EL ÚLTIMO HÚSAR ALADO

Luciano anda envuelto en un aura de misterio y de importancia. Algunas personas, sus conocidos, saben de él ciertas cosas, pero sólo unos pocos lo saben todo. Lo saben todo la esposa de Luciano, su madre y su abuela. Los demás, sus parientes e incluso sus hijos, están condenados a hacer conjeturas.

Cada noche, cuando los críos se van a dormir y Luciano se sienta en el sillón en pantuflas con un periódico en la mano, su mujer se le acerca, apoya la cabeza en sus rodillas y, mirándole largo rato a los ojos, susurra:

—¡Por el amor de Dios, ándate con cuidado!

A Luciano no le gusta el caldo de espinazo de ternera ni el régimen político.

Luciano es un héroe.

A veces regresa a casa radiante, callado, pero los suyos saben que si quisiera y pudiera, tendría mucho que decir. Por la noche, su mujer le pregunta sin ocultar su admiración:

—¿Otra vez…?

Luciano asiente con la cabeza y se despereza. Todo su cuerpo emana fuerza y virilidad.

—¿Dónde…? —sigue preguntando la mujer, asustada de mostrar tanto atrevimiento.

Y él se levanta, se acerca a la puerta y la abre bruscamente para comprobar que nadie está a la escucha:

—En el lugar de siempre…

—Eres… —dice la mujer.

Y con esa palabra lo dice todo.

Como ya hemos dicho, entre los íntimos de Luciano corren rumores confusos y excitantes: Luciano tiene que ir con cuidado… ¿Le amenaza algún peligro…? ¡Ay, este Luciano…! Luciano les está dando…, vaya, vaya.

Su madre teme por él, pero está orgullosa. Siempre se refiere a Luciano como «mi hijo». En cambio la abuela, una matrona de armas tomar que vive sola, está orgullosa a secas. Por fuera, no se le nota ningún temor. Le dice a su hija, la madre de Luciano:

—En los tiempos que corren hay que asumir riesgos. La causa necesita gente intrépida. Si mi Eustaquio siguiera con vida, haría lo mismo que Luciano.

En las conversaciones con sus bisnietas, también insinúa:

—Podéis estar contentas de tener un padre así. —Y les muestra láminas con caballeros tocados de penachos que galopan campo a través—. Vuestro padre podría ser uno de ellos. Él no se ha rendido.

Mientras tanto, Luciano entra en un urinario público. Cierra a conciencia la puerta de la cabina. Al cabo de un rato, mira a su alrededor con un brillo siniestro en los ojos para asegurarse de que está solo y, con un gesto veloz, se saca del bolsillo un lápiz y escribe en la pared: «¡Abajo el bolchevismo!».

Sale corriendo del retrete, salta al primer taxi o coche de punto que se tercie y regresa a casa. Por la noche, su mujer le pregunta tímidamente:

—¿Otra vez…?

Hace mucho que Luciano es activista y, aunque una vida tan intensa pone a prueba sus nervios y le quita el sueño, no claudica.

Luciano es prudente: cada vez cambia de letra. De cuando en cuando, en la oficina, toma prestada la pluma estilográfica de su jefe. «Si identifican al propietario de la pluma… Je, je…». Y ríe aviesamente pensando en el aprieto en que se hallará el director de la oficina y en lo equivocados que estarán sus perseguidores. ¡Verdugos!

De vez en cuando, la sangre se le hiela en las venas. Le parece que no hay escapatoria. Por ejemplo, aquella vez que estaba escribiendo en la pared: «¡Los católicos jamás abandonarán!» y alguien golpeó con violencia la puerta. El corazón se le subió a la garganta. Estaba seguro de que eran ellos. Febrilmente, borró lo que acababa de escribir. El aporreo no cesaba. Luciano se tragó el lápiz y sólo entonces decidió abrir la puerta. Un hombre obeso con cartera —«¿juez de instrucción?», le pasó por la cabeza—, de rostro hinchado y enrojecido, lo echó a empellones y se encerró dentro sin mediar palabra. Luciano tardó mucho en olvidar aquel momento.

Las fisonomías de las limpiadoras de los urinarios también le causan inquietud. ¿Y si se trata de una caracterización?

Pero llegó un día de invierno en que, camino del campo de batalla habitual, se quedó literalmente pasmado. La puerta de los urinarios públicos estaba cerrada. Ostentaba la inscripción: «cerrado por reformas», burdamente garrapateada con tiza sin duda por un sicario.

Luciano se sintió como el húsar que ha perdido el sable en el fervor de la batalla y no encuentra el arma por más que la busque.

Sin embargo, decidió seguir luchando. Fue a la estación, pero justo en aquel momento salía del andén una compañía de soldados y muchos se dirigían donde él. Eso le hizo sospechar. O sea que no sólo habían recurrido al ardid del «cerrado por reformas», sino que además habían proclamado el estado de excepción. Luciano se imaginó todos los andenes y urinarios públicos del país vigilados por el ejército. Pero era demasiado astuto para caer en la trampa. Se les veía el plumero. Así no lo pillarían nunca.

Estaba seguro de que los sicarios habían tomado el control de todos los demás puntos estratégicos del pueblo, es decir, que ya estaban en el Hotel Polonia y en el comedor económico Gastronomía. Pero se prometió que sería él quien tendría la última palabra. Subió al tren, aunque con precauciones. Se apeó en la estación siguiente. Cerca, había una modesta aldea. Al llegar a la primera casa, preguntó por los urinarios.

—¿Qué? —se sorprendieron—. Nosotros, compadre, vamos al bosque…

En la espesura ya reinaba la penumbra. «Mejor», pensó Luciano. Se adentró entre los matorrales y escribió con un palo sobre la nieve: «¡El general Franco os hará pasar por el tubo!».

Regresó a casa. Aquella noche permaneció largo rato ante el espejo, preguntándose cómo le quedaría una coraza con alas.