Me mudé a una calle que desde hacía decenios era una de las arterias principales de la ciudad. Mi piso de la planta baja tenía un techo alto, unas ventanas también altas y estrechas como aspilleras y unas puertas demasiado alargadas con pomos historiados enmarillecidos por el uso. En el interior faltaba luz, y la penumbra, irreductible durante casi todo el día, sólo se replegaba hacia los rincones y el techo a eso de la doce para recuperar insolentemente el terreno perdido a primera hora de la tarde. Las ventanas no ofrecían más que la vista de las ventanas idénticas de la casa de enfrente, unas ventanas ciegas, porque detrás de ellas reinaba la misma oscuridad. Por encima del alféizar, desfilaban los tocados de los transeúntes, como si la ciudad se hubiera hundido en el agua y la corriente arrastrara sombreros de señora o de caballero que flotaban en la superficie como últimos vestigios de las víctimas. El ruido constante de los pasos que se filtraba a través de los cristales hacía pensar en un río.
Una vez, delante de mis ojos se deslizó un sombrero diferente de los demás: un bombín negro. Se deslizó y desapareció. La corriente siguió su curso. Sin embargo, apenas un minuto más tarde alguien llamó a la puerta y, al abrirla, advertí el bombín sobre la cabeza de un caballero de edad avanzada que, limpiándose los zapatos a pesar de que no había llovido en toda la semana y delante de mi puerta no había felpudo, se descubrió y me preguntó si podía pasar.
Una vez dentro, miró a su alrededor y, sacándose un periódico enrollado del bolsillo, me espetó:
—Traigo la solución.
—¿Qué solución?
Me tendió el periódico. Tenía el color marfil de las fichas antiguas de dominó y una tipografía anticuada; letras de patas largas y escuálidas, pies diminutos y cabezas con finos remates horizontales. Divisé la fecha de una de las crónicas: «6 de junio de 1906. Esta semana en Baden-Baden…».
—El crucigrama —precisó, al verme desorientado.
Había un crucigrama en la contraportada. Al lado, la solución escrita a conciencia con un lápiz de tinta ensalivado.
—Ya veo.
—Solucionado.
—Sí.
—Lo traigo a la redacción, siguiendo las indicaciones. He pensado que sería mejor hacerlo personalmente. Pero me temo que la redacción ya no está aquí —añadió, mirando mis muebles.
—En efecto. Ésta es una casa particular.
—Lástima. Lo he solucionado entero. ¿Y dónde está ahora la redacción?
Me encogí de hombros.
—Cuando me mudé, ya era una casa particular.
—¿Y antes?
—No lo sé. Me parece que también.
—Una verdadera lástima. Lo he solucionado sin ayuda.
—Es posible que antes esto fuera una redacción, pero debió de ser hace mucho tiempo —añadí con malicia.
Asintió con la cabeza.
—Sí, hace cincuenta años.
El fantoche empezaba a sacarme de quicio.
—¡Y usted va y me sale con su crucigrama! ¿Se da cuenta de cuánto ha llovido desde entonces?
—¡Qué le vamos a hacer, señor! No soy profesor. Y yo solito lo he resuelto entero —dijo, ofendido.
Nos quedamos un rato callados y luego leí la cabecera del periódico. Me indigné.
—¿Usted es consciente de que su periodicucho era el pérfido instrumento político que la monarquía utilizó para enemistar a las minorías nacionales?
—Fue un domingo. Mi tío vino a vernos y llevaba el periódico en el bolsillo. Estábamos en el jardín, porque hacía calor. Mi padre y mi tío iban a echar una partida de naipes. Yo quería jugar con ellos, pero mi padre no me dejó. Dijo que era demasiado pequeño y que tenía que esperar a hacerme mayor. Luego se quitaron la americana y se quedaron en mangas de camisa. Se pusieron a jugar y yo cogí el periódico del bolsillo, porque la americana de mi tío colgaba de una rama del cerezo. Y así empecé a hacer el crucigrama.
—Y no lo ha acabado hasta hoy… —añadí en un tono sarcástico.
—Era muy difícil. ¿Sabe usted qué significa «idóneo»? Y hay palabras peores.
—Oiga, ¿y la primera guerra mundial? —se me ocurrió preguntarle de pronto.
—Me declararon no apto.
—Es usted sencillamente ridículo. Todas esas transformaciones sociales, un progreso colosal, la República de Weimar, los plebiscitos…
—Usted se cree que ha sido pan comido. En 1910, todavía no sabíamos muy bien qué significaba la palabra «zepelín». Horizontal. Caí en la cuenta cuando me salieron «velocípedo» y «zarzal», ya me entiende: «maleza» dicho de otra manera.
—Me crispa los nervios. La crisis del 29, y usted, dale que dale, con el crucigrama…
—Tal vez yo no sea muy listo. Usted considera que he tardado demasiado. Pero tenía que trabajar y sólo hacía el crucigrama por las noches.
—¿Y no le importaba Hitler? ¿Ni España? ¿Qué hacía entonces?
—Ya le he dicho que en esto estaba totalmente solo. Había muchas palabras extranjeras. Pero ¡uno tiene cabeza!
—Usted es un Salomón —me mofé de él descaradamente—. Adivino que, durante la segunda guerra, también estuvo machacando el crucigrama. Un verdadero Einstein, sin embargo, la bomba atómica no la inventó usted. ¡No habría sido capaz!
—Esto es otra cosa. Yo no trabajé en la bomba. ¿Cree que ha sido fácil para una persona mayor? Uno ya no recuerda nada de la escuela y tiene otras cosas en que pensar. Pero puedo estar satisfecho: no me rendí.
Solté una carcajada llena de malicia. Se asustó. Luego se levantó y dijo:
—No se ría. No inventé la bomba atómica, y ¿qué más da? En 1914 me declararon no apto, pero una bala me dio de rebote en la cabeza, sólo que esto fue antes, en Montenegro. Usted se ríe de mí, pero el pensamiento humano merece un respeto. ¡He aquí el crucigrama! El pensamiento humano no ha muerto.