Delante hay un gran edificio, pero tras cruzar el zaguán llegamos a un patio vacío y silencioso, donde una tapia no muy alta nos separa de lo que por lo visto es un jardín, ya que detrás de ella asoman pequeñas cúpulas de espeso follaje moteado de cerezas rojas. Bordeando el muro, damos con un portillo apañado con maderos descoloridos por la lluvia y provisto de un pomo de hierro. Sin embargo, la puerta está cerrada por dentro con un pasador. Al otro lado, adosado al muro y formando un ángulo recto, hay un pequeño anexo, una casita cubierta de tejas rojizas con una especie de galería: cuatro arcos apoyados sobre tres columnas. Desde debajo de los arcos, nos miran unas ventanas. La casita esconde la vivienda del servicio. En la galería que huele a arenisca y hierbas soleadas, dos hombres están sentados junto a un velador cubierto con un mantel blanco. Uno de ellos, de unos cincuenta años, es calvo, tiene los labios carnosos y lleva un traje azulado de corte impecable. Bajo su voluminosa papada, se ha posado una pajarita plateada que corona la camisa impoluta con el mismo garbo que si estuviera a punto de alzar el vuelo. El otro es un sacerdote vestido de sotana negra adornada de arriba abajo con una hilera de botones. Entre los dos, tres botellas de cristal verdinegro y dos vasos llenos de cerveza hasta la mitad. Se puede adivinar que aprovechan la tarde de sábado para descansar después una semana de duro trabajo y para pasar un rato agradable a la espera del día siguiente. Sus miradas perezosas se pierden en las profundidades del jardín, donde se arraciman las ventanas traseras, a estas horas mudas y ciegas, de un edificio oficial de cuatro plantas.
—Hace tiempo que nos conocemos —interrumpe el silencio el cura, cogiendo el vaso con un gesto pausado—, y todavía no sé qué tratamiento le corresponde.
—Entiendo su desconcierto, padre —contesta el otro—. Utilizar el título que me pertenece estaría fuera de lugar. No me refiero sólo a cuestiones, por así decirlo, administrativas, sino al simple buen gusto. Respeto su delicadeza, que nos permite, tanto a usted como a mí, evitar la disonancia que se produciría inevitablemente en el momento en que usted hiciera uso de sus conocimientos de heráldica.
El cura:
—Por otro lado, me resulta extremadamente difícil tratarle según la costumbre que han introducido sus… cómo lo diría…
El cura se ruboriza. Se aclara la garganta, totalmente confundido. A lo que el otro dice:
—¿Patronos? Llamemos las cosas por su nombre. De hecho, formo parte del personal contratado, por lo que no estoy sujeto a los rigores de la regla de este convento. Es más, mi valor como empleado consiste también en haber conservado en estado puro y fresco ciertos principios directamente opuestos a los que profesan nuestros… mmm…, quiero decir…
Se aclara la garganta, levemente desconcertado. El cura se precipita en su ayuda:
—Digamos: mentores. O, enfocando el tema desde una perspectiva más amplia: prójimos. Exacto, mentores o prójimos. Unos prójimos que…
—Le entiendo, le entiendo muy bien y creo que no hace falta buscar una definición más exacta. Pero, dado que ha salido el tema, tengo que reconocer que yo también he tenido ciertas dudas. Por ejemplo, todavía hoy no estoy seguro de si puedo llamarle, digamos, capellán.
—¿Capellán?
—Sí. Si no me equivoco, suelen llevar este título los sacerdotes que desempeñan su oficio en una institución laica y dentro del marco que ésta ofrece, sea un ejército, una cárcel o un…
—Le advierto que en este caso concreto se trata de una institución más que laica.
—Naturalmente. Más que laica. ¡Eso! Pero disculpe mi insistencia, usted, padre, seguramente no es ajeno a que, de hacerse pública su presencia y la naturaleza de su trabajo en este lugar, el asombro que tal noticia causaría entre los profanos sería del todo natural y justificable.
