PARÁBOLA DE LA SALVACIÓN MILAGROSA

Para la contrición de los corazones, os contaré hoy una historia verdadera que demuestra cuán inescrutables son los caminos por los que Dios nos conduce a la salvación.

Antes de la guerra, vivía en nuestra ciudad de Hamburgo un hombre llamado Erik Kraus. Tenía esposa y cuatro hijos. Pero las malas compañías le hicieron dudar de la rectitud y la justicia de los designios divinos. En vez de someterse humildemente a los decretos de la Providencia, se las daba de inteligente y era pacifista.

Entonces —corría el año 1939— lo llamaron a filas. Erik sentía una gran pena. Clamaba que no quería abandonar su hogar. Se rebelaba contra las ordenanzas de las autoridades como si fueran una desgracia y, por lo tanto, ponía en tela de juicio la esencia de los designios divinos, ya que nada ocurre en este mundo contra la voluntad de Dios.

Destinado a la infantería, se marchó en un transporte militar entre plañidos y lamentaciones.

Primero estuvo en Polonia. Cada día lo alejaba más de Hamburgo. Hasta que cruzó Polonia y llegó a la frontera de Rusia. Y nunca dejó de pensar en su Hamburgo natal ni dejó de dolerse de hallarse tan lejos de él.

Durante los años siguientes, Erik Kraus siguió alejándose de Hamburgo. De naturaleza débil y enclenque, hacía remilgos y se quejaba de las incomodidades del viaje, culpando de todo a la guerra, como si ésta no formara parte de un plan divino. Blasfemando, avanzaba cada vez más hacia el este.

Cuando llegó al Cáucaso, su descontento con la vida alcanzó la cúspide.

—Verflucht! —decía—. ¿Para qué sirve todo esto? ¡Cuánto daría por estar en mi Hamburgo! ¡No entiendo por qué esta maldita guerra ha tenido que arrastrarme tan lejos!

Erik Kraus decía estas y otras cosas, como suelen hacer los incrédulos, que siempre están descontentos con el destino que Dios les ha deparado.

Y entonces se reveló por qué Dios, en su bondad infinita, había puesto a Erik a prueba.

Llegó de Hamburgo la notificación de que durante un bombardeo nocturno el tejado de la casa familiar de Erik se había hundido, enterrando bajo los escombros a su esposa y a sus cuatro hijos.

Al leer el aviso, Erik se hincó de rodillas y, levantando los brazos hacia el cielo, exclamó:

—¡Oh, gracias, Señor! Ahora ya sé por qué creaste la Wehrmacht y toda esta guerra y a mí me condujiste lo más lejos posible de Hamburgo, haciendo caso omiso de mis estúpidas protestas. Lo hiciste para salvarme, para que no pereciera inopinadamente, aplastado por el techo con todo el bagaje de mis pecados. ¡Y pensar que yo, indigno, me quejaba y maldecía mi suerte! ¡Perdóname, Señor!

Erik Kraus regresó a Hamburgo. Pero ¡qué cambiado! No se queja de las imprevisibles ordenanzas de las autoridades y siempre vota al Partido Democristiano. Ya no es pacifista, porque se acuerda de su milagrosa salvación. Ha vuelto a casarse y acaba de tener el cuarto hijo. Cada día a la hora del desayuno repite:

—Queridos hijos, recordad que, cuando llegue la hora y nuestro canciller, el señor Adenauer, proclame la movilización general, vuestro padre será el primero en salir a campaña.

Y no quiere oír una mala palabra de la Wehrmacht.

¿Y vosotros, hermanos y hermanas? ¿Y vosotros?