cruzaron el jardín principal, que en realidad no era tal, sino un aparcamiento para los huéspedes. La casa estaba llena a rebosar de turistas que iban de aquí para allá cargados de maletas, buscando los aseos, la sala del televisor o el comedor. Encontraron a su madre en la planta de arriba, haciendo una cama.
El suéter y los pantalones de nailon que llevaba puestos le conferían un aspecto anodino, pero cuando se arreglaba y se maquillaba estaba muy guapa. Siempre andaba diciendo que tenía veintiún años, algo que a Crespo le parecía una mentira ridícula, ya que saltaba a la vista que debía de tener por lo menos cuarenta o cincuenta.
—Ayúdame a hacer el otro lado de la cama, Helen —dijo en cuanto aparecieron—. Janice está abajo y la señora Williams tenía que elegir el sábado para salir a dar un paseo. —Janice y la señora Williams eran las empleadas de la pensión, sin contar a Frank Cheesewright, que hacía las veces de hombre para todo y, a veces, en invierno, acompañaba a la señora Price a ver alguna película.
Helen empezó a remeter las sábanas mientras Crespo, dispuesto a hacer algo útil, se dedicaba a vaciar el contenido de una papelera en otra.
—¿Es verdad que tenemos un tío que se llama Grigorian y que va a venir de visita? —preguntó Helen.
—Sí, es verdad, y espero de corazón que no tenga intención de pasar aquí la noche, porque ya se ha presentado una familia con dos niños más de lo previsto y todavía no sé dónde voy a meterlos.
—¿Cómo es que nunca nos habías hablado de él? —inquirió Crespo—. ¿Dónde vive? ¿Qué lo trae por aquí?
La señora Price ahuecó las almohadas y comenzó a arreglar la segunda cama.
—Vive en una granja, en Gales, y de lo que lo trae por aquí no tengo ni idea. Dice que quiere vernos.
—Pero ¿por qué no nos habías hablado nunca de él? —insistió Crespo.
Una jovencita muy atractiva, tan solo unos pocos años mayor que Helen, apareció con una taza de té en la mano.
—Ay, Janice, que Dios te bendiga. Justo lo que necesitaba —dijo la señora Price, que se sentó en el filo de la cama y removió el té mientras los mellizos aguardaban pacientemente a que les contara algo más acerca de su misterioso pariente—. Solo lo hemos visto una vez —comenzó—. En el entierro de vuestro padre. No os acordaréis…
Imprimió a su voz el tono serio y sucinto que adoptaba siempre que mencionaba al padre de los mellizos. Éste había fallecido en un accidente de tráfico cuando ellos eran muy pequeños; la señora Price había comprado la pensión con el dinero de la póliza del seguro de vida.
—Vuestro padre nunca supo muy bien cuántos hermanos tenía —continuó su madre—. Ya sabéis que su familia se separó en Polonia durante la guerra. Papá era más o menos un huérfano cuando desembarcó aquí, y nunca tuvo noticias de su familia. Fuera como fuese, a su muerte, el tío Grigorian vio la esquela en el periódico y acudió al funeral. Vivía en Alemania por aquel entonces, pero dio la casualidad de que había venido a Inglaterra en viaje de negocios.
»Se mostró muy amable conmigo. Se ofreció a ayudarme económicamente, pero no lo necesitaba. No lo vi más después del entierro. Ahora, al parecer, reside en Gran Bretaña y quiere volver a vernos a todos. Ni siquiera recuerdo muy bien qué aspecto tenía.
La explicación, como le diría Crespo a Helen más tarde, no hacía sino aumentar el aura de misterio que envolvía al tío Grigorian.
Tenía unos pulgares muy raros. Helen fue la primera en fijarse. No se extendían desde el lateral de la mano, sino desde un punto próximo al centro de la base. Cuando Panza se dio cuenta, después de que Helen le llamara la atención sobre esa peculiaridad, declaró que el tío Grigorian era un habitante del espacio exterior y procedió a disparar a Crespo con una imaginaria pistola de rayos.
A pesar de todo, y pulgares al margen, era tal y como se esperaba que fueran los tíos. Tenía barba, bigote y unos ojillos brillantes, vestía traje con chaleco y era bastante bajito.
Lo que más le interesaba a Crespo era su coche, un Triumph de color rojo. El muchacho dijo que tenía el motor de inyección y que iba como una bala.
—Frank Cheesewright dice que todos los coches son iguales —sentenció Helen—, que todos arrancan cuando enciendes el motor y se paran cuando lo apagas.
