El director descolgó el teléfono.
—¿Diga? Sí…, sí… ¿La calle Victoria? Sí, recibido. Ahora mismo le mando a alguien del turno de guardia.
Colgó.
—Como usted puede ver —dijo—, no nos quejamos de falta de clientes. Tengo que salir un momento para hablar con el personal. Si quiere, puede acompañarme.
La Cooperativa Una tenía las oficinas en una antigua vivienda adaptada chapuceramente. Salimos del despacho del director —un cuarto con un balcón que daba a la calle— y, cruzando el pasillo, llegamos a la pieza contigua, otrora un cuarto de baño, aunque espacioso. De las instalaciones sólo quedaba la bañera. Habían eliminado la caldera de gas y, donde antes estaban las tuberías, ahora la pared presentaba un hueco de obra vista. A lo largo de las paredes revestidas de azulejos, bajo la luz amarillenta de una bombilla, unos hombres pálidos y vestidos con ropas sucias estaban sentados o tendidos sobre los bancos. La mayoría dormían, algunos desayunaban a base de pepinos en vinagre y sopa de remolacha.
—¿A quién le toca? —exclamó el director desde el umbral.
Un hombre de mediana edad, pelo ralo y párpados hinchados se levantó del banco.
—¿A qué dirección, jefe? —preguntó con voz ronca.
—Victoria, 3. Razón en la tienda.
—De acuerdo —murmuró el del rostro abotargado, abrochándose.
Volvimos al despacho de la administración. En la pared colgaba un cartel que anunciaba el Año Mickiewicz.
—Las bases de funcionamiento son sencillas —me aclaró mi anfitrión—. Los módicos precios que pagan nuestros clientes cubren los costes de manipulación, el teléfono, el alquiler y el sueldo fijo de la dirección, del contable y de la mujer de la limpieza. El superávit lo ingresamos en el Fondo de Construcción de Escuelas.
—¿Y los empleados?
—Depende. En principio, contamos con aficionados, como los que ha visto en el puesto de guardia. Ellos cubren el grueso de las urgencias, disponibles las veinticuatro horas al día. Se les remunera en especie, es decir, les ofrecemos intermediación. Pero en nuestra plantilla también hay trabajadores especiales y calificados.
—¿Cómo surgió la idea de fundar la cooperativa?
—Mire usted. Hay mucha gente que necesita compañía en algún momento u otro. Todos sabemos cómo se siente uno cuando le apetece echar un trago y no tiene con quien. Imagínese que está tomándose unas copas con un amigo, éste tiene que tomar un tren, usted le acompaña a la estación y luego regresa. ¿Y ahora qué? Una soledad tremenda. O que dispone de una mañana libre, todo el mundo está en el trabajo y en los bares todavía no hay nadie. ¿Qué le espera? ¡Soledad! O que se siente triste a altas horas de la madrugada, todos duermen, usted se ha comprado medio litro de vodka y está sentado junto a una mesa vacía. ¡Y que conste que sólo le he mencionado alguna de las incontables situaciones en las que la soledad, ese estado tan molesto para los bebedores, puede hacerles la pascua! Pues bien, los servicios de nuestra cooperativa consisten en proporcionar a estas personas una solución sencilla y eficaz. Se ha acabado el miedo al abandono, se ha acabado la búsqueda febril y laboriosa de un compañero, que no siempre puede o quiere beber con nosotros. Ahora todo es tan sencillo como marcar el número correcto y dar una dirección. Enseguida comparecerá alguien de nuestro servicio de urgencias, un hombre servicial, entregado, cordial, compasivo, amistoso y dispuesto a hablar de cualquier cosa y apiadarse de nosotros, un hombre que nunca tendrá un no por respuesta. El servicio de urgencias cuenta con personas altamente cualificadas que también tienen ganas de tomarse una copa, sólo que no se la pueden pagar. Nuestro papel se limita a allanar el camino para cerrar el acuerdo. Gracias a nosotros, los que quieren y tienen pueden encontrarse con los que quieren, pero no tienen. Si no fuera por nosotros, unos y otros se cruzarían por la calle con indiferencia como las frías luces de las galaxias lejanas.
—O sea, ¿humanismo?
—Sí, pero no únicamente. También somos un factor económico importante al contribuir al aumento del volumen de venta de licores. Piense en todos los litros que nunca se hubieran bebido si nosotros no existiéramos. Es cosa sabida que en compañía se bebe mejor, con más gusto y en cantidades más generosas.
En aquel momento, se oyó un sonoro portazo en la entrada y una voz velada de hombre canturreó en el pasillo: «María, no vayas al bosque».
—Disculpe —dijo el director—, pero uno de nuestros equipos de urgencias vuelve del terreno. Tengo que recibir el informe.
Trajeron a hombros al funcionario de la Cooperativa Una. Con un gesto ágil, el director le arrojó encima un cubo de agua.
—De la avenida de los Héroes, 12 —informó el recién llegado—. Smirnoff limón. Lo abandonó la mujer, tuvo una infancia muy dura y en el año 48 cogió una pulmonía. ¡Uf! Dice que el mundo es bello, sólo que la gente es mala.
—¡Mire usted! —me dijo el director, mientras el funcionario se retiraba exhausto al cuarto de guardia cantando Las olas azules del Rin—. Otra persona salvada de la soledad.
—Ha mencionado usted un personal especial y altamente cualificado.
—Sí. De vez en cuando hay clientes más exigentes. Hay quienes se ponen muy líricos. A éstos les mando a poetas dipsómanos. Supongamos que llama un catedrático, un especialista en cultura maya. ¿Verdad que no le puedo mandar a cualquier hijo de vecino? A otros les da por las disputas religiosas. A ellos les tengo reservado a un sacerdote malogrado que abandonó el seminario antes de ordenarse. En una palabra, estamos en contacto permanente con especialistas que trabajan para nosotros por encargo.
Sonó el teléfono del escritorio. El director se precipitó hacia el aparato.
—Cooperativa Una, es decir, Vamos a tomar una copa. ¿En qué puedo servirle?
A medida que atendía la llamada, el desasosiego afloraba en su rostro. Finalmente, cubrió el micrófono con la mano y me dijo a media voz:
—Llama un cliente de la plaza de Todos los Santos. Quiere a una persona con quien poder hablar de las perspectivas del desarrollo de la moral socialista. ¿De dónde diablos saco a alguien así?
—¿Y qué tiene para beber? —pregunté.
—Espere un momento —dijo el director al micrófono—. ¿Puede usted informarnos de qué clase de licor dispone?
Tras escuchar la respuesta, volvió a cubrir el micrófono con la mano y me dijo:
—Advocaat y Cherry Cordial.
—Pues ya voy yo —le propuse.
—¡Fantástico! —se alegró el director—. ¡Precisamente tenía una vacante! Y luego, al teléfono:
—Recibido.