—Lo mismo podría aplicársele a usted.
—Cierto. Pero no hasta tal punto. Al fin y al cabo, mi trabajo no se extiende a los dominios del alma y de la filosofía. Si le digo esto, es para hacer hincapié en el respeto que me inspira la exquisitez de una vocación espiritual de cualquier índole, esté ésta relacionada con la fe, con el arte o con el pensamiento. Mi caso es distinto: cuando viene alguien de allí, algún miembro destacado de un consejo de administración, algún artista o algún rey, salgo a recibirlos porque aprendí desde la infancia más tierna qué platos deben servirse, qué vinos deben acompañarlos y qué copas son las adecuadas. Hablo idiomas, conozco la historia del arte y no soy comunista. El trabajo es duro, pero no monótono, porque en los ratos libres enseño bailes de salón a los jóvenes, a los hijos e hijas de los secretarios del partido. Tengo unas obligaciones estrictamente definidas que, exceptuando la conversación, se limitan a actividades puramente físicas.
—Vaya, vaya. ¿Debo creer que eso es todo?
—Bueno… También aporto las fechas y la organización de las fiestas anuales más importantes que, si bien desatendidas en la estricta regla de nuestros superiores, no carecen de importancia para una parte de la sociedad y, por lo tanto, suelen ser lealmente respetadas. Sin embargo, éstos no dejan de ser encargos extraordinarios que en principio no forman parte de mis funciones contractuales. Así pues, por lo que se refiere al tratamiento, lo más sencillo sería llamarme maître de danse.
El cura suspira y se abstrae en la contemplación del jardín. En lo alto, el cielo se satura de un azul cada vez más profundo, lo que augura una puesta de sol inminente. Al cabo de un rato, dice:
—Podría decirse que usted se lo ha montado bien.
A lo que el maître de danse, sorprendido, contesta con el vaso de cerveza a medio camino entre la mesa y los labios:
—¿Disculpe?
EL CURA: Le pido perdón.
EL «MAÎTRE DE DANSE»: No importa. Es la nueva realidad.
EL CURA: La lucha de lo nuevo con lo viejo.
EL «MAÎTRE DE DANSE»: Usted, padre, no deja de sorprenderme. Esta es la segunda vez. La primera fue, con su permiso, al verle por aquí. Cuando coincidimos en la misma…, ¡no me interprete mal!…, plataforma laboral.
EL CURA: No veo motivos. Simplemente, me lo propusieron. El secretario dejó las cosas claras: «En nuestras filas —dijo—, hay buenos camaradas que tienen la nefasta costumbre de asistir a misa. Las masas obreras los ven en la iglesia y eso no está bien, no es político. ¿Expulsarlos? No nos lo permite el principio de unidad de nuestro movimiento. A la gente hay que educarla, padre. Por otro lado, permitir el escándalo público tampoco está bien, sobre todo en vista de lo que podrían opinar las instancias superiores. Tenemos una proposición para usted. Instalaremos en el Comité una pequeña capilla, nada espectacular, unos seis metros por ocho, con un modesto altar. Ya que no hay otro remedio, nuestra gente podrá acudir allí discretamente, en familia. A cambio, usted podrá desahogarse en sus sermones, podrá decir lo que le salga del alma. Sobre el gobierno, sobre Marx, da igual, no habrá nadie más que nuestros camaradas, comunistas de pura cepa que nunca claudicarán. De este modo, mantendremos la unidad en nuestras filas y la gente dejará de murmurar». Acepté el puesto.
EL «MAÎTRE DE DANSE»: Pero…
EL CURA: Voy a adelantarme a sus argumentos y objeciones. Acepté porque estaba seguro del efecto de mis sermones. En mi decisión había algo de espíritu misionero. Por desgracia, Dios castiga a los soberbios y orgullosos.
