Un atardecer de sábado.
Delante de la iglesia del pueblo se había congregado la banda de los bomberos. En las copas de los tilos en flor se ajetreaban las laboriosas abejas. Cada dos por tres, alguna de ellas quedaba atrapada dentro de una trompa de latón, permanecía allí un rato dándose topetazos contra sus paredes y luego huía a la buena de Dios con un zumbido colérico.
La banda se había reunido para dar un concierto.
El pueblo era pequeño y la voz de la trompa se oía perfectamente en todos los linderos. Los campesinos se habían sentado en los umbrales o bajo los porches de las casas, y los ricos, en los bancos de la plaza.
Escuchaban.
El director dio la señal:
—sonaron los instrumentos.
Su voz llegó a la rectoría. Allí vivía el anciano párroco. No se metía en política. Sólo herborizaba. El párroco oyó la música profana:
Buscó a tientas el bastón, sin el cual le costaba caminar.
Arrastrando los pies, recorrió el trecho que separaba la rectoría de la iglesia.
Abrió el portillo que daba acceso al patio. El portillo era viejo y herrumbroso.
En el patio, el anciano se detuvo. Arrimó la mano a la oreja.
—tocó la banda.
—¡Canciones profanas delante de la casa del Señor…! ¡Granujas…!
—¡Se las van a ver conmigo! —se acaloró el bonachón. Llegó al otro portillo del patio, que daba a la plazoleta. Desde allí, la banda se veía claramente. Seis bomberos con trompas y cascos. El director llevaba un casco adornado con un penacho. Ya se sabe, a los jóvenes les gusta presumir.
—¡Granujas…! Pero… yo también fui joven.
Y el anciano se acordó de cuando jugaba al criquet en el patio del seminario.
Así y todo, se merecían una reprimenda. Sea como fuere, estaban allí tocando canciones profanas. Justo delante de la iglesia.
Los tilos despedían un fuerte perfume. Durante las breves pausas entre frase y frase, cuando los bomberos tomaban aire, se oía el zumbido de las abejas.
Una gran indulgencia para con el hombre y sus debilidades inundó el corazón del anciano. Él mismo… ¡La de cosas que había vivido…! ¿Acaso no deberíamos ser comprensivos con las flaquezas humanas? ¿Acaso el sufrimiento que acompaña al hombre al nacer y al morir no compensa sus pequeñas frivolidades?
—Sin embargo, no deberían hacer esto. Habráse visto… —siguió sulfurándose.
El portillo rechinó. Los bomberos volvieron la cabeza. Dejaron de tocar. El párroco se acercaba. Pelo blanco, bastón… Lo saludaron humildemente. Y él se detuvo, levantó el dedo y, moviéndolo arriba y abajo, dijo:
—¡Eh…! ¡Eh…!
Pero en sus ojos azules había algo jocoso. Dicho esto, se encaminó hacia el jardín de la rectoría.
—tocaron los bomberos.