Abril fue muy cálido y, a principios de mes, la multitud que transitaba por la Krakowskie Przedmieście y las avenidas antes del mediodía presenció un acontecimiento insólito. Por encima de los tejados, un hombre de modesto abrigo gris, cartera bajo el brazo y sombrero se cernía en el aire como un pájaro sin ayuda de ningún artefacto, aleteando lentamente con los brazos. Trazó un círculo sobre el Club del Libro y de la Prensa Internacional e incluso cayó en picado como si hubiera avistado algo en la acera, obligando a los asombrados habitantes de la capital que abarrotaban la calle a echarse instintivamente para atrás —pudieron distinguir el destello del anillo que llevaba en la mano y apreciar el grado de desgaste de las suelas de sus zapatos—, pero de pronto volvió a levantar el vuelo y, profiriendo un penetrante gorjeo, ganó altura y describió majestuosamente un semicírculo para luego desaparecer hacia el sur.
Como es lógico, el suceso dio mucho que hablar. A pesar de que ninguna noticia trascendió a la prensa, ya que no estaba claro qué opción política representaba el hombre volador, pronto se enteró todo el mundo. Y el acontecimiento habría quedado en la memoria colectiva durante mucho tiempo si no lo hubiese eclipsado otro suceso que se produjo pocos días después. A saber, casi en el mismo lugar, aparecieron dos hombres con cartera que surcaban el cielo hacia el sur a gran velocidad.
Se acercaba la primavera y los días se volvían cada vez más soleados. Encima de Varsovia, y pronto también de las capitales de provincia e incluso de comarca, aparecían cada vez más a menudo siluetas con abrigo y cartera —de dos en dos o de tres en tres, pero mayoritariamente solitarias— que efectuaban acrobacias aéreas en planeo y desaparecían hacia el sur.
La sociedad reclamaba el derecho a conocer la verdad y, por lo demás, ya no tenía sentido seguir ocultándola. Se emitió un comunicado según el cual, a causa del aumento primaveral de las temperaturas y la subsiguiente apertura de las ventanas de las oficinas e instituciones públicas, muchos, muchísimos funcionarios sucumbían a su naturaleza aquilina, abandonaban el puesto de trabajo y salían volando por la ventana. El comunicado terminaba con la advertencia a los funcionarios y oficinistas de que, en vista de los nobles objetivos del plan quinquenal, no debían ceder a la llamada de la sangre, sino quedarse en sus puestos. Durante los días siguientes tuvieron lugar manifestaciones masivas de trabajadores que declaraban la plena disposición a sobreponerse y no salir volando. Así empezó un conflicto trágico. A pesar de su firme voluntad de permanecer en sus puestos, el número de funcionarios que levantaban el vuelo sobre la capital y otras ciudades no disminuyó. Se columpiaban entre los blancos cúmulos, hacían cabriolas en el azul soleado, se revolcaban en los crepúsculos vespertinos y, embriagados por la magnitud de sus revoloteos, les echaban carreras a los frentes borrascosos de la primavera. Ora caían en picado, ora ascendían a las alturas inaccesibles a la mirada del hombre. Cada dos por tres, botines o gafas perdidas durante algún vuelo vertiginoso llovían sobre las cabezas de los transeúntes. Las oficinas, cada vez más desiertas, funcionaban a trancas y barrancas.
De los Tatra llegaron noticias alarmantes. Los puestos de observación de los socorristas de montaña informaban de la aparición masiva de funcionarios en desfiladeros y peñascos. Volando de cumbre en cumbre, provocaban bajas entre la fauna autóctona. Las quejas se multiplicaron. En la región de Nowy Targ, en tan sólo una semana desaparecieron sin dejar rastro veintiocho corderos y, en Muszyna, un águila más tarde identificada como un vicedirector de departamento perpetró un audaz atraco arramblando con un cochinillo. Caían del cielo como relámpagos.
Mientras tanto, a medida que se acercaba el mes de mayo, se abrían las ventanas de más oficinas. Agravaba la situación el hecho de que fuera entre las autoridades centrales donde se dieran más casos de aguilamiento. A más alta instancia, mayor porcentaje de aves imperiales. Eso iba en detrimento de su prestigio, ya que a cada rato los ciudadanos veían patalear en el aire o elevarse como un globo de feria a un dignatario a quien hasta entonces sólo conocían de las tribunas o de las fotos de la prensa.
Así pues, llegó la orden administrativa de cerrar las ventanas de las oficinas e instituciones, hiciera el calor que hiciera. A partir de entonces, la ventanas permanecieron cerradas a cal y canto, pero esto no sirvió de mucho, ya que una verdadera águila es capaz de echar a volar aunque sea a través de un tragaluz.
Se aplicaron varias medidas. A algunos les ataron pesas de plomo a los zapatos. En vano: se iban volando en calcetines. A los más sospechosos se los amarraba al escritorio con cordeles, pero los rompían a picotazos. Cada dos por tres algún que otro funcionario suspiraba intentando resistir a la tentación —el sentido del deber se debatía en su interior con la llamada de la naturaleza—, pero finalmente se encaramaba al alféizar, se aclaraba la garganta para encubrir la perplejidad y alzaba el vuelo, a menudo acabando de engullir en el aire el bocadillo y el té de media mañana.
En estas circunstancias, los trámites se complicaban sobremanera. Por regla general, el funcionario que se marchaba volando se llevaba la cartera con los expedientes de todos los casos que tenía entre manos. Yo mismo conseguí solventar un asunto con el auxiliar administrativo G. sólo porque unos guardabosques me avisaron de que lo habían visto luchar con una cabra montés cerca del lago Morskie Oko. Los solicitantes organizaban expediciones a los lugares donde esperaban dar con los nidos o los territorios de caza de los funcionarios. El alpinismo experimentaba un auge inusitado, pero el sistema administrativo del país estaba colapsado.
Los guardabosques recibieron la orden de atrapar a los fugitivos. Pero, con lo veloces, escurridizos y osados que eran, ¡quién era el guapo capaz de atraparlos! Sólo el método de tender redes alrededor de los cajeros antes de cada primero de mes dio resultados sorprendentemente buenos, porque entonces, movidos por un instinto más fuerte que ellos, acudían en bandada para cernerse sobre los departamentos de contabilidad profiriendo gritos llenos de excitación. Sólo que, pasado el día uno, desaparecían y los que habían quedado atrapados en las redes se amustiaban o volvían a escaparse.
Así transcurrieron la primavera y un verano tórrido, pletórico de libertad y marcado por altos vuelos. E, imperceptiblemente, como una enfermedad, llegó el otoño que eclipsó el sol. El último grupo de escolares que había ido de excursión al Świnica encontró en la grieta de una roca a un auxiliar administrativo, el primero que no se echaba a volar al ver acercarse a alguien. Permaneció inmóvil con la mirada sombría y ocultó la barba detrás del cuello levantado de un abrigo fino y raído, el mismo con el que seguramente había salido volando en primavera. Sólo cuando estaban muy cerca de él, dio unos pasos torpes, lanzó un graznido ronco, batió pesadamente las alas y se alejó hacia el valle Pięciu Stawów. Su silueta se esfumó en la niebla.
Hoy ha nevado por primera vez. Los copos húmedos se posan silenciosos sobre las tejas de las cabañas de Podhale y las techumbres de bálago de Mazovia. Y, bajo los tejados, resuena un exaltado canto popular sobre los funcionarios, esos adalides nuestros que son verdaderas águilas.