EL «MAÎTRE DE DANSE»: Cabe decir que la frase sobre la lucha de lo nuevo con lo viejo en su boca…
EL CURA: Precisamente.
EL «MAÎTRE DE DANSE»: ¿Quiere decir, padre, que su heroica decisión de entrar en la cueva del león no ha dado los resultados que esperaba?
EL CURA: Querido señor. Hace un momento ha hablado de los dominios del alma y de la filosofía otorgándome ciertas prerrogativas al respecto que ojalá me merezca. Permítame utilizarlas ahora para llamarle la atención sobre el hecho de que la observación acerca de «la lucha de lo nuevo con lo viejo» no es en absoluto incompatible con mi vocación y oficio de pastor de la grey, sino que expresa mis convicciones más profundas, unas convicciones que, estoy seguro de ello, lo dejarían boquiabierto si nuestra conversación traspasara los límites de una simple charla entre colegas.
EL «MAÎTRE DE DANSE»: ¿A qué se refiere?
EL CURA: Soy marxista.
El maître de danse levanta las cejas y abre la boca formando un círculo. El cura junta las manos y levanta la vista hacia el cielo.
El maître de danse cierra la boca y vuelve a abrirla para proferir la frase:
—Le admiro, padre. Y, sin embargo, siempre insistiendo en que las sutilezas del espíritu no forman parte de mis competencias profesionales, deduzco que mi inferioridad y mi ignorancia no sólo me permiten, sino que incluso me otorgan derecho a preguntarle: ¿cómo lo hace?
EL CURA: En primer lugar, desearía disipar de antemano cualquier posible sugerencia de que mi estado civil, cuyo signo externo es el hábito, haya perdido, aunque sea en grado mínimo, su autenticidad. Todo lo contrario. Mis convicciones marxistas no sólo no han contaminado en absoluto mi vocación de sacerdote, sino que la han reafirmado y la han guarnecido con el esplendor nuevo de un deber especial, me atrevería a decir, de un deber de militante de base.
El maître de danse agacha la cabeza y dice con voz cansina:
—Me rindo. Deje de tratarme como si fuera un polemista. Lo único que deseo, si no es pedir demasiado, es recibir explicaciones fáciles y pacientes. Soy como un crío incapaz de comprender las complicaciones del catecismo que para los padres de la Iglesia probablemente no presentan dificultad alguna.
EL CURA: La humildad de un simple feligrés ante los secretos del dogma es justa y loable. No obstante, lo que en un primer momento le ha asombrado tanto seguramente pronto le parecerá mucho más accesible e incluso sencillo. Como sin duda sabe, en tanto que empleado del Comité, tengo la obligación de participar en los cursos de formación ideológica, donde, dicho sea de paso, también le he visto a usted.
EL «MAÎTRE DE DANSE»: Gajes del oficio, nada más…
EL CURA: Al principio, yo también tenía esa actitud y trataba las clases como una triste necesidad, pero pronto puse interés en las tesis y los argumentos que allí escuchaba y, al final, me convencí. Del mismo modo que se ha convencido la cuarta parte de los habitantes del globo, calculamos que más o menos a tanto ascienden las fuerzas del progreso y de la democracia.
EL «MAÎTRE DE DANSE»: ¡O sea que admite haber apostatado!
—¡No admito nada! —exclama el cura, dando un manotazo en la mesa—. ¡Y no me interrumpa! ¡No me impute nada!
EL «MAÎTRE DE DANSE»: Acepte mis disculpas. Me he excedido.
