¡Arriba, abajo, al centro y adentro! Una vez estaba jugando a los naipes con mi cuñado y él no tenía buen juego. Cuando me había hecho con todas las chapas, eructó y dijo: «¡Para ti la perra gorda!». De pronto se abre la puerta, entra una perra San Bernardo y pregunta con voz de barítono: «¿Qué pasa?».
¡Salud! Seguro que nunca habéis vivido un sábado de Resurrección como el que viví yo. ¡Vaya fiestorro! Tenían que venir el obispo y unos prelados, mucha gente quería verlos… Pero a la hora de las campanadas no se oyó ni un tilín. Os lo juro. Unos ateos del pueblo habían descolgado a hurtadillas las campanas y, en su lugar, habían colgado sombreros de fieltro. A mí no se me hubiera pasado por el caletre.
En principio, sí. ¿O sea que sabe imitar el canto del cuclillo? Bueno, algunos saben y otros no. Él sabe. Vaya.
Recuerdo que en la escuela tenía un amigo. Zygmuś se llamaba. Era alegre, el chaval. Listo, muy listo. Un buen matemático, movía las orejas que daba gusto y sabía imitar muy bien el agua. Se sentaba en la primera fila, pero le hicieron cambiar de pupitre, porque a los maestros les daban ataques de reuma. Y en las clases de física, el viejo Sieczko decía: «Zygmuś, no te sientes cerca del barómetro, porque cae».
Pero esto no es nada. A veces, cuando se lo pedíamos, subía al tejado y se escurría por el canalón gorgoteando suavemente. Él era así. ¡Parece que el vaso tenía un hoyo! Bebió nuestro padre Adán. Dentro de todo, hoy en día la amistad no es una cosa tan rara como parece. Una vez iba yo por la calle, hacía un frío que pelaba, porque era invierno. Vi a dos mozarrones. De repente, uno se volvió y, ¡madre mía, vaya guantazo le atizó al otro!… Y, mientras seguían caminando, venga a arrearle una y otra vez. Se oía el castañeteo de los dientes, pero el otro, como si nada. Finalmente se restregó el ojo amoratado y preguntó: «¿Qué? ¿Ya se te ha pasado el frío?».
Chin, chin. La boda fue muy bonita. La novia tuvo muchos regalos. Por ejemplo, una radio de seis lámparas. Se la regaló Franio, un compañero de juegos de la infancia. Todo el mundo se quedó admirado con el regalo. Enseguida la enchufaron a la corriente y lo primero que sintonizaron fue El Danubio azul.
Los recién casados, sus padres, el padrino, la madrina y los invitados se sentaron muy animados a una larga mesa. El novio tomó asiento a la derecha de su radiante esposa y el joven que le había regalado la radio, a la izquierda. Con la ensalada francesa, los padres de la novia se enternecieron y se pusieron a recordar la mocedad virginal de la chica.
—Era una cría muy maja, ¿verdad, Franio?
El joven asintió con un gesto de cabeza. Los ancianos estaban felices de casar a su hija y, además, la generosidad de Franio con el regalo los obligaba a tratarlo con especial deferencia. Por lo tanto, se dirigían a él muy a menudo.
—¡Dios mío! —suspiró la madre con lágrimas de ternura en los ojos—. ¡Lo cariñosa y lista que era! ¿Verdad, Franio?
Franio asintió.
—Era muy buena estudiante, aunque no les hacía ascos a las diversiones sanas —prosiguió la madre—. Todavía recuerdo el alegrón que se llevó cuando le compramos la bici después de la reválida. Ya sabía montar de antes. Franio le había enseñado en el patio. Enseguida pilló el truco, ¿verdad, Franio?
Franio asintió.
—Buena cosa, una bici —se animó a decir el padre—. Recuerdo…
Sin embargo, la madre continuó, embelesada:
—Juventud, alegría, canto, júbilo. Esto es la vida. En mis tiempos, los jóvenes no teníamos lo que tenéis vosotros ahora. Deportes, excursiones. Subirse a la bici y, ¡hala!, al bosque. ¡Un domingo entero!
—Aquello fue un Domingo de Ramos —dijo Franio, sirviéndose una ración de ensalada.
—El Domingo de Ramos siempre llueve —metió baza el novio.
—¡Qué va! —exclamó la madre—. Suele hacer un tiempo espléndido. ¿Verdad, Franio?
Franio asintió.
Se acabó El Danubio azul. El siguiente vals se llamaba Vida de artista. El novio pensó con satisfacción en lo agradable que sería quedarse a solas con su mujer escuchando la radio cuando todos se hubieran marchado.
De ahí el proverbio: «estar como un novio con una radio nueva».
¡Otra! Un día vino a verme un primo lejano, un misionero. Todo él vestido de sotana. Nos dimos un abrazo. Iba a quedarse unos días para respirar aire puro. Le pregunté por los negros y por aquellos países, pero iba a ser su primera vez, de modo que no supo decirme gran cosa. Casi reviento de curiosidad. Me compré un libro de segunda mano titulado El espíritu misionero, donde se explica el qué y el cómo. Lo más interesante es cuando cuentan lo mucho que les gustan los misioneros a los negros. Ya se sabe, hay gente para todo. Uno se come un bistec y tan contento, y para otros sin cura no hay almuerzo.
