LA AVENTURA DE UN TAMBORILERO

Yo adoraba a mi bombo. Lo llevaba en una bandolera ancha que colgaba del cuello. El bombo era grande y yo aporreaba su superficie amarillenta y deslucida con unas baquetas de madera de roble. Con el tiempo, mis dedos confirieron a las baquetas un brillo que era la muestra de mi afán y de mi aplicación. Recorría con el bombo los caminos reales, ora grises a causa del polvo, ora negros a causa del barro, y el mundo a ambos lados era verde, dorado, pardo o blanco según la estación del año. Sin embargo, por encima de todo aquello dominaba el redoble vigoroso de mi bombo, porque mis manos no me pertenecían a mí, sino a él, y cuando él callaba, yo me sentía enfermo. Un anochecer, tocaba con brío cuando se me acercó un general. El general iba a medio vestir: el chaquetón del uniforme desabrochado en el cuello y calzoncillos. Me saludó, se aclaró la garganta, hizo encomio del gobierno y del Estado, y finalmente dijo como quien no quiere la cosa:

—¿Usted siempre toca así?

—¡Sí, mi general! —grité, dándole al bombo con renovada energía—. ¡Todo por la patria!

—Eso está muy bien —aseveró, pero lo dijo en un tono extrañamente apagado—. ¿Y le queda todavía para mucho rato?

—¡Hasta que me fallen las fuerzas, Vuestra Sociabilidad! —le contesté alegremente a grito pelado.

—¡Qué muchacho más gallardo! —me alabó el general, y se rascó la cabeza—. ¿Y aún le tardarán mucho en fallar?

—¡Lo que me quede de vida! —exclamé, orgulloso.

—Vaya, vaya —musitó el general asombrado, y calló unos instantes, pensativo. Luego lo intentó de otra guisa:

—Se ha hecho tarde —dijo.

—¡Es tarde para el enemigo! ¡Para nosotros, nunca! —grité—. ¡El mañana será nuestro!

—Lleva usted razón —admitió el general, levemente irritado—. Pero cuando digo «tarde», me refiero a la hora.

—¡La hora del combate ha llegado! ¡Que hablen los cañones, que doblen las campanas! —grité con el noble arrojo de un tambor de pura cepa.

—¡No, por favor! ¡Nada de campanas! —se precipitó a decir el general—. Quiero decir, campanas sí, pero sólo de vez en cuando.

—¡Cierto, mi general! —le seguí la corriente, muy acalorado—. ¿De qué sirven las campanas, si tenemos tambores? ¡Cuando mi bombo hable, que callen las campanas! —Y para confirmarlo, toqué la señal de ataque.

—Nunca al revés, ¿verdad? —preguntó el general con indecisión, tapándose discretamente la boca.

—¡Nunca jamás! —disparé—. ¡El redoble de nuestros bombos no dejará de rugir nunca! ¡Mi general, cuente con su tambor! —Me sentí transportado por una oleada de ardor bélico.

—Usted es el orgullo de nuestro ejército —dijo el general con voz agria. Tiritaba un poco, las nieblas vespertinas acababan de caer sobre el vivaque. Sólo la cúspide de la tienda de campaña del general emergía entre la blanca vaharina—. Eso es. El orgullo. No nos detendremos nunca, aunque tengamos que marchar…, ¿qué le estaba diciendo?, ah, sí…, marchar día y noche. Y cada paso nuestro…, sí…, cada paso…

—¡Cada paso nuestro sonará al redoble que anuncia la victoria! —lancé, aporreando el bombo.

—Eso, eso —murmuró el general—. Sí. Exactamente. —Y se dirigió hacia la tienda de campaña.

Me quedé solo. Pero la soledad no hizo sino aumentar mi devoción y mi sentido de la responsabilidad como tambor. «Te has ido, mi general —pensé—, pero tu fiel tambor está alerta. Tú, concentrado y con la frente surcada por arrugas, planeas estrategias, trazas con banderitas en el mapa el camino de nuestra victoria común. Tú y yo conquistaremos la aurora, un mañana luminoso que anunciaré con un redoble en mi nombre y en el tuyo». Y me sobrevino tal ternura hacia el general y tal deseo de sacrificarme por la causa que toqué con mayor rapidez y fuerza si cabe. Había caído la noche y yo, con todo el ardor de mi juventud, impregnado de grandes ideales, me dedicaba a mi noble tarea. Sólo de vez en cuando, entre un baquetazo y otro, me llegaba desde la tienda del general el crujido de un colchón de muelles, como si alguien que no pudiera conciliar el sueño diera vueltas en la cama. Finalmente, a eso de la medianoche, una silueta blanca se perfiló delante de la tienda. Era el general en camisón. Su voz sonó ronca.

—O sea que… tiene usted la intención de seguir tocando, ¿verdad? —me abordó.

Encontré conmovedor que no le diera pereza salir a hablar conmigo por la noche. ¡Un verdadero padre para los soldados!

—¡Sí, mi general! ¡No me rendiré ni al frío ni al sueño y estoy dispuesto a tocar el bombo mientras viva, como mandan mi deber, la causa por la que luchamos, el reglamento y el honor del tambor! ¡Y que Dios me ayude!

Dije esto sin ningún ánimo de exhibir mi celo ante el general ni de ganarme su simpatía. No hacía vanas promesas para conseguir un ascenso o una condecoración. Ni siquiera me había pasado por la cabeza que alguien pudiera entenderlo así. Siempre había sido un tambor sincero, recto y, ¡maldita sea!, bueno.

Al general le rechinaron los dientes. Pensé que era por el frío. Luego dijo con voz de ultratumba.

—Bien, muy bien. —Y se alejó.

Poco después me arrestaron. El pelotón de guardias que cumplía la orden me rodeó en silencio, me descolgó el bombo del cuello y me arrebató las baquetas de entre los dedos exhaustos y helados. En el valle se hizo el silencio. No podía comunicarme con mis compañeros, que me llevaban entre bayonetas y me conducían fuera del campamento. El reglamento no lo permitía. Sólo uno de ellos me dio a entender que me arrestaban por orden del general bajo la acusación de haber cometido alta traición. ¡Alta traición!

Rompía el alba. Aparecían las primeras nubecillas rosadas. Los únicos sonidos que les dieron la bienvenida fueron los saludables ronquidos que oí al pasar junto a la tienda del general.