EL CURA: Disculpas aceptadas. Tanto más cuanto que, en cierta etapa de mi desarrollo ideológico, cometí el mismo error que usted acaba de cometer. Durante un tiempo, estuve convencido de ser un apóstata. Es más, de resultas de una dura lucha interna, decidí romper con mi antigua concepción del mundo. Por lo tanto, acudí al secretario, le expuse con sinceridad mis dudas y declaré que, a causa de mi evolución hacia el marxismo, no me consideraba capaz de seguir desempeñando las funciones de capellán del Comité, como ha tenido usted la bondad de definirme. El secretario se alegró visiblemente y me felicitó por mi desarrollo. Pero luego se puso serio y se frotó la frente durante un buen rato. Al final, dijo, pensativo: «Mire, camarada, las cosas no son tan simples. Si abandona, expondrá a nuestros compañeros a la incomodidad de asistir a misa en la ciudad, lo cual puede conllevar graves consecuencias ideológicas. La propaganda del enemigo tendrá un alimento nuevo y se extenderá entre las masas. ¡Y nosotros siempre tenemos que estar orientados a las masas! Me alegro de veras de su concienciación, pero no debe olvidar que a mayor conciencia, mayores deberes. En pocas palabras, debe conservar el cargo. Ya conoce el terreno, es usted nuestro hombre». Protesté. Dije que, por lo visto, el secretario no tenía ni idea de cuán lejos habían llegado mis convicciones marxistas. Estaban tan avanzadas que ya no me permitían seguir cumpliendo con mis quehaceres habituales. A lo que el secretario replicó: «Al contrario. Precisamente porque veo en usted un individuo maduro, cuento con que sabrá comprender qué es la táctica. ¡No se olvide de la dialéctica! Sé muy bien cuánto le costará seguir siendo cura, no obstante, apuesto por su alto nivel ideológico y su experiencia, y creo que puedo pedirle sacrificios. Es más, debe tener claro que no sólo se trata de seguir ocupando el puesto, sino de trabajar con mayor convicción, trabajar mejor, rendir más sin perder ni un ápice de las competencias y de la profesionalidad que le han caracterizado en el pasado. De no ser así, nuestros camaradas podrían advertir que está en baja forma y, descontentos, buscarse otra iglesia fuera de nuestro alcance. Su misión resulta del análisis de la situación actual. Camarada, piense en la responsabilidad que esto supone y verá lo mucho que aprecio su entrega, su concienciación y su combatividad. Apelo a su sentido del deber».
»Después de pensármelo bien y, debo admitirlo, bastante perplejo, llegué a la conclusión de que a los argumentos del secretario no se les podía negar una razón superior. Porque hay razones superiores e inferiores. Las superiores pueden comprenderse sólo gracias a una disposición interna específica. ¡Exacto! ¡Una razón superior! Ahora comprenderá usted que mi vocación y mis convicciones no solamente no están reñidas, sino que se complementan formando una unidad dialéctica.
El maître de danse se seca la cara con un pañuelo de batista y contesta:
—Continúe.
EL CURA: Sí, sí. Mi concepción del mundo también ha pasado por dos etapas de desarrollo: al periodo de criticismo ideológico sincero, pero ingenuo y de cortos alcances e incluso perjudicial, le siguió la ascensión a un grado superior, el de la actividad táctica plenamente consciente que exige más de un sacrificio, aunque a cambio nos ofrece una sensación de responsabilidad implacable, de fortaleza de espíritu y de servir con eficacia a la compleja maquinaria de nuestro aparato y nuestro pensamiento político.
EL «MAÎTRE DE DANSE»: Se está poniendo el sol.
EL CURA: En efecto. La naturaleza se rige por sus propias leyes.
Del jardín caldeado durante todo el día emana sosiego. El maître de danse abre la tercera botella y llena los vasos que pronto se coronan de espuma.
—No obstante —dice el maître de danse cogiendo su vaso—, estoy muy satisfecho de que mi trabajo, incomparablemente más modesto, esté desprovisto de elementos filosóficos. Trois, quatre, en avant!, he aquí todo lo que de mí se espera.
En este momento, alguien llama al portillo. El cura y el maître de danse intercambian las miradas.
—¿Qué demonios puede significar eso? —pregunta el cura.