EL LEÓN

El césar había dado la señal. La reja subió y un estruendo de creciente potencia emergió de la oscura mazmorra. Los cristianos se agolparon en el centro de la arena. La multitud se levantó de los asientos para ver mejor. Un gruñido ronco rodó como una avalancha de piedras que se precipita por la ladera de una montaña. Bullicio excitado. Gritos de miedo. La primera leona salió del túnel y avanzó veloz sobre sus flexibles patas. El espectáculo había empezado.

Bondani Cayo, el guardián de los leones, comprobó con una larga estaca que todas las fieras se hubieran sumado a la terrible fiesta. Ya suspiraba con alivio cuando descubrió que un león se había quedado en la puerta mascando una zanahoria sin ninguna prisa por salir a la arena. Cayo soltó una maldición, porque una de sus tareas era vigilar que ninguna bestia pululara por el circo sin pegar golpe. De modo que se acercó a la distancia estipulada por las normas de seguridad e higiene laboral y pinchó al león en una nalga para azuzarlo. Para su gran sorpresa, el león no hizo más que volver la cabeza y menear la cola. Cayo lo volvió a pinchar, esta vez un poco más fuerte.

—¡Vete a la porra! —dijo el león.

Cayo se rascó la cabeza. Sin lugar a dudas, el león acababa de darle a entender que no deseaba ser objeto de ninguna agitación política. Cayo no era mala persona, pero tenía miedo de que, al constatar una negligencia en el cumplimiento de sus deberes, el capataz lo arrojara entre los condenados. Por otro lado, no tenía ganas de discutir con el león. O sea que optó por la persuasión.

—Podrías hacerlo por mí —le dijo.

—Ni hablar —contestó el león, sin dejar de roer la zanahoria.

Bondani bajó la voz.

—No te obligo a devorar a nadie. Basta con que des unas cuantas vueltas y rujas un poco para tener una coartada.

El león meneó la cola.

—Ya te he dicho que ni hablar. Alguien me verá y me recordará, y luego uno puede ir diciendo que no ha devorado a nadie; no lo creerán.

El guardián suspiró. A continuación, preguntó con una pizca de rencor:

—Ahora en serio, ¿por qué te niegas?

El león lo miró atentamente.

—Has dicho «coartada». ¿Nunca te has preguntado por qué ninguno de esos patricios corre por la arena devorando en persona a los cristianos en vez de utilizarnos a nosotros, los leones?

—Pues no lo sé. Suelen ser personas mayores, tienen asma, sofocos…

—Personas mayores… —murmuró el león con condescendencia—. Se ve a la legua que no tienes ni idea de política. Lo cierto es que quieren tener una coartada.

—¿Ante quién?

—Ante el emerger de los nuevos tiempos. En la historia, uno debe tomar como punto de referencia lo nuevo, lo que nace. ¿No se te ha ocurrido nunca que los cristianos puedan llegar al poder?

—¿Al poder? ¿Esa gente?

—¡Por supuesto! Hay que saber leer entre líneas. Tengo la corazonada de que, tarde o temprano, Constantino el Grande pactará con ellos. Y entonces, ¿qué? Recursos de revisión, rehabilitaciones. Los de los palcos lo tendrán fácil. Dirán: «No hemos sido nosotros, han sido los leones».

—Claro. No se me había ocurrido.

—¿Lo ves? Pero ellos son lo de menos. A mí me importa mi pellejo. Si la cosa se pone fea, todo el mundo me habrá visto comer zanahorias. Aunque, que quede entre nosotros, las zanahorias son una bazofia.

—¡Pero tus colegas se comen a los cristianos, y tan contentos! —observó Cayo con malicia.

El león hizo una mueca.

—Paletos. Miopes y oportunistas. Se conforman con lo primero que encuentran. Elementos sociales desprovistos de instinto táctico. Pobres e ignorantes víctimas del colonialismo.

—Escucha —titubeó Cayo.

—¡Dime!

—Si esos cristianos…, ya sabes.

—Si los cristianos ¿qué?

—Si llegan al poder…

—¿…?

—¿Podrías dar fe de que no te he obligado a nada?

—Salus Reipublicae summa lex tibi esto —dijo el león sentenciosamente y volvió a su zanahoria.