Érase una vez una cabaña a orillas de un arroyo, a cuyo lado crecía un abedul. En la cabaña vivían un joven y su esposa. Se amaban. La mujer dijo:
—Hay que arreglar el techo, porque se ha agrietado y gotea.
—Tú tranquila, eso está hecho —le contestó él, siguiéndola con una mirada llena de amor.
Al día siguiente, en el pueblo se celebraba un acto solemne. El muchacho del arroyo también fue a parar por casualidad a la sala adornada con flores de papel. Al despedirlo, su mujer se había deshecho en lágrimas, ya que no le gustaba nada que fuera en carreta a la capital de la comarca. Pero el joven tenía que llevar al director de la escuela y cuando la orquesta entonó el Construimos casas nuevas, se olvidó de su esposa.
—Si se producen irregularidades, hay que denunciarlas —insistía momentos más tarde el presidente—. ¿Quién se apunta al debate?
El joven campesino escuchaba atentamente desde su sitio junto a la puerta y, como era sincero por naturaleza, estaba abierto a todas las consignas.
—¡Yo! —exclamó—. ¡Yo hablaré!
Le pidieron el nombre y le preguntaron por su extracción social.
—¡Campesino! —dijo.
Un rumor de aprobación recorrió la sala. Todos estiraron el cuello para verlo subir al estrado. Un periodista de la capital de la provincia, que dormía con la cabeza apoyada contra el respaldo de la silla, se estremeció y se despertó instintivamente. Su lápiz trazó sobre el papel las palabras: «un activista campesino sube a la tribuna».
—¿Quién es ése? —preguntó un conferenciante, inclinándose sobre el presidente.
—Un cochero —contestó éste—. No sé qué mosca le ha picado.
—¡Vaya! ¡Un campesino auténtico! —felicitó el director al alcalde.
El orador apoyó las manos en el atril. Hablar ante tanta gente le suponía un gran esfuerzo. No le resultaba nada placentero. Pero ni le había pasado por la cabeza desoír el llamamiento del presidente. Dijo:
—Yo no entiendo de virguerías, pero querría preguntar por qué en nuestro pueblo no se pueden comprar clavos ni tejas. Sabemos que la comarca recibe partidas de clavos y de tejas, pero, por lo visto, nuestro pueblo queda demasiado lejos. Y los vecinos necesitan clavos y tejas. Esto es lo que quería decir.
Apenas hubo terminado, estalló un nutrido aplauso. Aplaudían los próceres y los conferenciantes. El periodista se inclinó sobre su borrador como un jinete sobre el cuello de un caballo al galope y escribió: «El viejo militante…». El alcalde, ruborizado de placer, subió corriendo a la tribuna:
—¡Camaradas! —exclamó—. Agradecemos de todo corazón al camarada campesino que haya tenido la bondad de participar en este acto con un breve discurso digno de un hijo de la tierra.
—¡Bravo! ¡Bravo! —interrumpió la concurrencia.
Todo el mundo estaba conmovido.
—Se nota que hacéis un buen trabajo sobre el terreno, camarada —le dijo el alcalde al director, dándole palmaditas en el hombro. Aquí y allá, se oyó La Internacional.
El joven orador volvió a su sitio junto a la puerta. No entendía el por qué de los aplausos. El tema de los clavos y las tejas le parecía importante, sin embargo, nadie volvió a mencionarlo durante el resto del acto. Una niña vestida de cracoviana puso punto final a la ceremonia recitando un poema. El público empezó a abandonar la sala. Y entonces, dos desconocidos se acercaron al joven campesino.
—No nos niegue este pequeño favor —dijo el más gordo—. Hemos oído su discurso. Somos de… (pronunció el nombre de una capital de provincia). Mañana organizamos la reunión plenaria de los miembros de la cooperativa comarcal. Sería conveniente que usted interviniera haciendo un resumen.
—No olvide que el asunto tiene repercusiones políticas —lanzó severamente el otro—. ¡La participación de las clases trabajadoras!
—Para usted es pan comido —instó el primero—. Enseguida nos verán con otros ojos y saldremos bien parados en la prensa.
