CRÓNICA DE UNA CIUDAD ASEDIADA

La ciudad está asediada. Los campesinos de la comarca no pueden cruzar las murallas, por lo que se han disparado los precios de los huevos y de la mantequilla. Delante del ayuntamiento está emplazado un cañón. Los ordenanzas le quitan el polvo a conciencia con patas de conejo y plumeros. Alguien aconseja pasarle una bayeta húmeda, pero ¿quién le hace caso en el tumulto de la guerra? Los que, al atravesar la ciudad, ven el cañón, se quedan con el corazón en un puño. Algunos se encogen de hombros: la gente no se limpia los zapatos y ésos van y… Pero, por miedo a los delatores, sólo aparentan que les pica la espalda y que, si alzan los hombros, es para rascarse entre los omóplatos. Como si nada.

Por lo que a mí respecta, no me quejo. Inmovilizado en mi cuartucho y en mi ciudad por las limitaciones del destino, sé muy bien que nunca seré mariscal, al igual que no soy conde. El anciano que vive en el hueco de la escalera no cabe en sí de alegría. Toda su vida se ha hecho pasar por un tirador de primera. Ahora tiene la oportunidad de lucirse. Desde la mañana muy temprano saca brillo a sus gafas de montura de alambre. Padece de conjuntivitis.

Una tarde, un proyectil entró a través de la puerta abierta de una casa del suburbio matando a dos pececillos de acuario. Pese a las circunstancias, se les organizó un entierro por todo lo alto. Las velas ardieron toda la noche en la catedral alrededor del catafalco cubierto con un crespón negro. En el ataúd yacían los pececillos; había que inclinarse mucho para distinguirlos dentro de aquella caja negra y profunda como un precipicio. Después, los seis caballos de la carroza fúnebre se desbocaban a cada momento al no sentir peso. El plenipotenciario responsable del entierro intentaba en vano explicar a las bestias que el bien del municipio exigía que avanzaran con pasos solemnes en señal de luto. Los cocheros les asestaron de tapadillo latigazos en los ollares y eso funcionó. El arzobispo pronunció un apasionado sermón junto a la tumba, pero se enredó con el alba y se cayó en el hoyo. Lo cubrieron con tierra por despiste, ya que nadie se dio cuenta de su desaparición, a pesar de que en todos los rostros se reflejaba el recogimiento. También es cierto que enseguida lo desenterraron y los sepultureros tuvieron que pedirle disculpas. ¡Estaba de tan mal humor que sólo le faltó eso! A resultas de aquel entierro, el odio al enemigo aumentó mucho.

Al anochecer del mismo día, el anciano hirió de bala al farolero que encendía el alumbrado de gas. Se justificó diciendo que había sido por culpa de la escasez de luz, ya que él estaba apuntando al enemigo. Juró que la conjuntivitis se le curaría en poco tiempo.

Por la noche se oyó una fuerte explosión en el sótano de nuestra casa. Eran las botellas de vino de aguja casero que explotaron por estar mal encorchadas. Pusimos centinelas.

Cuando, a consecuencia del acontecimiento, bajábamos corriendo al sótano para ver qué ocurría, me percaté de que mi vecina llevaba un camisón con un estampado que recordaba pequeñas hojas otoñales. Se lo dije. Inmediatamente, los dos pensamos en el otoño y nos pusimos tan tristes que, a diferencia de los demás, que volvieron a la cama, nos sentamos en la escalera trasera que conducía al patio y al jardín. Sentados allí, echábamos pestes de esta estación tan desagradable. Luego me acordé de mi edredón de flores, unas flores sencillas, pero muy lindas y primaverales. Fui a buscarlo y arrebujé a mi vecina. Enseguida nos mejoró el ánimo.

Por la mañana, ¡vaya sensación! A la hora del desayuno, uno de los patriotas había encontrado un torpedo en su taza de café. Inmediatamente avisó a las autoridades. El café fue arrojado al fregadero. Tenemos la consigna de beber el café con una caña. Sobre todo, desde que los yogures están minados. Corren rumores de que son nuestras contraminas.