—Eso lo dice porque solo tiene un Ford de segunda mano y sabe menos de coches que tú —replicó Crespo. Los mellizos reñían bastante a menudo y, aunque jamás lo reconocerían en público, cuando mejor se llevaban era cuando Panza andaba cerca para sufrir la ira combinada de ambos.
Esa discusión en particular terminó antes de empezar gracias a Janice, que los llamó para avisarlos de que el té ya estaba listo. La familia tomaba el té temprano en Vista Soleada, a fin de acabar antes de la hora de cenar de los huéspedes, a las seis y media. Ese día había jamón y ensalada en honor al tío Grigorian, que engullía las patatas nuevas por docenas.
El tío les habló de su granja mientras tomaba el té y devoraba un montón de pan con mantequilla y miel.
—Se trata más bien de media montaña, en realidad —dijo con una sonrisa—. Tengo varios cientos de ovejas, cuyo principal cometido es evitar que crezca la hierba. También tengo unos cuantos cochinos, los cuales no suelen darme problemas a menos que se escapen. Se vuelven escurridizos como anguilas cuando uno intenta atraparlos.
A Helen se le escapó una risita al imaginarse al tío Grigorian, tan bajito y rechoncho, correteando por un corral en plena persecución de un cerdo fugitivo.
El tío Grigorian se subió las mangas de la camisa al terminar el té, se puso un delantal con estampado de flores e insistió en lavar los platos. Los niños, que estaban ayudando a recoger la mesa, oyeron como le decía a la señora Price:
—Para esta noche tengo una habitación en el Grand, en el paseo marítimo.
—Lamento no poder ofrecerte que duermas aquí —replicó ella—, pero estamos completos…
—Pues claro, es lo más normal en esta época del año.
—Más que completos, de hecho. Esta semana me vendría de perlas disponer de una habitación más. Todavía no sé dónde voy a meter a un par de huéspedes que se han presentado inesperadamente.
—¿De verdad? —El tío Grigorian parecía encontrar esa revelación de lo más interesante—. Lo cierto es que eso podría encajar con mis planes… Siempre y cuando a ti te parezca bien, claro está.
La señora Price, que había empezado a usar un cucharón para servir fruta en almíbar en unos platitos para el postre, dejó lo que estaba haciendo y se quedó mirándolo.
—Me preguntaba si a los mellizos les apetecería venir a pasar unos días conmigo. Me gustaría verlos más a menudo…, conocerlos mejor…, ahora que me he mudado a Gran Bretaña. Te despreocuparías de ellos mientras dura todo este ajetreo y, ni que decir tiene, así dispondrías del dormitorio extra que necesitas.
La señora Price adoptó una expresión dubitativa.
—Me temo que no pueden abandonar a Jonathan. Está aquí de vacaciones, y sería descortés por su parte marcharse y dejar solo a su primo.
—Panza también puede venir —dijo el tío Grigorian—. Ni se me pasaría por la cabeza dejarlo tirado.
—Debería consultarlo con mi hermana.
—¿No tiene teléfono?
—Sí. La llamaré.
Cuando se fue para hacer la llamada, el tío Grigorian se volvió hacia los niños. Tenía un ligerísimo acento extranjero que se intensificaba cuando hablaba con ellos.
—¿Qué os parece la idea? —preguntó—. Si creéis que no vais a pasároslo bien, decídmelo. Al fin y al cabo, solo es una granja. Pero podríais ayudar a recoger las ovejas, y os dejaría montar en los tractores y pasear por los campos. Y si os sentís con fuerzas, podríamos ir de excursión a las montañas.
»Podéis quedaros todo el tiempo que queráis. Y en cuanto empecéis a aburriros, yo mismo os traeré de vuelta aquí en coche.
—¡Me parece genial! —exclamó Helen, a la que le entusiasmaban los animales.
—Y a mí —dijo Crespo, que estaría dispuesto a recorrer mil kilómetros a pie con tal de conducir un tractor.
—A mí también —terció Panza, quien no quería que lo dejaran fuera de ningún plan.
La señora Price regresó a la cocina.
—A la madre de Jonathan le parece estupendo —anunció—. ¿Tienes teléfono, Grigorian?
—Por supuesto. Me aseguraré de que los niños te llamen todas las noches.
—Oh, eso no será necesario, siempre y cuando podamos estar en contacto. ¿Cuándo querrías marcharte?
—Bueno, necesitas esa habitación libre esta noche, ¿no es cierto?
—Sí, pero si has reservado en el Grand…
—No te preocupes por eso. De todos modos, no me hacía gracia ese sitio. Si no tardan mucho en preparar las maletas, podremos estar allí para las diez.
Y así de fácil comenzó su extraordinaria aventura.