Un vecino llevó la carreta y al caballo de vuelta a la casa del joven campesino, mientras que éste, tras pasar la noche en un hotel a costa de los cooperativistas, los acompañó hasta la ciudad. Pensó que tal vez en la reunión de la cooperativa podría abordar con mayor éxito el tema de los clavos y las tejas, puesto que la otra vez todos habían escurrido el bulto.
La reunión siguió un curso sorprendentemente parecido al del acto solemne del día anterior. En un momento dado, sus dos protectores dieron la señal convenida. Pidió el turno de palabra y, al subir al estrado, solicitó con ardor que los clavos y las tejas llegaran a su pueblo. Recibió aplausos. Pero la respuesta material no llegó nunca.
—¡Hasta más ver! —le despidió el gordo, acabada la reunión—. Aunque yo de usted todavía no regresaría a casa. La ciudad está llena de carteles que anuncian una reunión de artistas plásticos. ¿Por qué no se apunta? Allí, la sala es más grande y el público es inteligente.
El joven tenía ganas de volver a su tierra, pero el tren no partía hasta el día siguiente por la noche. La gala de los artistas plásticos parecía ser un buen cobijo para un campesino aturdido por las calles de la capital de provincia. Con dos ceremonias a cuestas, ya se había acostumbrado un poco. Había perdido el miedo a hablar en público e incluso encontraba cierto placer aguardando los aplausos. En la reunión de los artistas, las mujeres llevaban pantalones y los hombres, camisas rojas y verdes. Así que le costó un poco pedir la palabra.
—¡Campesino! —se desgañitó al contestar la pregunta sobre su extracción social. No se llevó un chasco. Entre gritos de entusiasmo, repitió lo de los clavos y las tejas. Ya no se arrepentía de haber aceptado la propuesta del cooperativista. Los asistentes no lo dejaron solo ni siquiera después de la ceremonia, porque de inmediato se pusieron a esculpir su retrato. Pero nadie superó a un hombre de complexión recia que lo invitó a un restaurante.
Aquel artista, que nunca había estudiado nada, ganaba dinero a espuertas explotando una tropa de estudiantes-mercenarios pobres a quienes revendía los encargos de retratos decorativos a cambio del setenta por ciento de los honorarios. Enseguida propuso al muchacho que participara en un acto dedicado a la memoria de Mickiewicz.
—Mi mujer me está esperando, el techo gotea… —se resistía el joven campesino.
—Hoy no lloverá, el buen tiempo está asegurado —contestó el otro—. Hazlo por mí, querido…
El silbido del tren se alzó sobre la ciudad.
El acto en memoria de Mickiewicz se celebraba en el teatro. Entre bambalinas, en medio de los decorados de Los payasos de Leoncavallo, el pintor le dio las últimas instrucciones.
—La entrada la haces bien —le dijo—, pero hay que pisar más fuerte. Grita «¡campesino!» con una voz más alegre y más animada. Y el texto es ideológicamente mejorable. Empieza por «Nosotros, los jornaleros…» y después desembucha lo de las tejas. Y, al final, grita: «¡Viva China!».
Cuando salían del teatro después de la ceremonia, el cielo estaba nublado y llovía a cántaros. En el vestíbulo le esperaba un artista con los delegados de una fábrica de cosméticos.
Amaneció al sexto día en un compartimento de tercera clase de un tren, camino de una ceremonia que iba a celebrarse en una compañía de prospecciones geológicas. Confundió el traqueteo con el fragor de los aplausos. Instintivamente, se miró en el cristal de la ventanilla. El tren lo llevaba cada vez más lejos.
Se había agenciado un neceser. No tenía problemas con el alojamiento. Como participante en congresos y reuniones, tenía asegurados el hotel y las dietas. Sabía arreglárselas con poco. Esperaba impaciente la hora de su actuación. Ya dominaba bien el texto. Con el tiempo, se atrevió a añadir modificaciones propias a las que había hecho el pintor. Por ejemplo, después de la palabra «lejos» solía decir: «¡todos a la lucha por la segunda cosecha!». Y remataba su intervención con un infalible: «¡Viva China!», o simplemente: «¡China!, ¡China!».