El periódico exhorta a extremar los esfuerzos. Y a cubrirse de gloria y conseguir un ascenso haciendo alguna gesta. La consigna del día es: «¡Un general en cada casa!». Extremé los esfuerzos y se me rompieron los tirantes. Mi criada refunfuña: «¡Sólo me faltaba un general! Entra en casa con los zapatos sucios y sin descubrirse…». Tres calles más abajo, hay un general modélico en un escaparate. Dicen que allí venden arenques ahumados, pero no pude salir de casa por lo de los tirantes.

Intenté leer, pero aquel anciano tan feliz de poder dar lo mejor de sí se había apostado delante de mi ventana. Con el primer disparo me rompió la lámpara. Me obligó a parapetarme debajo del sofá, donde pude disfrutar de la lectura con relativa tranquilidad. Leía Simbad el Marino. Pero de pronto se me ocurrió que no era un texto digno de los tiempos que nos tocaba vivir. Me arrastré hasta la estantería y saqué un tomo algo amarillento por los efectos del tiempo: La carrera triunfal de la bomba aspirante-impelente en las instalaciones domésticas. Las balas rebotaban contra los muelles del sofá, que respondían con un sonido vibrante y prolongado.

A eso del mediodía, al anciano se le acabaron las municiones o a lo mejor se había ido al oculista. Mi criada regresó con la noticia de que habían confiscado de las tiendas de fotografía todas las fotos en las que aparecían hombres barbudos. No supo decirme por qué. Me arregló los tirantes. Pero yo no me podía quitar la noticia de la cabeza. Tenía las facultades mentales aguzadas por la reciente lectura del libro sobre las bombas aspirantes-impelentes. Me puse una barba postiza y salí a la calle. En la esquina, me detuvo una pareja de gendarmes. Me condujeron a un fotógrafo, le mandaron tomarme una foto y se la confiscaron en el acto.

Aquella noche tampoco pudimos dormir, porque un carro de asalto circulaba por el tejado comprobando los documentos de los gatos que suelen pulular a esas horas. Al parecer, sólo uno tenía la documentación en regla, pero a éste también se lo llevaron. Un simple gato que, de pronto, va documentado lógicamente tenía que despertar sospechas.

Hoy, mi vecina ha salido de compras con un vestido de lunares verde.

Desde la mañana, treinta hombres pintan de negro la cúpula del ayuntamiento que hasta ahora brillaba. Daba gusto verla arrojar destellos incluso en los días de poco sol, pero un asedio es un asedio. Uno de los pintores ha resbalado por la pendiente delante de mis ojos y se ha caído a la calle. Tiene una pierna rota.

Cuando lo levantaban, ha gritado: «¡Por la patria!». Al oírle decir eso, un ciudadano que pasaba por allí le ha arrebatado el bastón a un transeúnte y, de un golpe certero, también se ha partido una pierna.

—¡Yo también quiero! —ha exclamado—. ¡No pienso quedarme atrás!

Y su propio grito lo ha motivado tanto que, por añadidura, se ha roto las gafas.

A partir de hoy, todos los números de circo tienen que ser patrióticos y algunos serán suprimidos.

La familia del portero de mi casa empieza a acusar las típicas dificultades de aprovisionamiento relacionadas con un asedio. Cuando regresaba a casa, he pasado delante de la ventana abierta de los bajos y he oído al portero decirle a su hijo:

—Si te portas mal, papá se comerá tu almuerzo.

En su voz resonaba la gula mal disimulada. Me he encogido de hombros. ¿Por qué el padre no admite simplemente que tiene hambre? El crío lo hubiera entendido. Tanta hipocresía me ha indignado profundamente.

La criada me ha recibido con una noticia nueva:

—¿Sabe usted que este año no habrá Navidad? —ha preguntado—. Los árboles de Navidad van a servir para construir barricadas.

—No se preocupe por los árboles —le he interrumpido—. Adornaremos un geranio.

—¡Dios mío! ¡Un geranio! —se ha lamentado—. ¡Habrase visto!

—Lo siento. Mejor un geranio que nada.

Se ha quedado pensativa unos instantes.

—Tiene razón —ha admitido—. Pero ¿y si a los geranios también se los llevan a las barricadas?

No he sabido contestarle. Por las calles circulan a toda prisa pachones-enlace. Habrá ocurrido algo.

