CABALLITOS

Tuve que viajar a N. por un asunto familiar. Había recibido una carta procedente de aquella localidad, plagada de errores ortográficos y escrita por una mano no avezada a la pluma: un desconocido bondadoso me informaba de que las cenizas de mi abuelo, un insurrecto del año 1863, habían sido retiradas del panteón por decisión del director de un criadero de caballos estatal que había enterrado en su lugar a su secretaria, de quien todo el mundo sabía que era su amante. La carta no estaba firmada y su autor me daba a entender que ya corría bastantes riesgos informándome de los hechos. Pedí dos días libres y me fui a N. Nunca había estado en aquel pueblo. Al salir de la estación, enseguida di con la casa del enterrador. Sin embargo, el enterrador no estaba, porque, como me contó su mujer, se acababa de ir a la herrería a herrar un caballo. Decidí esperarlo y me senté en un banco adosado al muro del cementerio. Finalmente, apareció por el sendero. Era un gigante de rostro lúgubre. Conducía por la brida a un caballo o, más exactamente, a un hermoso pony de pelaje reluciente, cuyas flamantes herraduras tintineaban contra las piedras. Al enterarse del motivo de mi visita, el enterrador puso una cara todavía más lúgubre, me miró de mala manera y declaró que no tenía ni la menor idea de qué le estaba hablando. Luego, me dio la espalda y desapareció detrás de la puerta del cementerio.

Decidí acudir al Consejo Municipal. Delante del edificio, esperaba un caballito atado a un poste. Me recibió el presidente. Le expliqué de qué se trataba. Me contestó con una serie de evasivas, dijo tener un montón de trabajo y, al ver que no me daba por vencido, arguyó de otra guisa:

—No sé si usted es consciente de que, de todo modos, en cumplimiento de un decreto del Consejo Municipal, íbamos a sustituir a su abuelo por un guerrillero coreano especialmente importado para la ocasión. Espero que no se le ocurrirá poner duda la corrección política de esta decisión.

Y me lanzó una mirada inquisidora.

Indignado, abandoné el Consejo Municipal y fui directamente al Consejo Comarcal. Su presidente era un joven enérgico de mirada límpida. Cuando le informé sobre el tenor de la conversación anterior, se sulfuró:

—Sí. Las instancias inferiores todavía cometen muchas irregularidades. Sí. ¿Su abuelo? Nos han llegado rumores. Intentaremos aclarar el asunto, pero…

—¿…Pero?

—Pero esto requiere tiempo, sí, tiempo…

En aquel momento, de detrás de la puerta que daba al despacho contiguo llegó un sonoro y gallardo relincho de los que sólo pueden emitir esos caballitos llamados popularmente ponys.

La mirada del presidente bailoteó con inquietud. Un mal presentimiento me heló el corazón. Di media vuelta y salí corriendo.

El enterrador y su pony, un pony delante del Consejo Municipal, el relincho en el Consejo Comarcal… Empecé a relacionar los ponys con los obstáculos con los que tropezaba cada vez que intentaba aclarar el asunto de las cenizas de mi abuelo, el capitán de caballería. Debía de haber una relación entre los atropellos al orden legal y aquella raza de caballos enanos. Al llegar a mi destino, me quedé estupefacto. Delante de la puerta, esperaba una calesa tirada por dos hermosos ponys de pura raza. Di media vuelta y lentamente deshice el camino.

Tuve oportunidad de comprobar que los hijos del fiscal iban a la escuela a lomos de sendos ponys. Cuando salté la valla y me hallé en el jardín del presidente de la Cooperativa de Campesinos, vi en los parterres las improntas de unas pezuñas minúsculas. El presidente de la Unión de Veteranos y el gerente de la tienda de ultramarinos también criaban ponys desde hacía algún tiempo. Pero ¿y qué? Vencido, me dispuse a abandonar N. Delante de la estación, un policía me pidió el carnet. El policía montaba un caballito.

Tuvo que pasar un tiempo antes de que cayera en mis manos un periódico con la siguiente gacetilla: «El director del criadero de caballos estatal de N., contra quien se han presentado cargos por malversación de fondos públicos, acaba de ser destituido y trasladado a D., donde desempeñará otras funciones. El funcionario cesante intentó sobornar a los inspectores, ofreciéndoles ponys».

Mucho más tarde recibí la noticia de que mi abuela, una veterana del movimiento sufragista que vivía en la residencia de ancianos de D., había sido brutalmente expulsada por el director de un criadero de caballos que había colocado en su lugar a su propia abuela, una antigua prostituta de Klondike. Fui a D. Me abrió la puerta de la residencia un portero enano. Sujetaba por la brida a un enorme percherón.

Di media vuelta y me largué sin mediar palabra.