Como leal ciudadano que soy, decidí vivir todo un día de acuerdo con el espíritu de las declaraciones oficiales.
PRIMER DÍA
Me desperté dándome un guantazo en la cabeza para realizar el plan de descanso nocturno antes del plazo previsto. A pesar de la resistencia que aún intenté ofrecerme, con un par de golpes certeros me hice caer del colchón al suelo, donde me inmovilicé con una llave Nelson. El proceso de vestirme transcurrió con fluidez, salvo algunas escaramuzas sin mayor importancia. De este modo, gané la batalla por levantarme.
No obstante, desde el cuarto de baño adonde me dirigía, de repente me alcanzó una ráfaga de armas ligeras. Era yo quien, metralleta en mano, me batía por el cepillado de dientes. Por lo visto, salí airoso de la contienda, porque pronto aparecí en el umbral dando muestras de alegría. Cuatro disparos más fueron suficientes para salir a la calle pasando por encima del cadáver del portero.
Quería desayunar. A la cajera del bar le gané por puntos. Llevando el ticket como botín, me dirigí al mostrador. Una vez allí, tuve que utilizar un torpedo. El torpedo de última generación, rápido e infalible, me aseguró la victoria definitiva en la lucha por la tortilla a la francesa de tres huevos.
Luego se produjeron varios combates por un montón de cosas. En una lucha cuerpo a cuerpo, gané la batalla por ponerme el sombrero. Dos granadas de mano aseguraron el éxito de mi incursión al urinario público. Logré comprar un paquete de tabaco desde la torreta del tanque al cabo de media hora de fuego intenso y tras reducir el estanco a cenizas. Finalmente, después de haber ganado todas las batallas y abrigando la esperanza de ganar también las que se me presentaran en el futuro, regresé a casa. Después de una refriega por acostarme, durante la cual me infligí una leve herida de sable, me dormí feliz, aunque extrañamente cansado.
SEGUNDO DÍA
Aquella mañana miré por la ventana y junto a la entrada del patio vi un problema. Cuando salía de casa, seguía allí sin haber cambiado de posición. Por la tarde, lo encontré igual. No fue hasta el anochecer que trasladó el peso de su cuerpo al otro pie. Me fui a dormir inquieto y lleno de compasión por el pobre problema. Al día siguiente, seguía plantificado allí como el día anterior. Le llevé una silla de tijera para que por lo menos pudiera sentarse un rato. Pero no, él seguía igual y sólo de vez en cuando hacía unas flexiones. «¡Vaya problema!», pensé.
Los vecinos del inmueble interrumpían a cada momento sus quehaceres para echar una mirada al patio y comprobar si el problema todavía estaba allí. Nos acostumbramos a su presencia. Las madres lo ponían como ejemplo a los niños y los hombres le tenían envidia. De ahí que hubiera una conmoción generalizada la mañana que, como cada día, me precipité a la ventana y constaté que el problema yacía tendido en el suelo. No sufrió mucho tiempo. La Asociación de Vecinos corrió con los gastos del entierro. El activista que un día lo había dejado olvidado allí por un descuido, apareció en el cementerio para pronunciar un discurso de despedida, planteando de paso una serie de problemas nuevos.
Pero la Asociación ya no tiene dinero para más entierros.