La primera reunión del Estado Mayor. Por lo visto, se produjo una controversia acerca del uso del cañón de delante del ayuntamiento. En principio, todos estaban de acuerdo en que sería bueno dispararlo contra el enemigo, pero unos querían dar un cañonazo con motivo de la fiesta nacional, mientras que otros eran partidarios de hacerlo durante alguna fiesta católica. También surgió una corriente centrista que consideraba oportuna la proclamación de una nueva fiesta nacional que, de manera imperceptible, coincidiera con la fecha de alguna fiesta eclesiástica. Inmediatamente, la izquierda se dividió en dos fracciones. Una propuso tomar en consideración la enmienda del centro, mientras que la otra se posicionó en contra desde el principio, tachándola de oportunista. Acto seguido, la extrema izquierda se subdividió en dos fracciones más. Una de ellas exigía la proclamación de una condena enérgica y de un rechazo incondicional, mientras que la otra recomendaba expresar las reservas en términos genéricos e informales, y sólo para uso interno. Además, la propuesta del centro provocó una escisión análoga entre los partidarios de disparar durante alguna fiesta católica.

Por la tarde se me volvieron a romper los tirantes. Me dio vergüenza pedirle a la criada que me los arreglara. Al fin y al cabo, la pobre mujer tenía derecho a tener vida privada. O sea que me quedé en casa tomando apuntes de La carrera triunfal.

Al anochecer, me sentí cansado. Pensé que, después de todo un día de duro trabajo intelectual, me merecía alguna diversión. Me animé al ver las calles sumidas en la penumbra (el farolero seguía ingresado en el hospital). A cinco pasos no se veían mis tirantes rotos. Me escabullí a la taberna, donde conocí junto a la barra a un hombre simpático que resultó ser el cañonero de nuestra pieza de artillería. Me confesó que no tenía ni idea de cómo se disparaba, ya que era criador de gusanos de seda y lo habían destinado a la artillería por un error en su expediente. En cuanto a mí, mientras levantaba el vaso con la mano derecha, tenía que sujetarme los pantalones con la izquierda.

El tiempo pasó volando. Pronto nos abrazábamos con efusión. Por desgracia, no podía estrecharlo con los dos brazos como él hacía conmigo, por lo que temí que me tomara por un tipo arisco y huraño. Volví a casa reptando junto a las paredes, porque en las calles desiertas silbaban las balas del anciano miope.

Resultó que la criada había cerrado la puerta por dentro con pestillo.

Desconcertado, estuve dando vueltas por el jardín, mirando las ventanas. En alguna todavía había luz, como por ejemplo en la de mi vecina. La vi. Iba tan ligera de ropa que, pobrecilla, temblaba de frío. Casi rompo a llorar de pena. ¿Cómo puede alguien cuidarse tan poco?

Como me había acostado tarde, dormí hasta el mediodía. Al mediodía, dos noticias importantes. La primera, sobre la segunda reunión del Estado Mayor, durante la cual el centro había empezado a hacer aguas a raíz de la valoración que sus miembros hacían tanto de las críticas de las dos fracciones de la extrema izquierda y de la izquierda como de las de los tres grupos que estaban surgiendo en el ala derecha. La segunda noticia era que se había celebrado una ceremonia en el ayuntamiento. En reconocimiento a su voluntaria y concienzuda lucha contra el enemigo, el anciano fue condecorado y recibió una carabina nueva con mira telescópica. Fui corriendo a la farmacia para hacer acopio de mercromina y vendajes, de los que desde entonces no me separo. No obstante, se produjo un pequeño escándalo. Por culpa de su miopía, el anciano se colgó la medalla patas arriba. A una amable observación de alguien respondió abriendo fuego y se lanzó a la calle como una exhalación, gritando que no dejaría títere con cabeza. La condecoración había reforzado su espíritu de sacrificio. ¡Cuánto noble afán y cuánto ardor habitaban en este hombre!

Y, sin embargo, la vida en la ciudad me agota. Pienso que ya sería hora de salir de picnic. Tumbarse en la hierba sin más compañía que las nubes que surcan despacio el cielo. ¿Aguantará el buen tiempo? Dios mío, mi ciudad está llena de catedrales y monumentos preciosos. Los cambios de estaciones son tan maravillosos como si la naturaleza fuera una función de teatro permanente en la que sólo el decorado sufre sutiles variaciones. Estoy convencido de que, subiendo a las murallas en algún lugar remoto de las fortificaciones y mirando hacia el sur, es posible ver un mundo sin confines. ¿Acaso existe algo más hermoso que pasear por la orilla del mar a las cinco de la madrugada de un día veraniego, un mar que pronto atravesaremos rumbo al sur, siempre al sur? Seguro que existe, y precisamente esta seguridad nos obliga a dar saltos de alegría y seguir nuestro camino vagando cada vez más lejos. Naturalmente, esto son sólo pensamientos.