Se volvió sensible a los distintos matices del éxito. Era bien visto en todos los gremios, porque sin dejar nada al azar o a la espontaneidad, introducía en el orden del día de cualquier reunión o asamblea el sano toque de conciencia de clase que tanto apreciaban los organizadores. Su texto atendía también al requerimiento de las autoridades que exigían una dosis de criticismo. No era de extrañar, pues, que sus intervenciones se hallaran amplia y profusamente reflejadas en los informes y las sinopsis. Y así transcurrió el tiempo.
Empezó a peinarse con crencha. La nueva vida borró el recuerdo del pasado. Sus actividades diarias se traducían en una sucesión de viajes, andenes, asambleas, salas de conferencias y actuaciones al aire libre… Entró a formar parte de varios comités, solía ocupar un puesto en las mesas presidenciales y patrocinaba una guardería. Lo conocían los periodistas y los chóferes de las limusinas oficiales. Al mismo tiempo, sus costumbres fueron cambiando. Aprendió a utilizar los horarios de trenes y, de vez en cuando, se compraba colonia. Sólo a ratos, cuando dormía en un hotel arropado por el recuerdo de la última ceremonia y de la fluida cadencia de los discursos, lo despertaban las gotas de lluvia que se estrellaban contra los cristales de la ventana.
Esto ocurría en una época en la que su trabajo había alcanzado ya una gran precisión y envergadura. Seguro de sí mismo, ni siquiera temía las convenciones de los partidos. Las conferencias, los festivales y las mesas presidenciales giraban en su cabeza de tal modo que, sin saber cómo ni cuándo, se halló en un coche, rodeado de camaradas de edad provecta con barba y traje negro. El coche cruzaba en silencio la ciudad integrado en una hilera de vehículos idénticos. Pronto dejó atrás los arrabales. Anochecía. Alrededor, se extendía la campiña. Tras un largo viaje, se detuvieron delante de una puerta. La puerta se abrió sin hacer el menor ruido, dando acceso a un patio que, a la luz de los faros, casi parecía un parque poblado de árboles y tapizado de césped esmeralda. La noche era serena. Salvando escaleras y meandros de pasillos, llegaron a una sala tan enorme que sus paredes se perdían en la oscuridad. Sólo una pequeña lámpara ahogada por una capucha metálica lucía en la mesa del presidente. No había techo. Las estrellas ardían en la negrura del cielo como una lluvia petrificada. Los camaradas barbudos se sentaron en los sillones.
Uno de ellos saludó a los participantes y preguntó quién deseaba tomar la palabra.
—¡Yo! —exclamó él—. ¡Yo quiero hablar!
Sin embargo, nadie le preguntó por su profesión.
—Nosotros, los jornaleros… —empezó, y tomó aire en espera de los aplausos. En vano—. ¡Nosotros, los jornaleros… —gritó con más fuerza—, no entendemos de virguerías, pero los clavos y las tejas llegan a la comarca, mientras que en nuestro pueblo no hay y la gente!…
Su voz quedó aprisionada en el silencio. Al cabo de un instante, el presidente dijo:
—Éste es un congreso de astrónomos. Me da la impresión de que usted no es astrónomo. ¿Qué es usted?
—Soy campesino —contestó.
—¿Campesino? ¡Muéstreme las manos!
Las acercó a la luz de la lámpara para que se vieran claramente. Ahora eran unas manos blancas y delicadas de las que había desaparecido hasta el último rastro del duro trabajo físico.
Los bedeles lo echaron en medio del silencio de los cuerpos celestes que vertían una luz gélida.
A orillas del arroyo crece un abedul y a su lado hay una cabaña. Los vendavales y las lluvias agrietaron su techo haciendo estragos. La mujer, envejecida por la añoranza, se sentaba en el umbral y dirigía la vista hacia el camino real por si él regresaba. Hasta que un día apareció, pero transformado, con una crencha en el pelo y un maletín en la mano. Y cuando ella corrió a su encuentro, no la abrazó, sino que dijo, engreído:
—Nosotros, los jornaleros…