Estuvimos leyendo hasta el anochecer, aunque los mosquitos nos acribillaban sin piedad y el relente vespertino se calaba hasta los huesos. A ratos, nos entusiasmábamos tanto que abandonábamos la lectura y yo le preguntaba a mi primo:
—Oye, Wacek, ¿los convertirás?
Y él:
—¡Los convertiré!
Nos abrazamos, los dos a punto de llorar.
Poco a poco, lo aprendí todo sobre África. Por ejemplo, lo de los leones puedo recitarlo incluso si me arrancan del sueño más profundo. Y las lianas son casi mis hermanas de lo bien que las conozco.
A menudo, nos preguntábamos cómo abordar a un negro de ésos para convertirlo en un santiamén. Y cuando nos embalábamos, hacíamos ensayos. Yo me ponía en medio del porche y hacía de negro, y Wacek me convertía. La verdad es que se le daba muy bien y siempre acababa convirtiéndome por más que me escaqueara. Pero hacerme pasar por el aro no era tan fácil y a veces Wacek tenía que sudar la gota gorda antes de salirse con la suya. Más tarde, a mediados de verano, cuando ya habíamos practicado un poco, intercambiamos los papeles y era yo quien intentaba convertirlo a él, que hacía de negro. De entrada, no le hizo mucha gracia, pero con el tiempo le cogió el gusto y hasta decía que así podría entender mejor la psicología de los negros. Adquirí tanta práctica que yo solito hubiera sido capaz de convertir a medio centenar de negros al día, y si el tiempo acompañara, tal vez a más.
Debía de ser principios de agosto cuando finalmente lo dejamos. Wacek, ya se sabe, hubiera podido seguir días y días, pero yo ya tenía otras cosas en la cabeza. La cosecha, la trilla… Lo desatendí un poco, y mientras me dedicaba a las tareas del campo, él salía a recoger arándanos o se columpiaba en el jardín. Una vez, durante la cena, dejé caer que el otoño era la mejor época del año para convertir negros. Y en cuanto a sus hábitos culinarios, dije que, mirándolo bien, era imposible que nunca comieran vegetales, y que si alguien les llevaba setas en conserva y spaghetti, se los daba a probar y les enseñaba a cocinarlos, a lo mejor se acostumbrarían y ya no se les haría la boca agua con los misioneros. Además, comerían más sano, porque ya me dirás tú qué vitaminas puede tener un misionero. Hasta me ofrecí a prepararle a Wacek las provisiones para el viaje, y eso que no me sobra de nada. Pero pasaban los días y no se marchaba.
Empezamos a jugar al ajedrez, porque anochecía cada vez más temprano. Cuando me comía la reina o un caballo, le insinuaba que si no convertía a un negro antes de San Martín, hacerlo más adelante costaba Dios y ayuda, porque a los negros no les gusta empezar nada con el año. Y así pasamos a jugar a la mona, pero en los juegos de naipes Wacek tenía mucha potra. A menudo yo me miraba la mano y, al ver una triste sota, la encontraba muy parecida a un negro. Y decía:
—Para convertir bien a un negro, uno tiene que ponerse manos a la obra cuanto antes. Luego resulta que no hay tiempo, porque siempre sale algún imprevisto y no hay nada peor que un negro convertido a medias.
Pero, con todo, procuraba ser delicado, hasta que en octubre se me escapó una frase desafortunada, cosa de la que nunca he dejado de arrepentirme.
Estábamos cenando temprano, aunque, claro, no en el porche, porque ya hacía frío. Wacek me pidió que le pasara la sal y yo dije: —La sal es una cosa y los negros otra.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó, y dejó de comer la sopa. Clavé con furia el tenedor en un trozo de ternera asada y no contesté. Me quedé callado. Y Wacek dijo:
—Si te molesto, me marcho.
Miré y vi que se levantaba y se iba al jardín. Se sentó a orillas del estanque, de espaldas a la casa, y permaneció inmóvil. Se había molestado. No me apeé del burro. Me acabé la cena y encendí la pipa fingiendo que no me importaba. Incluso silbé una canción entre dientes para recuperar el aplomo. Mientras tanto, se hizo de noche y Wacek no había vuelto. Empezaba a estar preocupado. Finalmente, salí de casa y lo llamé a media voz:
—¡Wacek!
Silencio.
—¡Wacek! ¿Piensas estar así mucho tiempo? Tú mismo. ¡No corre prisa, se convertirán solos!
No me contestó, de modo que me asusté y bajé corriendo al estanque. ¡Dios mío! No había nadie. Sólo los ácoros mimbreaban y el fondo legamoso era insondable.
Nunca he sabido si Wacek resbaló y se ahogó en el légamo o se fue a África.
La duda es insoportable.