La falta de unos tirantes decentes me incordiaba cada vez más. Mi desconocimiento de la vida práctica no me permitía poner remedio a la situación por mi cuenta y la vergüenza me impedía pedir ayuda. Además, los nuevos acontecimientos no se hicieron esperar. Finalmente, en un comunicado oficial se anunció que el cañonazo contra el enemigo se efectuaría al cabo de dos días.

Aquello requería un montón de preparativos y mucho trajín. Una de las instrucciones obligaba a todo el mundo a procurarse un casco y llevarlo mientras durara el asedio, y en particular el día del cañonazo. Hubo mucho jaleo, mi criada descosía y cosía algo sin cesar, y luego compareció en mi habitación tocada con un casco de fieltro hecho con una vieja boina de cuando era cría y todavía iba a la escuela. Había encontrado la boina en un arcón del desván. Aún olía a naftalina.

—¿Me queda bien? —preguntó insegura, como si le diera vergüenza.

Me pilló desprevenido, porque había hecho los preparativos en secreto, sin echar pestes ni refunfuñar en voz alta como solía hacer cada vez que tenía que cumplir alguna ordenanza de las autoridades, lo cual me hubiera servido de aviso.

—Muy bien —le dije—. Diría que tiene usted un aspecto muy juvenil. Sólo que…, mire, es demasiado blando. Un casco debería ser duro.

—Ay, ¿y ahora qué hago? —se preocupó—. Lo he apedazado como he podido.

—No se trata de eso —intenté advertirle con delicadeza—. Mire, en caso de… Además, seguramente tiene un pedazo de lata, al menos una bandeja del horno o una vieja tetera que ya no utilice…

Por lo que a mí me atañía, opté por la vía más fácil. Cuando ella salió, tiré el geranio y me calé la maceta en la cabeza. No me protegería ni siquiera de la metralla, pero me daba igual, ya que sólo quería tener algo por si había un control. Y por un momento me inquieté al pensar qué ocurriría si realmente necesitábamos el geranio para Navidades.

Deseando relajarme tras aquel día tan lleno de preparativos, por la noche salí a pasear por el cementerio. Encontré lo que buscaba: una paz y un silencio que resultaban realmente reconfortantes después de la travesía por las calles abarrotadas de multitudes febriles y, por regla general, tocadas de cascos. Todo el mundo tenía prisa por hacer los encargos antes de la fiesta del día siguiente, cuando las tiendas permanecerían cerradas. Caminando con parsimonia por un sendero, di con el obelisco inacabado que iba a coronar la tumba oficial de los dos pececillos caídos en combate el primer día de hostilidades. Digo «pececillos» por automatismo, porque la placa sepulcral rezaba algo muy diferente. Para mi gran sorpresa, coincidí con mi vecina que, por lo visto, huía como yo del alboroto y del bullicio. Sus rizos asomaban por debajo de un minúsculo casco de hojalata ondulada. Sentí timidez.

—¡Qué silencio! —dije, plantándome delante de ella.

—¡Qué silencio! —confirmó.

—Mañana disparan.

—Eso dicen.

Se sacó un espejo de mano y se enderezó el casco.

El cañonazo no salió bien. Me lo anunció la criada, porque no hubo ningún comunicado oficial. Pensé que mi artillero había dicho la verdad. Por lo demás, es posible que no tuviera ninguna culpa y los motivos fueran distintos: había opiniones para todos los gustos. Pero a mí me preocupaban otras cosas, porque quería salir de picnic de una vez por todas. Como ya he dicho, por aquel entonces no me movía de casa durante el día por culpa de los tirantes. Me excusaba delante de la criada diciendo que me dolían las piernas y que tenía mucho trabajo. Le mostraba el estudio sobre La carrera triunfal de la bomba aspirante-impelente en las instalaciones domésticas y mis apuntes desplegados sobre la mesa. En cuanto al picnic, contaba con que no habría nadie en la periferia y, además, tenía la intención de salir al atardecer. La noche del Día del Cañonazo tampoco salí de casa, porque me distraje haciendo planes y soñando con la excursión. Después de apagar la luz, permanecí un buen rato junto a la ventana.

