EL PASTOR

El pastor era joven. Gastaba gafas con montura de alambre. Se peinaba el pelo lacio y ralo hacia la izquierda.

Antes de ir a misiones, nunca había abandonado San Francisco. El padre del pastor también había sido pastor y, además, consejero jurídico de su congregación. Pronunciaba sermones para los funcionarios de bajo rango que eran la mayoría de los feligreses de su iglesia. Regentaba un bufete de abogados y poseía acciones de una naviera de cabotaje. Después murió. Esto ocurrió justo cuando el hijo abandonaba el seminario para misioneros.

Mandando a misiones al joven pastor, sus superiores hicieron lo correcto. De inteligencia mediocre, no servía para directivo, pero podía ocupar el puesto de catequista en una escuela de gente de color. Fue a parar a Tokio.

Por el camino, rezó y meditó sobre su cometido. Su padre lo había educado muy estrictamente y las oraciones que el muchacho había elevado a lo largo de su vida eran muchísimas.

En Tokio, el administrador le dijo:

—Te hemos encomendado una obra difícil, pero particularmente grata a los ojos del Señor. Irás a Hiroshima.

El joven había conocido este nombre a través de los grandes titulares de prensa el día de verano que cumplió dieciséis años.

Al llegar a su destino, el pastor Peters se afligió. Aquella ciudad no se parecía nada a San Francisco.

Tardó mucho en preparar a conciencia su primer sermón. La estación misional estaba entre casitas desparramadas junto a una autopista.

Aunque no tenía ni pajolera idea de nada, el joven pastor Peters no sabía pronunciar sermones sin concepto. Desarrolló dos tesis paralelas: que los fieles debían defenderse de los pecados que les amenazaban en la miseria, y que la miseria causada por la destrucción que habían sufrido durante la guerra era un castigo por sus pecados. Consideró que lo que mejor las avalaba era el capítulo 24 de San Mateo.

Los feligreses, que se reducían a unas cuantas decenas, se reclutaban de entre los vecinos de las casitas. Los sermones tenían lugar una vez a la semana en la capilla. Los feligreses sólo acudían en el momento del sermón. Se sentaban callados en los bancos y, tras escucharlo de cabo a rabo, salían al patio donde se repartía sopa de carne. Luego desaparecían hasta el domingo siguiente.

Hay que reconocer que, al subir al púlpito por primera vez, el joven pastor Peters tuvo miedo escénico. Pero las palabras del capítulo 24, tan familiares, le ayudaron a recobrar la compostura. Leyó a voz en cuello:

—… ¿Veis todo esto? De cierto os digo que no quedará aquí piedra sobre piedra que no sea derribada…

Miró la sala. Estaban allí, grises y acurrucados.

—… Y oiréis de guerras y rumores de guerras; mirad que no os turbéis, porque es necesario que todo esto acontezca; pero aún no es el fin.

»Porque se levantará nación contra nación, y reino contra reino, y habrá pestes, y hambre, y terremotos en diferentes lugares.

»Entonces os entregarán para que os atormenten, y os matarán.

Al oír unos pasos levantó la cabeza. Entre los bancos, una muchacha ciega se abría camino hacia la salida. Rozaba los rostros y los hombros con los brazos estirados. El pastor se extrañó y sintió una gran indignación, pero volvió a las páginas abiertas sobre el atril:

—«… El que esté en la azotea, no descienda para tomar algo de su casa; y el que esté en el campo, no vuelva atrás para tomar su capa».

En pos de la muchacha, otros se dirigieron hacia la puerta de la calle. Salían ordenadamente, sin agolparse. Los que estaban más lejos de la puerta esperaban pacientes a que el pasillo se despejara y, luego, daban media vuelta y abandonaban la sala ensimismados. El joven pastor Peters los miraba boquiabierto desde el púlpito. Sin embargo, no en vano durante muchos años había tenido que rezar plegarias antes de las comidas. También ahora le pareció que la Palabra —una Palabra encerrada en los negros caracteres de imprenta del libro que tenía delante— era la única fuerza capaz de detener el éxodo.

—… Mas ¡ay de las que estén encinta, y de las que críen en aquellos días!…

»Orad, pues, que vuestra huida no sea en invierno ni en día de reposo; porque habrá entonces gran tribulación, cual no la ha habido desde el principio del mundo hasta ahora, ni la habrá.

»Y si aquellos días no fuesen acortados, nadie sería salvo…

Volvió a levantar la vista del libro y miró a su alrededor con los ojos del niño a quien sus padres no quieren llevar al cine a pesar de habérselo prometido. La sala ya estaba vacía. Sólo un hombre permanecía arrodillado en el centro, un anciano con la frente inclinada hasta el suelo. En el recinto desierto vibraba el runrún de un motor lejano y se podía oler la sopa de carne.

O sea que leyó la última cita:

—… Mas por causa de los escogidos, aquellos días serán acortados.

Cerró la Biblia. Se dirigió al único feligrés.

Era un anciano calvo que cabeceaba y se tambaleaba como si fuera a caerse de un momento a otro, pero siempre conseguía recuperar el equilibrio. Estaba durmiendo. La guerra le había arrebatado el oído.