En una finca del este del país vivía un guardabosques que tenía un bigote extraordinariamente largo. El bigote era su orgullo. Le sentaba de maravilla.
El guardabosques estaba enamorado de la hija del terrateniente. A fin de tener un pretexto para ver a la señorita, cazaba cada año grandes cantidades de liebres y llevaba el botín al palacete.
—Para hacer a la cazuela —le decía a la cocinera. Pero de este modo no siempre conseguía ver a la señorita, que a menudo estaba leyendo en la biblioteca o fisgaba en la despensa.
A veces ocurría que, al sentarse a la mesa, los señores y demás residentes de la mansión hacían ascos a los guisos de liebre. A menudo, la señora madre decía con énfasis, clavando una mirada inquisidora en el rostro de la hija:
—Otra vez esa liebre.
La señorita se ruborizaba y agachaba la cabeza.
El guardabosques era tímido. Además, la diferencia de nivel social le impedía acercarse a su amada.
Pero una vez le pareció que sus sueños estaban a punto de realizarse.
Acababa de llegar al palacete con una liebre. Sin embargo, no se dirigió al porche, sino a una puerta lateral que daba al parque. Vio a la señorita sentada en una pequeña glorieta. Sola. Sus manos descansaban sobre un libro abierto. Estaba sumida en sus pensamientos. Los rizos le caían sobre la frente. Tenía los labios entreabiertos y el pecho le ondeaba al ritmo de una respiración acelerada.
La imagen embelesó tanto al guardabosques que estuvo a punto de dejar la liebre en cualquier sitio, aunque fuera en un hormiguero, salvar la valla de un salto, caer a los pies de la doncella y declararle sus sentimientos.
Pero en aquel mismo momento, la señora salió de las dependencias acompañada de una sirvienta que llevaba la colada en un cesto. A la señora le gustaba ocuparse de todo personalmente.
«El perro suelto se vuelve salvaje y la casa dejada de la mano de Dios se va al traste», solía decir cuando alguien le advertía que no debería trabajar tanto.
Miró a su alrededor y se percató de que había olvidado en el trastero las cuerdas de tender la ropa.
—Quédese quieto un rato —le dijo al guardabosques, y ató a un árbol uno de los extremos de su enorme bigote, y a otro árbol el otro.
—Tiene que secarse hoy —se justificó—. Se está nublando, en cualquier momento caerá un chubasco. Mi esposo se lo sumará al sueldo.
Y mandó a la criada tender la ropa sobre el bigote tirante del guardabosques. La criada cumplió la orden, recogió el cesto vacío y se fue.
El guardabosques se quedó entre los dos árboles atado por el bigote. Tenía el gorro calado hasta las orejas y en la mano sostenía la liebre.
¿Cómo acercarse a su amada en esas circunstancias?
Y ella seguía con la mirada inmóvil clavada en la lejanía, como si hubiera columbrado entre el cielo y la tierra algo impreciso, algo que la mayoría de los mortales desconocemos y sólo el corazón de una joven es capaz de apreciar.
¡Ay, con qué gusto el guardabosques hubiera dado un par de tirones a su bigote! Pero, dadas las circunstancias, no se atrevió ni a respirar para que la señorita no lo viera. Y no tanto porque lo hubieran obligado a hacer un trabajo indigno de un hombre —hubiera soportado tal humillación a cambio de una mirada de la joven—, como porque la colada… era la ropa interior de la señorita. Le daba tanta vergüenza y tanto miedo ser visto que, en el intento de hacer el menor ruido, se puso de puntillas. El rubor de su rostro se avivó de tal modo que las lágrimas que le rodaban lentamente por las mejillas arreboladas empezaron a chisporrotear con suavidad al evaporarse.
La señorita cerró el libro con un gesto pausado. Se levantó. Apenas rozando el césped con los pies, se dirigió hacia el estanque, donde se dedicó a echar migas de pan a los cisnes. Seguía con la mirada distante, pensativa, lejana… ¿Había visto lo que le ocurría al pobre guardabosques? No lo sabemos. ¿Quién conoce los secretos del corazón femenino?
Anteayer, el guardabosques fue visto en la feria. Vendía liebres. Lucía un pequeño mostacho inglés. Un bigote tan corto no le favorecía en absoluto. Las muchachas se reían de él.