Cuando me desperté a la mañana siguiente, oí a mi criada lloriquear en la cocina. Sorprendido, tardé en levantarme, intentando en vano adivinar cuál podía ser el motivo del disgusto. Con el desayuno, unos bocadillos que iba a llevarme, me trajo los periódicos. Lo dejó todo sobre la mesa y huyó sollozando. En la portada de uno de los periódicos había una foto mía y la información de que el culpable de todo siempre había sido y era yo.

Aquello me causó menor asombro de lo que hubiera podido esperar. Al fin y al cabo, ¿cómo podía estar absolutamente seguro de no ser el verdadero culpable de todo? No podía salir de casa, pero esta vez en el fondo me alegré del defecto de los tirantes que me condicionaba. Si yo era el culpable de todo y la gente así lo creía, me habría resultado sumamente desagradable dejarme ver.

Lástima que aquello me aguara el picnic. Cuando salí de casa, sujetándome como siempre los pantalones con una mano, le tendí la otra al portero. Le había regalado a la criada todos mis libros, tanto Simbad el Marino como La carrera triunfal de la bomba aspirante-impelente en las instalaciones domésticas. Me pidió que le escribiera de vez en cuando. Yo estaba contento de que ya anocheciera. El farolero aún no se había curado. Pasé por el patio con la esperanza de ver a mi vecina en la ventana. No la vi. Sólo la oí hablar con alguien. Reconocí la voz de mi artillero. Me dirigí hacia el sur. De veras amaba mi ciudad. Sus murallas exhalaban el calor suave y profundo que las piedras suelen despedir en el ocaso de un día de bochorno. Siempre he admirado la verdadera arquitectura, todo lo que es sabio y sencillo, todo lo que surge naturalmente y es grande y hermoso gracias a un instinto innato. Por eso me gusta la vida, suponiendo que eso sea posible.

Había puesto las miras en las inmediaciones de la vieja ciudadela, abandonada desde hacía mucho tiempo. Me dirigí hacia los altos terraplenes donde una hierba lozana verdeaba en espera de la segunda siega. A mis espaldas, el guirigay de las calles se amortiguaba a medida que me adentraba en los bastiones silenciosos que, con la edad, habían adquirido la forma de jorobas redondeadas. Su naturaleza belicosa se había evaporado, dando paso a unas colinas bucólicas, aunque no desprovistas de inquietud. Constaté con satisfacción que mis previsiones eran correctas. Poca gente me había visto por el camino y podía sujetarme los pantalones con una mano, llevando en la otra los bocadillos.

Cansado por la caminata a buen paso, me senté un rato en el valle formado por dos terraplenes muy altos que se extendían en paralelo hasta perderse más allá del horizonte. Ya llevaba un tiempo recorriendo el fondo de este barranco y no veía más que un retazo de cielo que se oscurecía por momentos. De pronto, al fijarme mejor, vi destacarse con nitidez en él la silueta de un hombre que limpiaba una carabina. En su pecho brillaba la mancha redonda de una medalla. En lo alto todavía hacía sol, mientras que en mi surco ya reinaba una sombra verdinegra.

Naturalmente, era el anciano de la conjuntivitis, implacable en la persecución del enemigo. Por lo visto, rondaba sin descanso por los arrabales en acto de servicio. Admirado de su pasión y perseverancia, sentí miedo de que, si bien movido por las intenciones más nobles, pudiera confundirme con un desconocido.

Por suerte no me vio. Intentando no hacer el menor ruido, enfilé el valle de puntillas. Pronto dejé atrás al anciano. Habría podido avanzar más de prisa, pero me estorbaban los pantalones que se me caían a cada momento y me obligaban a sujetarlos. ¡Si tuviera un par de tirantes en condiciones! Parece ridículo, pero ni siquiera entonces pude librarme de mis pueriles escrúpulos. Estaba solo en el valle, ¿de quién, pues, tenía vergüenza?

Y después, él disparó. Ya me había caído de bruces sobre la hierba, cuando sentí un dolor opresivo, sordo y estúpido en el corazón.