Cuando esta mañana he abierto el cajón central de mi escritorio para sacar las gafas, he visto que vivían en él unos homúnculos. Entre el estuche de las gafas y el sobre de las fotografías, había una pareja de escasa estatura, pero joven y simpática. Él, un mozo sonriente, era del tamaño de media palma de mi mano y tenía los ojos azules; ella, de cabellos dorados, no superaba la longitud de mi dedo anular y estaba bien proporcionada. Una mata de pelo recogida en la nuca, que parecía una fajina brillante, le acariciaba la espalda. Se miraban a los ojos y, cuando he abierto el cajón, han vuelto la cabeza hacia mí con un gesto idéntico lleno de espanto, obligados a levantar la vista hacia arriba. En comparación con ellos, yo era tan grande como Dios y pesaba mucho. Les he sonreído y seguramente han recibido mi sonrisa como quien recibe el buen tiempo después de la lluvia. Además, no se los veía asustados. Cogidos de la mano, han avanzado unos centímetros hacia mi tórax enfundado en un suéter de lana azul marino contra el que se apoyaba el cajón abierto. La revista ilustrada con la que está forrado el cajón ha crujido bajo sus pies. Me he inclinado, consciente de que cualquier movimiento podía parecerles un terremoto. No alcanzaba a ver la expresión de sus ojos, porque eran demasiado minúsculos: cual semillas oscuras. Me han confesado con desparpajo que tienen problemas. La madre de ella no consiente en que se casen. Lo he interpretado como una petición de ayuda.
Acababa de desayunar y estaba de un humor excelente. En mi cajón se escondían mundos, sentimientos y problemas. Porque ha sido una cuestión de azar que primero los viera a ellos dos. Ha resultado que tienen parientes cercanos y lejanos que viven en casitas minúsculas que también caben en mi cajón, y que incluso hay en él una callejuela y tal vez más cosas. En todo caso, mi cajón está lleno de añoranzas, amores y antipatías, cosa que he constatado con gran asombro. Viven su vida, pero la relación que se ha establecido de pronto entre su vida y mis manos, mi voz y mi persona, me ha causado un placer extraño y hasta ahora desconocido. Inesperadamente, me he convertido en una fuerza sin límites que en cualquier momento puede interferir en sus vivencias. Son tan pequeños que, bien mirado, no significan nada para mí, mientras que yo puedo serlo todo para ellos.
Repito que estaba de excelente humor y enseguida me he hecho cargo de su petición. He prometido hablar con la madre de la minúscula rubia. Me las prometía felices pensando en la autoridad que tendría sobre ella. Al mirar atentamente el cajón, he descubierto un pequeño horizonte, cuya existencia en esta arqueta de madera ni siquiera sospechaba. Me he mostrado bondadoso y magnánimo. El día se perfilaba espléndido. He bromeado con ellos, me he reído e incluso me he acercado al espejo para comparar mis ojos, unos ojos verduscos, enormes e indecentes, con la elegancia de los suyos, diminutos como semillas. Finalmente, les he insinuado con delicadeza que tenía que salir a hacer un recado.
En el café, he tenido una conversación con alguien que se ha lamentado de haberse hecho falsas ilusiones conmigo. El cielo se ha nublado y ha caído un chubasco. Luego, cuando regresaba a casa, había dejado de llover, pero en la calle mal pavimentada quedaban algunos charcos. Un camión circulaba esparciendo fango aguado por doquier. Me he arrimado al muro, pero en vano: me ha salpicado los flamantes pantalones claros que guardo para las ocasiones especiales.
En casa, he abierto el cajón en busca del cepillo. Mi joven amigo estaba allí haciéndome señas. Con una sonrisa tímida, me ha explicado que aquél era el mejor momento para ayudarlos a…
Los he barrido a todos con un gesto impaciente de la mano.